15

En el exterior había aprendido que nuestra Embajada no era un edificio inmenso. En muchos países de otros planetas los había visto más grandes: más altos, asistidos por grúas gravitatorias; más desparramados. Pero era bastante grande, sí. Por eso no me sorprendió mucho descubrir que había pasillos enteros, pisos enteros de diseño enrevesado donde no solo no había estado nunca, sino que jamás había sospechado que existieran.

—«Ya sabéis qué tenéis que hacer» —nos habían dicho YlSib—. «Necesitáis un sustituto.» «Abrid la puñetera enfermería.»

Ésa era la base del proyecto de YlSib, el plan que Bren transmitió al comité de MagDa como si lo hubiera ideado él. Yo no tenía claro por qué me había presentado a YlSib, pero no se equivocaba al confiar en mí. Cerca del tejado de la Embajada, en una sección de habitaciones y salas recónditas, había una zona de acceso restringido. Seguí a quienes conocían el camino.

A los Embajadores y miembros del Cuerpo del comité les horrorizó la propuesta de Bren. Él insistió, haciendo referencias incomprensibles para quienes no conocían la enfermería que había mencionado. Fingí ser uno de ellos.

—Quizá haya allí otros a los que podríamos utilizar —especuló Bren.

—Y ¿cómo vamos a saberlo? —preguntó Da.

—Bien, eso va a ser una dificultad —admitió—. Vamos a tener que examinarlos.

A pocas calles de allí, la anarquía de los Ariekei desesperados empeoraba, y nuestras casas seguían cayendo. Los moradores de la Ciudad Embajada menos sensatos, los que permanecían cerca de la urbe, tropezaban con aquellas cosas voraces al doblar las esquinas, y estas corrían hacia ellos y les suplicaban en Idioma que hablaran, que sonaran como sonaban EzRa. Como no lo hacían, los Ariekei los agarraban y los abrían. Quizá en un ataque de furia, quizá con la esperanza de que el sonido que anhelaban saliera por los agujeros que les habían hecho.

Yo no daba crédito a lo que estábamos planeando. Habíamos entrado en la urbe a pie, formando un pelotón de secuestro. El humo y los pájaros describían círculos sobre nosotros. La micropolítica lo era todo en la Ciudad Embajada en esa época, grupos de hombres y mujeres que imponían su voluntad en territorios de dos o tres calles, armados con llaves inglesas, pistolas o bestias-pistola rudimentariamente mecanizadas a las que no deberían haber recurrido, que les apretaban demasiado y les lastimaban las manos con que las sujetaban.

—¿Dónde están EzRa, capullos? —gritaban al vernos—. Vais a arreglarlo todo, ¿verdad?

Algunas de esas pandillas nos amenazaban con atacar a los Anfitriones. Si lo hacían, quizá abatieran a uno o dos de los más débiles, pero contra aquellos automutilados tan agresivos no tenían ninguna posibilidad.

En el cerco de la Ciudad Embajada habíamos perdido; los fitoentes que habían seguido a los Ariekei hasta allí ya formaban una costra deshilachada que recubría lo que, hasta hacía poco tiempo, había sido nuestra arquitectura, y el aire estaba contaminado por sus emanaciones.

Empuñábamos nuestras armas. Los Ariekei nos vieron, y entonces fueron ellos quienes gritaron, se nos acercaron, huyeron. EzRa, EzRa, la voz, ¿dónde está la voz?

—No matéis a menos que sea imprescindible —dijo Da.

Encontramos a un Ariekes que iba solo; giraba sobre sí mismo, suspirando por oír una palabra.

Ven con nosotros, dijeron MagDa.

EzRa, dijo el Ariekes.

Ven con nosotros, insistieron MagDa, y oirás a EzRa.

Pedimos un córvido. Era antiguo, de metal, silicona y polímeros: totalmente terretecno. Evitábamos utilizar nuestras máquinas más sofisticadas, pues combinaban nuestra tecnología y la biomecánica local, y a medida que se extendía la adicción podían contagiarse. Temíamos que derramaran chorros de necesidad si volábamos en ellas, que la lanzaran en los gases de escape, que la emitieran en el tono de su zumbido.

