14

Ocultamos aquella muerte varios días. El secreto nos consumía. Cuando se enterara la Ciudad Embajada, cundiría el pánico. Me costaba creer que el pánico al cabo de tres días no fuera a ser peor que el pánico inmediato: y sin embargo la ocultamos, como por un acto reflejo.

Disponíamos de muy pocas grabaciones de la voz de EzRa. Ez había sido astuto. Una vez nos arriesgamos a repetir un discurso que los Ariekei ya habían oído antes, pero las secuencias de consternación que vimos, las peleas que provocamos entre los indignados oyentes nos asustaron. No volvimos a intentarlo. Contábamos con material para unos veinte días de transmisiones, y cuando se lo reproducíamos a la urbe, lo dosificábamos al máximo.

Veíamos que se estaban reafirmando nuevas jerarquías entre los Anfitriones. No las entendíamos.

Después del asesinato, Mag y Da volvieron a corregirse, por primera vez en días. Elegantes, serias e idénticas, entraron en la sala del comité donde nos reuníamos. Dudé si eso era buena o mala señal. En cualquier caso, no duró mucho.

Aceptaron nuestras condolencias. No habían perdido autoridad, seguían siendo nuestra líder de facto; escuchaban, debatían y ofrecían sus opiniones y sus casi-órdenes. Obedeciendo a MagDa, y con cierto morbo, me convertí en el guardián de Ez.

Ez quería hablar. Divagaba mezclando justificación, autodesprecio, rabia, arrepentimiento. Yo me sentaba en la habitación donde lo reteníamos y escuchaba; al principio intentaba deducir los detalles de lo que había ocurrido. «¿Qué pasó?», les pregunté una vez a MagDa. Ellas me miraron con gesto de desaliento. Una de ellas sacudió la cabeza y la otra dijo: «Eso no es lo que importa, de verdad». