17

Tuve la carta de Scile en la mano durante horas, y creo que no me di ni cuenta. Fui yo quien acabó quedándose a solas con Cal, después de que lo lleváramos a la Embajada y le administráramos fármacos para calmarlo.

—¿Lo habéis bajado? —me preguntó.

—Nos hemos ocupado de él —contesté.

—¿Qué haces aquí? —dijo después de que otros entraran y salieran.

—MagDa llegarán en cualquier momento, están organizando un…

—No me refería a eso. —Hizo una pausa de varios segundos—. No me estaba quejando, Avice. Vin ya no está. ¿Por qué te quedas aquí conmigo?

Todavía nos costaba admitir algo que sabíamos desde hacía meses, la disparidad. Tras una larga pausa, me encogí de hombros.

—No me enteré. —Hablaba como alucinado—. Tenía que… Últimamente, a veces nos separamos, tenemos que separarnos, un poco. Y… yo solo estaba… Creí que Scile y él estaban trabajando, y…

Dejó su nota, la de su doppel, encima de la cama. Me dejó cogerla. Varias personas trajeron comida y murmuraron palabras de consuelo: CalVin no habían tardado nada en caer en el egoísmo, mientras otros peleaban para arreglar el mundo; pero Cal, y CalVin, habían sido suficientemente importantes en el pasado para conservar algo. CalVin habían sido un Embajador destacado. Todos los pronósticos indicaban que dirigirían la Embajada cuando JoaQuin se jubilaran. Para muchos del comité, su fracaso no había sido un fracaso sino una enfermedad, y aquel era su atroz resultado. Desdoblé el mensaje de Vin.

Yo no soy como tú. Perdóname.

Dile algo a ella de mi parte.

Perdóname, por favor. No soy fuerte. No aguanto más.

Creo que esperaba encontrar algo parecido a esa segunda línea, o que confiaba en encontrarlo.

—Ya ves qué órdenes tengo —dijo Cal—. Bueno, ¿qué quieres que te diga? —Y aunque intentó adoptar un tono grosero, me conmovió. Miré la otra hoja de papel, la carta de Scile—. Creo que estaba… Vin lo encontró poco antes de… —Yo no había oído entrar a MagDa y Bren. Me di cuenta de que estaban allí cuando Cal dijo algo como—: Avice Benner Cho y yo estábamos comparando nuestras cartas de despedida.

«Queridísima Avice», leí.

Queridísima Avice:

Te escribo para despedirme. Me marcho. Lejos. Espero que me perdones por esto, pero no puedo quedarme, ya no seguiré viviendo aquí…

Y entonces paré y doblé la hoja. Hasta Cal me miró con una pizca de compasión.

—Antes significaba algo —dije—. No pienso consentir esto.

Éste no es el hombre con quien me casé, habría podido decir, y solté una fría risotada que los sorprendió. Me imaginé al entusiasta visionario del que me había enamorado recorriendo la Ciudad Embajada en busca de un lugar donde suicidarse. Me pregunté cuándo lo encontraríamos.

MagDa me quitaron la nota de las manos. Da la leyó y se la dio a Mag.

—Deberías leerla —dijo Da.

—No voy a leerla —dije.

—Explica cosas. Sus… teorías…

—Me cago en Jesucristo Farotekton, MagDa, no voy a leerla. —Las miré fijamente—. Se ha ido al estilo Oates. Me importan un cuerno sus malditas teologías. Ya sé lo que dice. El Idioma es la lengua de Dios. Los Ariekei son ángeles. Scile es su mensajero, quizá. Y esto es la caída. Nuestras mentiras los corrompen.

Bren parecía petrificado. MagDa no pudieron negar la precisión de lo que yo acababa de decir.

—«¿Crees que eres la única que sufre?» —dijeron—. «Sobreponte y hazlo, Avice.» «Fue cuando leyó esto —Mag o Da agitó la carta de Scile— cuando Vin se quitó la vida, ¿no te das cuenta?»

—¿Qué estaban haciendo? ¿En qué estaba pensando Vin? ¿Dice Scile qué…? —Lamenté haberlo preguntado.

—Solo dice que no soporta más esto —respondió Bren—. Por eso se ha ido. Y sus motivos. Ésos que acabas de mencionar.