El Ariekes que vino con nosotros se llamaba shoashto-tuan. Estaba aturdido y abrumado por la necesidad de la voz de la droga-dios. Físicamente también estaba muy deteriorado, aunque no parecía que se diera cuenta. Le dimos de comer. Nos siguió porque le prometimos la voz de EzRa. Nos lo llevamos a la enfermería. Yo no era la única ex plebeya del comité que no sabía que existía aquella ala. Tras recorrer una serie de pasillos y escaleras de complicado trazado llegamos ante una puerta maciza custodiada por un centinela. Me sorprendió que hubiera un vigilante allí, cuando fuera se necesitaba a todos los agentes disponibles.

—He recibido su mensaje, Embajadora —les dijo el vigilante a MagDa—. Todavía no sé si puedo… si…

Miró al atemorizado Ariekes que iba con nosotros.

—«Estamos bajo ley marcial, agente» —dijeron MagDa—. «Supongo que no pensará…» «… que continúan vigentes las leyes antiguas.» «Déjenos pasar.»

Dentro, el personal uniformado nos recibió y nos trató cordialmente. Su ansiedad era palpable, pero más contenida que la nuestra. En aquellas salas secretas reinaba una falsa apariencia de normalidad: era el único sitio que veía desde hacía semanas donde la crisis no había alterado por completo la rutina.

Los cuidadores entraban y salían de las habitaciones con fármacos y gráficas. Tuve la impresión de que aquel personal continuaría con sus actividades cotidianas hasta que los adictos irrumpieran allí y los mataran. Supongo que había otras instituciones en la Ciudad Embajada donde se mantenía la dinámica de lo cotidiano: algunos hospitales, algunas escuelas, quizá casas donde los ciclopadres querían muchísimo a los niños. Siempre que una sociedad muere debe de haber héroes cuya forma de combatir consista en no cambiar.

La enfermería era enfermería, asilo y cárcel para los Embajadores fracasados.

—¿Qué se creían? ¿Que todas las veces que intentaran convertir a dos personas en una lo conseguirían? —me susurró Bren con desdén.

Los Embajadores se criaban por tandas; de ahí que fuéramos pasando ante habitaciones de hombres y mujeres de la misma generación. Primero recorrimos el pasillo de los de edad madura, donde estaban las celdas de los fracasados de más de media megahora de edad; tenían la vista clavada en las cámaras y en el cristal opaco que les impedía vernos. Vi a doppels en cámaras separadas, supongo que desconectados, o conectados lo bastante holgadamente para que la pared que los aislaba no les causara malestar. Fui asomándome a una habitación tras otra y una y otra vez vi dos caras repetidas, repetidas, repetidas.

Había celdas vacías, sobrias y sin ventanas; otras eran opulentas y tenían cortinas en las ventanas con vistas a la Ciudad Embajada y la urbe. Había internos con la movilidad limitada mediante dispositivos electrónicos; algunos, atados con correas. La mayoría de los «pacientes», como los llamó uno de los médicos que nos guiaban, no decían nada, pero una mujer atada con correas se puso a gritarnos ingeniosos insultos. Ignoro cómo supo que pasábamos al otro lado del cristal opaco. Vimos que movía los labios, y el médico pulsó un botón para permitirnos oírla unos segundos. Me molestó mucho que lo hiciera.

Estaba todo muy limpio. Había flores. Siempre que era posible, en las habitaciones dobles estaba escrito el nombre de sus ocupantes, con el título honorífico: «Embajador HerOt», «Embajador JusTin», «Embajador DagNey».

Algunos nunca habían tenido la empatía necesaria, sencillamente, para fingir que compartían una mente, y pese al entrenamiento, los fármacos, el conector y las coacciones no eran más que dos personas que parecían iguales. Muchos padecían diferentes grados de locura. Aunque tuvieran facilidad con el Idioma, algunos habían quedado mentalmente inestables, resentidos, melancólicos; eran peligrosos. Otros habían enloquecido por completo a causa de la hendidura. No habían podido sobrevivir a la muerte de su doppel, a diferencia de Bren. Eran medias personas destrozadas.

