La vivisección del adicto en la enfermería no reveló nada.
A los pocos días, la Ciudad Embajada ya sabía que el comité había intentado evitar lo que se avecinaba creando un nuevo EzRa, y que había fracasado. Se supo porque todo acaba sabiéndose. Las historias y los secretos pelean, ganan las historias, liberan nuevos secretos, contra los que luchan nuevas historias, y así sucesivamente.
Mag y Da nos llevaron a la guerra. Demasiado tarde, los que todavía no estábamos completamente desesperados levantamos barricadas. Habíamos renunciado a los límites de la Ciudad Embajada. Vaciamos las casas abandonadas del perímetro exterior, lo rompimos todo y lo tiramos a la calle. Las excavadoras abrieron trincheras, amontonaron los escombros de nuestras calles, junto con la tierra Ariekene que habían extraído, y construyeron muros de contención. Los endurecimos con plastone y cemento, y apostamos tiradores para proteger los restos de nuestra ciudad, incrustada en la urbe, de los Ariekei adictos.
Los edificios se convirtieron en torres de combate. Siempre habíamos tenido algunas armas, a las que añadimos las del arsenal de Bremen, y los ingenieros y los mecánicos fabricaron una artillería nueva. Revisamos toda nuestra tecnología buscando componentes biotrucados, y los destruíamos si detectábamos la más leve adicción. Quemamos las máquinas contaminadas, que chillaban en autos de fe de tecnología herética.
Sabíamos que todo eso sucedía demasiado tarde. El Embajador EdGar se ahorcaron. EdGar habían sido miembros del comité, y su suicidio nos conmocionó. Los Embajadores fueron los suicidas pioneros, y otros moradores de la Ciudad Embajada los imitaron.
Hombres y mujeres se congregaban junto a las barreras de nuestras fronteras, provistos de aeolis, empuñando puñales, garrotes y pistolas que ellos mismos habían fabricado o criado. Traspasaban nuestras fortificaciones y se adentraban en un territorio donde hasta hacía muy poco había habido calles y que ahora solo eran tierras baldías. Se alejaban de nosotros y se metían por calles laterales, blandiendo las armas, en maniobras copiadas de las incursiones de nuestros policías, y de los dramas policiales ambientados en Charo City que nos traían los miabs. A veces, en los límites de nuestro campo de visión, los Ariekei estaban esperándolos junto a edificios autóctonos enfermos.
No intentábamos detener a esos exploradores pese a saber que no regresarían. Dudo que ellos creyeran que iban a librarse del destino de la Ciudad Embajada entrando en aquella atmósfera nociva, en una urbe exot echada a perder. Creo que lo único que querían era hacer algo. Los llamábamos «los morituri». Después de que se marcharan los primeros, empezaron a venir grupos de gente que los despedían con vítores y aplausos.
Los Ariekei se habían vuelto espeluznantes. Estaban todos enfermos, y hambrientos. Tenían el cuerpo delgado, o extrañamente hinchado por efecto de los gases del hambre; sus ojos eran de colores insólitos; daban sacudidas, o arrastraban extremidades que no les obedecían. Los abanicos les temblaban. Algunos seguían intentando colaborar con nosotros, luchaban contra su adicción. Se agrupaban en la base de las barreras, sin intentar abrir brechas en ellas, para demostrar sus buenas intenciones. Nos llamaban. Íbamos a buscar a MagDa o RanDolph o algún otro Embajador del comité, e intentaban parlamentar.
A veces los Anfitriones nos dejaban energía, combustible, biodispositivos que milagrosamente no se habían contaminado. Nosotros les dábamos los alimentos o las medicinas que ellos ya no podían conseguir. Les prometíamos la voz de EzRa, que era lo único por lo que suplicaban. No sé cómo se imaginaban que funcionaban las mentiras, qué valor daban a nuestras promesas, pero no mostraban desconfianza. Esperaban, vencidos. Muchas veces solo se dispersaban cuando los obligaban sus hermanos menos controlados.
Los orados más desesperados, incapaces de planear nada, se lanzaban a toda velocidad contra las barricadas, trepaban por ellas ayudándose con las utensilias y gritando en Idioma. Los repelíamos. Si era necesario, los matábamos. Vi a Ariekei que habían recibido disparos, destrozados por explosivos, quemados por el esputo cáustico de los biodispositivos, apuñalados. Cuando alguien mataba a su primer Ariekes, se rompía toda una vida de respeto condicionado, y casi siempre lloraba. La segunda vez ya no.