Los Ariekei sin abanico, los automutilados, seguían asesinando a sus vecinos. Bren envió pterocámaras a investigar. Seguía imprecisas instrucciones que yo estaba convencida de que obtenía de YlSib y otros contactos. Vimos los asaltos de los Ariekei sordos, hicimos que los enjambres de cámaras entraran en los cadáveres de las casas y en los hoyos que habían dejado las viviendas que se habían desarraigado o sublimado. Yo no sabía qué buscábamos. Scile no había dejado ninguna pista, no sabíamos en qué dirección había echado a andar para morir, y una y otra vez me imaginaba que las cámaras encontraban su cadáver. Pero no lo encontraron.

Los ejemplares sin abanico de la nueva raza se escondían entre las ruinas. Se tocaban la piel unos a otros y señalaban. Si veían nuestras cámaras, las destruían. Cazaban a los orados.

Había Ariekei que no habían empeorado tanto como los adictos más graves, los muertos vivientes, y que no estaban tan furiosos como sus cazadores: en los viveros de biodispositivos o en sus esqueletos, hablaban frenéticamente en Idioma, tan deprisa que a Bren le costaba seguirlos. «Nunca les había oído hablar así —dijo—. Algo está cambiando.»

Intentaban sobrevivir. Pedían a gritos la voz de EzRa, y construían campamentos alrededor de los altavoces que ya llevaban días en silencio. Los limpiaban como si fueran tótems. Cuidaban a los pocos jóvenes supervivientes, y protegían a los ancianos sin conciencia, que, aunque no lo supieran, también habían contraído la adicción. Presenciamos un enfrentamiento entre un reducido grupo de esos Ariekei residualmente civilizados y las ruinas andantes, que miraban a los ancianos y abrían la boca con gesto hambriento.

Ya sola, vi otras cosas. Rebuscando en las secuencias que las cámaras fronterizas habían tomado la noche que encontramos a Vin —nadie se enteró de que lo hacía— encontré por fin unos pocos segundos de mi marido saliendo de la Ciudad Embajada. Tras varios cambios de toma bruscos, lo vi descendiendo una de nuestras barricadas más bajas. Miró hacia arriba, donde debía de haber otra cámara cuyas imágenes no logré encontrar, de modo que nunca llegué a ver de lleno su expresión. Pero no cabía duda de que era Scile. Siguió andando a buen paso, no excesivamente abatido. Enfiló la peligrosa calle como quien sale a explorar, en esos segundos que vi, antes de que la señal parpadeara, y luego solo se veía la calle, y él ya no estaba.

Durante las semanas de su encarcelamiento, Wyatt, el hombre superfluo de Bremen, había exigido repetidamente hablar con nosotros. Al principio, por un vago sentido del proceder correcto, el comité había accedido. Lo único que había hecho él había sido gritar, amenazarnos y acusarnos, presa del pánico. Dejamos de atender sus llamadas.

Había quienes especulaban con la posibilidad de que hubiera conseguido enviar un mensaje de auxilio a Bremen; aunque así fuera, y aunque estuviera muy bien programado, tardarían meses en recibirlo, y su respuesta también tardaría meses en llegar a través del ínmer. Era demasiado tarde para que nos salvaran, aunque fuera en calidad de amotinados.

La primera vez que MagDa me dijeron que Wyatt exigía volver a vernos no les hice mucho caso. Lo teníamos aislado, por si efectivamente había otros agentes de Bremen en la Ciudad Embajada a quienes Wyatt pudiera transmitir órdenes.

—Se ha enterado de lo de Ra —dijo Mag—. Sabe que ha muerto. —Incomunicado o no, me sorprendió que la noticia hubiera tardado tanto en llegar hasta él—. De hecho, deberías oír esto.

Me mostró las grabaciones de la celda de Wyatt.

«¡Escuchadme! —Escogía las palabras con cuidado, y miraba a la cámara—. Yo puedo parar esto. ¡Escuchadme! ¿Cuánto tiempo lleva muerto Ra, imbéciles? ¿Cómo queréis que os ayude si no me contáis qué está pasando? Traedme a Ez. Si queréis gobernar, podéis gobernar, constituir una república, me da lo mismo, me importa un cuerno. No importa. Haced lo que queráis, pero si queréis que siga existiendo una Ciudad Embajada, sacadme de aquí, por el amor de Dios. Yo puedo atajar esto. Tenéis que dejarme hablar con Ez.»

En otras ocasiones había intentado camelarnos, o se había puesto bravucón, pero aquello era diferente.