Había gran diversidad de fracasados, mucha más que de Embajadores. Me horrorizó su cantidad. «No lo sabía», me dije. Éramos demasiado civilizados para destruirlos: de ahí que existiera aquella cárcel tan correcta donde aguardaban la muerte. Yo sabía suficiente historia Terre para suponer que algunos de aquellos seres fallidos eran consecuencia de rechazos políticos. Iba leyendo todas las placas que veía al pasar, y me di cuenta de que buscaba nombres que me sonaran, como DalTon; nombres de disidentes de quienes solo los malos ciudadanos como yo hablábamos. No encontré ninguno.

Pasamos por una sección enorme donde hombres y mujeres mayores que mis ciclopadres aullaban como animales mientras otros hablaban con extrema cortesía por los intercomunicadores con sus cuidadores, o con nadie.

—Dios —dije—. Cristo Farotekton.

shoashto-tuan, afectado por el síndrome de abstinencia, defecó sin pensar. Me di cuenta de lo que había hecho y dije algo, abochornada: aquello era tan tabú para los Anfitriones como para nosotros.

Creo que los médicos nos llevaron deliberadamente por el camino más largo hasta nuestro destino, una habitación donde podríamos celebrar nuestras audiciones; de ese modo tuvimos ocasión de asomarnos como voyeurs a todas las celdas. Vimos paredes pintadas de colores más vivos, con pantallas cargadas con material lúdico, y la estética era tan incongruente que tardé unos segundos en comprender: allí era adonde llevaban a los jóvenes Embajadores; algunos solo tenían cincuenta kilohoras. No miré por las ventanas de esas puertas, y me alegro de no haber visto a aquellos niños superfluos.

Pasamos a una habitación amplia y pedimos a shoashto-tuan que prestara atención. Los médicos nos trajeron, uno a uno, a los que consideraban los candidatos con más posibilidades. Todos iban custodiados.

Los que nunca habían llegado a dominar el Idioma no nos servían, ni los más inestables. Pero había parejas que llevaban allí toda la vida, a las que habían encarcelado únicamente porque cuando hablaban Idioma faltaba algo, un componente que no podíamos detectar. Muchos conservaban un grado sorprendente de cordura. A esos era a los que probábamos.

Un dúo de avanzada edad se plantó ante nosotros, dos hombres sin la típica arrogancia de los Embajadores. Se diría, más bien, que no estaban a la altura de la cortesía que les prodigábamos. Se llamaban XerXes. El Ariekes los dejó embelesados: llevaban años sin ver a un Anfitrión.

—Antes podían hablar Idioma —nos explicó un médico—, y de pronto ya no podían. No sabemos por qué.

XerXes se mostraba educado e indiferente.

—¿Se acuerdan del Idioma, Embajador XerXes? —preguntó Da.

—«¡Qué pregunta!» «¡Qué pregunta!» —repusieron XerXes—. «Somos un Embajador.» «Somos un Embajador.»

—¿Podrían saludar a nuestro invitado?

Miraron por la ventana. Había sectores de la urbe lánguidos y descoloridos por efecto del síndrome de abstinencia, infestados de quistes.

—«¿Saludarlos?» —dijeron XerXes—. «¿Saludarlos?»

Mascullaron algo. Se prepararon, extensamente, susurrando y asintiendo con la cabeza. Nos impacientamos. Hablaron. Palabras sencillas, que hasta yo conocía.

suhail kai shushura suhail —dijeron. Es un placer saludarlo y tenerlo aquí.

El Ariekes levantó su coral-ojo. Pensé, porque era lo que quería pensar, que aquel se parecía al movimiento que hacían los Ariekei cuando oían hablar a EzRa. shoashto-tuan recorrió la sala con la mirada, lentamente.

Resultó que solo miraba porque había oído un sonido nuevo. Habría reaccionado igual si yo hubiera tirado un vaso al suelo. Perdió el interés. XerXes volvieron a hablar, dijeron algo así como ¿Quiere hablar conmigo? El Ariekes lo ignoró, y XerXes volvieron a intentarlo, pero su voz se derrumbó, distorsionada; el Corte y el Giro pronunciaban cada uno la mitad de una súplica diferente. No era nada agradable.

No digo que aquello no fuera Idioma. Creo que había algo, un residuo, en lo que oyó el Ariekes. He vuelto a reflexionar sobre lo que vi, sobre cómo se movió, y creo que no era exactamente como lo habría hecho si hubiera oído cualquier otro sonido. No funcionaba, no era suficiente, pero creo que XerXes y no sé cuántos más conservaban el fantasma del Idioma.