Los animales se infiltraban en las calles que habíamos perdido. Tejones modificados, zorros y monos avanzaban con curiosidad siguiendo las roderas. Los truncadores trepaban por los caños de desagüe e intentaban abrir las ventanas. De vez en cuando, algún vigilante depresivo le disparaba a uno, y las bestias se dispersaban, pero rápidamente se extendió la superstición de que matar un animal Terre traía mala suerte. En cambio, se convirtió en deporte eliminar animales Ariekene, que también venían, sacudiéndose y tambaleándose con extraños andares. Nadie sabía muy bien si los truncs, que no eran ni Terres ni autóctonos, eran objetivos o no, así que los dejaban en paz.
Evitábamos pensar en nuestras escasas reservas de alimentos, energía y materiales. Surgían leyendas que crecían con nuestros muros de basura, sobre últimos bastiones y resistencia, sobre avalanchas de hordas. Eso ayudaba. Por la noche, la gente se reunía en los pocos barrios que nos quedaban. Me sorprendía ver qué era lo que nos consolaba. Los artistas sondeaban nuestros archivos, pura arqueología digital, que se remontaban millones de horas hasta la era antediáspora. Subían viejas y corroídas ficciones a las pantallas.
—Éstas son georgianas o romanas, creo —me dijo un organizador—. Pero hablan Anglo antiguo.
Hombres y mujeres sin color, en torpe simbolismo, se atrincheraban en una casa y luchaban contra unos personajes gravemente enfermos. Volvía el color, y los protagonistas se hallaban en un edificio lleno de productos, y unos enemigos aún más enfermos que antes iban por ellos, implacables. Nos sentíamos identificados con aquella historia, por supuesto.
Sabíamos que los Ariekei vencerían nuestras defensas. Entraban en las casas que bordeaban nuestra zona, encontraban el camino hasta puertas traseras y laterales, ventanales, orificios. Algunos salían a la calle por la puerta principal y destrozaban cuanto encontraban a su paso. Los que conservaban algo de memoria intentaban llegar a la Embajada. Venían por la noche. Parecían monstruos en la oscuridad, personajes salidos de cuentos infantiles.
Existían otros peligros: los bandidos humanos, por ejemplo. Circulaba el rumor de que un grupo de criminales incluía a Kedis y Shur’asi, además de Terres. No teníamos pruebas. Aun así, cuando encontraron a un Shur’asi muerto junto a nuestra barricada principal, sin ninguna duda a manos de humanos, la excusa que nadie se atrevía a formular en voz alta era que formaba parte de aquella banda de predadores. Los Shur’asi solo morían por accidente o por un acto de violencia, y para esa raza, la muerte —la muerte de cualquier Shur’asi— era una abominación tan colosal como la Caída.
No a todos los Ariekei que retirábamos los habíamos matado nosotros, ni habían sido víctimas de la brutalidad indiscriminada de otros Anfitriones enfermos. Algunos habían perecido como consecuencia de lo que parecía un salvajismo alienígena más deliberado.
—Son esos que vimos —me dijo Bren—. Los que no tienen abanico. Nos preocupan los adictos, pero también tenemos que pensar en ésos.
—¿Dónde están YlSib? —pregunté.
—Mira, no son unas lunáticas. Existen formas de estar en la urbe. Yl, Sib… y otros. Ya sabes que no todos los Embajadores cuajan.
—Hay que cerrar ese sitio, Bren. Por el amor de Dios. Esa gente no puede estar así.
—Ya lo sé.
Pasé la noche con él, por segunda vez. Hablamos aún menos que la primera vez, pero no importaba.
—¿Crees que existen idiomas para tres voces? —le pregunté.
—El exterior es inmenso —me contestó—. Seguro que sí. Y para cuatro, y cinco.
—Y sitios donde los exots hablan Anglo de formas que trastornan la mente humana.
Nos quedamos de pie, desnudos, junto a su ventana —él con un brazo sobre mis hombros y yo con uno alrededor de su cintura—, escuchando disparos, gritos, estruendos.
A primera hora de la mañana Bren recibió una llamada. No quiso decirme de quién, y eso me enojó. Salimos a toda prisa y fuimos hasta la frontera. Se acercaba una marea de Ariekei. Arremetieron contra las barricadas, una invasión organizada con las últimas boqueadas de conciencia. Insisto en que quiero oír la voz de EzRa, por favor, gritaban los Ariekei, decididos a matarnos. ¿Hay alguna posibilidad de que oigamos hablar a EzRa?