Los orados y sus enemigos Ariekene se acercaban constantemente a nuestro perímetro. Al inicio de lo que parecía nuestra última campaña defensiva, MagDa, Bren, los mejores del comité y yo fuimos a ver a Wyatt.

La cárcel de la Ciudad Embajada seguía vigilada por unos pocos guardias que, no solo por sentido del deber sino también por indefensión, no habían abandonado sus puestos. Wyatt se había negado a dar explicaciones hasta que lo condujéramos —bajo vigilancia— ante Ez. Llegamos a la celda del medio Embajador, que llevaba puesto un sucio uniforme de presidiario.

—¿Qué os creíais? —masculló Wyatt. Mientras nos hablaba miraba fijamente a Ez—. ¿Cómo pensabais que funcionaba? —Saludó con la cabeza y añadió—: Hola, Avice.

—Hola, Wyatt.

No entendí por qué se dirigía a mí en particular.

—¿Creíais que dos desconocidos, dos amigos, podían obtener una puntuación tan alta en el Test de Empatía de Stadt por casualidad? Jesucristo Reiniciado, ¿sois idiotas? —Sacudió la cabeza y levantó las manos en un gesto conciliador: no era su intención discutir—. Escuchadme. Esto no pasó por casualidad: esto lo hicieron. ¿Entendido? —Señaló a Ez—. Hacedle un escáner de la cabeza a ese hijoputa.

Lo que insinuaba era que eso que quería explicarnos podía cambiar las cosas, podía proporcionarnos una pizca de esperanza. Si era cierto lo que afirmaba, Ez también debía de saberlo, pero él no había hecho ni dicho nada, había liquidado hasta su propia esperanza.

—Hacedle un escáner —insistió Wyatt—. Ya lo veréis. Lo convirtieron ellos. —Se refería a Bremen—. Estrictamente confidencial —añadió—. Quizá todavía encontréis las órdenes en mi nube de datos, si no la habéis destruido. «Ez.» Agente Joel Rukowsi. Os daré las claves.

Rukowsi había mostrado cierta facilidad, una predisposición a establecer conexiones mentales que para la mayoría de nosotros eran imposibles; pero no era dirigida, sino generalizada. No tenía ningún hermano gemelo, ni amigos íntimos con los que hubiera conseguido un lazo particularmente intuitivo. Como no había palabras para describir con exactitud su talento, lo llamaron empatía. Pero no era que Ez sintiera como se sentían otros: su peculiar aptitud se manifestaba en desagradables juegos de salón.

Había sido interrogador. Un virtuoso que sabía cuándo un sujeto se derrumbaría, por qué información merecía la pena presionar, qué podía prometer; si el sujeto mentía, y cómo conseguir que dejara de mentir.

Lo reclutaron siendo muy joven, y habían afinado sus extrañas habilidades mediante ejercicios, técnicas de concentración y otros métodos más invasivos. Todo eso le había hecho cambiar.

Algunos de nuestro pequeño grupo murmuraban e interrumpían a Wyatt. Chasqueé los dedos para hacerlos callar.

—¿En qué sentido? —pregunté. Le hice señas a Wyatt con la mano: «Sigue»—. ¿En qué lo convirtieron? ¿En telépata?

Ez estaba sentado con la cabeza agachada y no podía oírnos. Me habría gustado que los guardias le pegaran.

—Claro que no —dijo Wyatt—. La telepatía es imposible. Pero con los fármacos adecuados, y con implantes y receptores, puedes situar un cerebro en cierta fase. Con una sensibilidad como la suya… —Puse cara de desprecio, y Wyatt esperó—. Ya sabes a qué me refiero. No hay muchos como él, pero cuando lo encuentras, y lo perfeccionas, y le haces entrenarse con otra persona, y los conectas mediante el hardware adecuado… —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. «Ez» puede ajustar sus ondas cerebrales a las de esa otra persona. —Movió una mano trazando una curva sinusoidal—. Compartir la salida. Tiene que ver con la técnica conexional, pero es mucho más potente, funciona con cabezas que no son en absoluto iguales, siempre y cuando una de ellas sea… sensible, entre comillas.