Devolvieron al Embajador XerXes a sus habitaciones. Se marcharon obedientemente. Uno nos miró como pidiéndonos disculpas mientras volvía arrastrando los pies a su celda.

Otros: primero los de más edad; luego los más jóvenes; y por último, terrible, dos parejas de adolescentes deseosos de complacernos. Algunos iban corregidos y llevaban la misma ropa; otros no. Una pareja de mi edad, FeyRis, adoptaron una actitud fría y desafiante, pero intentaron por todos los medios hablar Idioma cuando se lo pedimos. shoashto-tuan los miró fijamente y reconoció algo, pero no fue suficiente. FeyRis fueron los primeros candidatos que nos insultaron cuando se los llevaron a rastras.

Miré a MagDa. Me caían bien, las admiraba. Ellas estaban al corriente de lo que pasaba allí dentro.

Examinamos a diecisiete Embajadores. Doce de ellos me pareció que hablaban Idioma. Nueve provocaron alguna reacción en el Ariekes. Tres veces me pregunté si habríamos encontrado lo que YlSib esperaban que encontráramos, lo que estábamos buscando, para reemplazar a EzRa y mantener viva la Ciudad Embajada. Pero eso que tenían los candidatos no era suficiente.

Si el Idioma de EzRa era una droga, pensé, quizá el de algún otro Embajador, algún día, fuera un veneno. Le pusimos a shoashto-tuan uno de los últimos chips de audio. Le dio un bajón y se estremeció mientras escuchaba las divagaciones de EzRa sobre el árbol más alto al que Ez había trepado jamás. En la enfermería no encontraríamos nada que pudiera ayudarnos.

—Eso no se puede replicar —opinó una doctora—. Ésos… —Señaló a los fracasados encarcelados en las celdas—. Tienen imperfecciones. Lo que tenían EzRa no era eso. Dos personas escogidas al azar no deberían poder hablar Idioma. No encontrarán nada igual. Que encontráramos a EzRa no era improbable, sino imposible. ¿Cómo pretenden encontrarlos otra vez?

No es de extrañar que EzRa no pudieran sobrevivir. El universo había tenido que corregirse. El comité volvió a reunirse.

—Tenemos que cerrar ese sitio —dije.

—Ahora no, Avice —dijeron MagDa.

—Es monstruoso.

—«¡Ahora no, por Cristo!» «No habrá nada que cerrar…» «… ni ninguno de nosotros para cerrarlo, si no pensamos.»

Así pues, silencio. Cada minuto aproximadamente parecía que alguno de los que estábamos alrededor de la mesa iba a decir algo, pero nadie llegó a decir nada. Alguien se sorbía la nariz, como si fuera a llorar.

Mag y Da se hablaron al oído.

—«Traed aquí a todos los investigadores que podáis» —dijeron por fin—. «Mecánicos, biólogos, médicos, lingüistas…» «Cualquiera que se os ocurra.» «Este Ariekes…» «shoashto-tuan…» —Se miraron—. «Haced lo que tengáis que hacer.» «Examinadlo.» «Abridlo.»

Esperaron a que discrepáramos. Nadie discrepó.

—«Abridlo, y a ver si averiguáis qué está pasando.» «Dentro. En su casa de hueso.» —Nos miraron a Bren y a mí—. «Cuando oye a EzRa.» «A ver si descubrís algo.» «Quizá así podamos sintonizarlo.»

Así, obedeciendo a aquella autoridad, asesinamos a un Anfitrión. Ni siquiera en defensa propia, sino a sangre fría. La Ciudad Embajada se convirtió en algo nuevo. Mag y Da me impresionaron por su valor. Lo que proponían era una atrocidad. MagDa sabían que esa orden solo podía venir de ellas.

Creo que ninguno de nosotros esperaba descubrir en las entrañas del Ariekes el secreto de su adicción, pero lo intentamos. Además, todos íbamos a morir pronto, y había llegado el momento de nuevos paradigmas, y MagDa nos dieron uno. Asumieron la responsabilidad de explicarnos qué significaba estar en guerra. Nos ofrecieron una escuálida esperanza. Fue uno de los actos más desinteresados que he visto jamás.