Los guardias pedían refuerzos. Vinieron MagDa, nuestros camaradas y el Cuerpo. Repelimos a los Anfitriones con zoopistolas criadas a toda prisa, sin orejas, con balas fabricadas con máquinas, lanzando garrotes y disparando pernos hechos con barras de sujeción de alfombras con ballestas de polímero. Los Ariekei explotaban sin parar de gritar sus educadas peticiones, Os lo pedimos sinceramente. Los zelles trepaban por nuestras barreras y también los matábamos. Los Kedis nos apoyaban. Los Shur’asi tendían cables electrificados. Vi a Simmon disparando expertamente con lo que hasta entonces había sido su brazo secundario.
De haber estado mínimamente organizados, los Ariekei nos habrían vencido, pero no tenían su droga y eso mermaba su eficacia. Tenían que trepar por montículos de cadáveres de sus semejantes. Llegaron los carroñeros, los anticuerpos asilvestrados de los edificios. Nuestros pájaros paladeaban el aire por encima de aquella carnicería y se alejaban de nuevo. Me lloraban los ojos por el olor acre de las tripas Ariekene. Detectamos un alboroto en las calles laterales. Estaban atacando a los Anfitriones. Grité para avisar a Bren. Era una masa de aquellos otros Ariekei, los automutilados. Habían venido escondidos entre los otros, una quinta columna. Bren los contemplaba con gesto inexpresivo, mientras el resto de nosotros veíamos, boquiabiertos, la brutalidad con que dispersaban a nuestros atacantes yonquis.
—Bren ha sido el primero en llegar aquí —me dijo Da en voz baja. Miró a Mag, que hablaba con él—. Contigo. Él sabía que iba a pasar esto, ¿verdad? ¿Cómo?
—Conoce a gente —dije negando con la cabeza.
—¿Tú también?
No pensaba mencionar a YlSib. Da no era idiota: no me habría sorprendido que lo supiera todo, incluidos nombres relevantes.
—No digas tonterías —dije.
—¿Qué sabes, Avice?
No contesté, pero la miré a los ojos para no parecer avergonzada ni asustada; de modo que si ella sabía que me estaba callando algo, sabía que lo hacía porque intentaba mostrar respeto hacia algo. Entonces me llamaron por el buzzer, desde un código que no reconocí; solo recibía sonido, sin trid ni bid. La voz sonaba tan amortiguada que apenas se distinguía.
—Repítelo —grité—. ¿Quién eres? Repítelo.
Lo repitió, y esa vez sí lo oí. Contuve la respiración y confié en estar equivocada; activé el altavoz para que Mag y Da y Bren pudieran oírlo. Pero no me equivocaba. Volvieron a oírse las palabras, mucho más claras:
—CalVin han muerto.
Lo único que encontramos en sus habitaciones fueron restos de alcohol y sexo. CalVin no contestaban las llamadas. Fuimos a salas de fiestas que sabíamos que habían frecuentado, donde lamenté comprobar que unos pocos enloquecidos seguían intentando olvidar que se aproximaba el fin del mundo. En una nos dijeron que CalVin llevaban días sin aparecer por allí, y que la última vez los acompañaba un hombre carente de interés.
Buscamos en otros bares y tampoco encontramos nada. De pronto supe quién había acompañado a CalVin. Fuimos hasta el edificio donde estaba mi piso, donde había vivido con Scile, y al que, ahora que yo me había marchado, él había vuelto. Mi llave todavía abría la cerradura. Había cosas de Scile por todas partes, se había apoderado del piso, pero no se encontraba allí en ese momento. Me había dejado una nota encima de la que había sido nuestra cama. Ya la habían abierto. La desdoblé lo suficiente para leer la primera línea, «Te escribo para despedirme», y paré.
CalVin estaban en otra habitación. El mensaje era erróneo: CalVin no estaban muertos. Vin sí. Se había ahorcado. Cal lo veía oscilar con la precisión de un péndulo. Vi otra nota, sobre otro colchón.
Cal me miró. Solo Dios sabe qué distinguió en mi cara en ese momento.
—No noté nada —dijo—. No me enteré. Yo… —Se tocó el cuello, el conector—. Esto estaba… pero volvimos a encenderlo. Debí saberlo. No me enteré. ¿Cómo puede ser… que no me enterara?
Parecía destrozado por el dolor.
—¿Cómo? —gritó—. ¿Quién es ése?
Alzó las manos hacia su doppel muerto, su hermano, muerto imposiblemente solo.