»Al principio pensaron en cosas completamente diferentes: lectores ocultos de documentos de identidad, medios para burlar los escáneres, mimetización de ondas cerebrales y qué sé yo. Pero entonces les pasó algo. Ya sabes, se supone que en el pasado habían intentado criar a sus propios doppels. En Charo City. Cuando se creó la colonia. —Sacudió la cabeza—. No les salió muy bien. Dicen que invirtieron años en eso, sin oportunidad de oír hablar a los Ariekei y por lo tanto sin poder progresar, sin entender la Ciudad Embajada (en esa época los miabs eran aún menos frecuentes); y que acabaron con… una serie de parejas de personas que en Bremen resultaban disfuncionales. —Hizo un gesto con las manos que representaba la dualidad—. En Bremen y en todas partes. Muy poco fiables.

»Pero entonces apareció Rukowsi, y pensaron que podría ser una forma de resolver un viejo problema.

El misterio de qué era lo que los Anfitriones discernían en la voz de nuestros Embajadores seguía sin resolverse: lo único que Charo City había determinado era que, tras los implantes, augmens, sustancias químicas y cientos de horas de entrenamiento, Joel Rukowsi y su pareja, el lingüista Coley Wren, cuyo nombre en clave era Ra, habían obtenido una puntuación asombrosamente alta en la escala Stadt.

Nadie sabía si a los Ariekei les sonaría a Idioma, pero el test Stadt era lo único que tenían para medirlo, y parecía que los agentes lo habían aprobado. Si no hubiera funcionado, si el experimento hubiera fallado (en el sentido en que quienes lo financiaban creían que podía fallar); si EzRa hubieran hablado y obtenido una educada incomprensión, no se habría perdido nada. Dos agentes de carrera cumplirían un turno de servicio largo y aburrido, hasta que la siguiente nave partiera hacia Bremen. Pero ¿y si tenían éxito?

—No sois idiotas —dijo Wyatt—. ¿Por qué ibais a pensar que nosotros sí lo somos? ¿Acaso creéis que nos han pasado desapercibidas todas vuestras provocaciones, falsas reuniones, agendas secretas, desobediencias, trampas con los impuestos? ¿Creéis que no sabemos que falsificáis los biodispositivos, que os quedáis los mejores, o que os las ingeniáis para que solo los moradores de la Ciudad Embajada puedan hacerlos funcionar? ¿Creéis que todo eso ha pasado inadvertido? Por el amor de Dios, hace cientos de miles de horas que sabemos que estáis preparando el terreno para la independencia.

Poco tiempo atrás, el silencio que se produjo cuando dijo eso habría significado una declaración de guerra. Sin embargo, en esas nuevas circunstancias era solo silencio. No interpretamos las palabras de Wyatt como una revelación, sino como una grosería. Wyatt se frotó los ojos.

—Solo es historia —dijo—. Adolescencia. Lo hacen todas las colonias. Sois más previsibles que un puto reloj. Éste es mi quinto destino. Antes he estado en Chao Polis, Dracosi, Berit Blue. ¿Os sugieren algo esos nombres? Dios, ¿es que no sabéis leer? ¿No descargáis los archivos que traen los miabs? Soy un especialista. Me envían a los puestos de avanzada que buscan pelea.

—Sofocas las secesiones —dijo Bren.

—No, por Dios —dijo Wyatt—. Aquí quizá seas un anciano misterioso, pero yo vengo del exterior, y no puedes ocultarme tu ignorancia. Berit Blue se separó, con solo una brevísima guerra. —Acercó el pulgar y el índice de una mano para indicar lo pequeño que había sido aquel conflicto—. La independencia de Dracosi fue totalmente pacífica. Chao Polis está a punto de llegar a un acuerdo de autonomía regional con nosotros. ¿Nos tomas por imbéciles, Bren? Esas colonias son libres… y son nuestras.

Dejó que asimiláramos sus palabras.

—Pero hay excepciones. Vosotros estáis demasiado lejos de Bremen, es demasiado difícil llegar hasta aquí, y eso dificulta mucho la gestión de la colonia. Y no estáis preparados. No pensabais conseguir la independencia pronto. La culpa la tiene el Idioma: eso ha sido lo que os ha confundido. Creéis que sois la aristocracia. Creíais, debería decir. Y que esta colonia era vuestro estado. Y teníais cierta razón: a diferencia de las otras aristocracias que conozco, sois verdaderamente indispensables. Erais. Y lleváis una eternidad escogiendo a vuestros sucesores. Felicidades: inventasteis el poder hereditario.

»Pero todos vosotros, cada Embajador y cada visir, cada miembro del Cuerpo de la Ciudad Embajada, es un empleado de Bremen. “Embajadores”: ¿no lo entendéis? ¿A quién creéis que representáis? Nosotros podemos contratar y despedir. Y podemos sustituir.

EzRa habían sido un experimento. Una operación para despojar a nuestros Embajadores de poder y perjudicar el autogobierno. Su éxito lo habría cambiado todo. En el espacio de dos o tres relevos, el sistema social de este puesto de avanzada habría sido derrocado. Si nuestros Embajadores no eran los únicos capaces de hablar Idioma, Bremen podría destinar a burócratas, diplomáticos de carrera y partidarios del régimen a la Ciudad Embajada; al cabo de unos pocos años locales dependeríamos de Bremen para sobrevivir. Nuestros Embajadores morirían poco a poco, mitad a mitad, doppel a doppel, y lloraríamos su muerte pero no los sustituiríamos. El vivero cerraría. La enfermería se vaciaría a medida que murieran los fallidos, y no habría otros con quienes reemplazarlos.

Habría constituido una reafirmación del control de Bremen incruenta, elegante y progresiva. ¿Cómo íbamos a pedir la independencia si nuestro contacto con los Anfitriones que nos mantenían dependía de los funcionarios de Bremen? Lo único que tenía la Ciudad Embajada era el monopolio del Idioma, y por medio de EzRa, Bremen había intentado acabar con eso.

Un error que podía destruir todo un mundo. Y no un error estúpido, sino sencillamente muy mala suerte. Una anomalía de la psique y la fonética. Era lógico que lo hubieran intentado. Habría sido una elegante maniobra imperial. Contrarrevolución a través de la pedagogía del lenguaje y la burocracia.

—«El biotrucaje… está muy bien» —dijeron MagDa—. «Es valiosísimo.» «Y los minerales y las materias primas que se obtienen aquí también son muy útiles. Y algunas cosas más.» «Pero…» «Venga ya.» «Todo esto, ¿por qué?»

Somos un lugar atrasado, estaban diciendo. No había falso orgullo ni negación. La mayoría de nosotros nos habíamos preguntado alguna vez por qué no dejaban morir la Ciudad Embajada.

—Creía que algunos de vosotros lo entenderíais —dijo Wyatt—. Que os daríais cuenta de qué es lo que está pasando.

Me miró directamente a mí.

Me levanté y me crucé de brazos. Miré a Wyatt, que seguía sentado. Todos los demás me miraron. Al final dije:

—Ínmer.

Había estado en ciudades excavadas en rocas y en un planeta con un tendido de ciudades lineales que formaban una red afiligranada; en países desérticos con una atmósfera irrespirable; en puertos y otros lugares sobre los que no podía decir nada. Algunos eran independientes. Muchos pertenecían, libres o no, a Bremen.

—Ninguna metrópoli deja que sus colonias se derrumben —dije. Era una frase que todos habíamos oído alguna vez—. Nunca.

Por mucho que el coste del transporte superara los precios de las baratijas y la tecnología que devolvíamos, nunca se desentenderían de la Ciudad Embajada mientras siguiera siendo suya.

Mis compañeros asentían con la cabeza. Wyatt no.

—Dios, Avice —dijo—. Cómo hablas. «Es uno de los cimientos de nuestro gobierno…» —Había un extraño regocijo en él, una disidencia de funcionario; estaba desmintiendo lo que él mismo había afirmado infinidad de veces—. ¿Sabes cuántas colonias se han abandonado? Tú has visto los mapas, esos símbolos, las lápidas en el ínmer.

Sabía historias de planetas tachonados de ruinas humanas y humanas/exot donde los rascacielos se hundían en el barro alienígena. Paisajes desiertos por acuerdo, por fracaso y, en un par de casos, por razones misteriosas. Era uno de los clichés de los inmersores. Sentí que toda esa arquitectura vacía me reprochaba que, aun sabiéndolo, siguiera repitiendo la postura oficial de mis gobernantes.

—Si fuera por el interés de Bremen —continuó Wyatt—, os dejaríamos marchar, y me enviarían a mí para supervisar el proceso. No hemos hecho todo este esfuerzo porque «no renunciamos a ninguna colonia».

Se quedó mirándome otra vez, expectante. «Inténtalo otra vez.»

Pensé en los mapas. Miré hacia arriba, como si pudiera ver el Naufragio a través del techo. Yo sabía más sobre el ínmer que ninguno de los que estaban allí, incluido Wyatt. Recordé conversaciones, el tímido entusiasmo de un timonel que ignoraba estar insinuando secretos.

—Estamos en el borde —dije a mis colegas—. Del ínmer. Están explorando. La Ciudad Embajada iba a ser un apeadero.

—El biotrucaje y todo eso… —dijo Wyatt—. Está muy bien. —Encogió los hombros—. Es interesante y útil. Pero Avice Benner Cho tiene razón. Habéis recibido más atención de la que merece un sitio tan pequeño como éste.

Nadie miró a Mag ni a Da. Ahora todos sabíamos lo que varios de nosotros ya habíamos sospechado: que Ra, su amante, había sido un espía, que las había traicionado a ellas y a nosotros. No me sorprendía que Ra hubiera tenido un programa, pero me impresionó que fuera algo tan desfavorable para la Ciudad Embajada. Y que Ra, en esos momentos de crisis en que todo había cambiado, hubiera guardado silencio. Sin embargo, no sabía qué sabían MagDa.

Echaba de menos el ínmer. Cómo su masa y sus corrientes fluían junto a naves que iban camino de zonas inconcebiblemente alejadas del universo cotidiano, inmersas en ese no-lugar infinitamente más antiguo. Imaginaba que era una exploradora a bordo de aquellas naves pioneras construidas para soportar las condiciones más duras, zarandeadas por corrientes al atravesar zonas peligrosas o bancos de tiburones de inmermateria, repeliendo ataques aleatorios y deliberados. Yo no creía en la nobleza del explorador, pero la idea, el proyecto, me atraía enormemente.

—Tendrían que construir estaciones de combustible —dije—. Y no es fácil emerger: tendrían que colocar más indicadores. —Boyas que sobresaldrían, mitad en el ínmer, mitad en el vacío cotidiano, con luces e inmeranálogos de luces para guiar a los viajeros. Por la noche, en el cielo de la Ciudad Embajada no solo habría relucido el Naufragio. Habría estado salpicado de luces de colores. Y mientras las naves repostaran carburante, provisiones, sustancias químicas para los sistemas de soporte vital, y cargaran los programas y las inmeraplicaciones más nuevos, la Ciudad Embajada sería donde esperarían y se distraerían las tripulaciones—. Quieren convertirnos en un puerto —dije.

—El último puerto antes de la oscuridad —confirmó Wyatt.

La Ciudad Embajada podía acabar siendo una extensión de varios kilómetros llena de burdeles donde los viajeros satisfarían su necesidad de alcohol y otros vicios. Había visto muchos sitios así en el exterior. Quizá tuviéramos nuestros propios niños de la calle, que recogerían comida y harían mutar la basura de los vertederos. No sería inevitable: existen formas de proveer de servicios portuarios sin que desaparezca todo civismo. Yo conocía ciudades-escala más saludables. Pero habría sido una lucha.

A Bremen podía haberle parecido deseable controlar una fuente de bonita tecnología semiviva, de curiosidades, de metales preciosos con configuraciones moleculares casi únicas. Pero controlar el último puesto de avanzada, el centro de operaciones de una frontera en expansión, no era negociable.

—¿Qué hay allí fuera? —dije.

Wyatt sacudió la cabeza.

—No lo sé. Tú deberías saberlo mejor que yo, inmersora, y no tienes ni idea. Pero hay algo. Siempre hay algo. —Siempre había algo en el ínmer—. ¿Qué hace allí ese faro? —añadió—. No pones un faro en un sitio adonde no piensa ir nadie. Lo pones en algún sitio peligroso adonde tienen que ir. Hay motivos para ser precavido en este cuadrante, pero hay motivos para venir, para pasar por aquí, camino de algún otro lugar.

—«Vendrán» —dijeron MagDa—. «De Bremen.» «Para ver cómo les va.» «A Ez y Ra, me refiero. Para comprobarlo.» —Se miraron—. «Quizá no tengamos que esperar tanto.» «Como creíamos.»

—Ahora, más de cinco malditos días ya es demasiado —dijo alguien—. Estamos al límite.

—Sí, pero…

—¿Y si…?

Wyatt era un hombre inteligente que había jugado mal sus cartas y que intentaba salvar algo: su vida, al menos. Nos lo había contado todo, y no por desesperación, como podría parecer, sino por afán especulador, por estrategia. Miramos el cristal que nos separaba de Ez. Ez alzó la mirada hacia nosotros, hacia todos nosotros, como si supiera que estábamos observándolo.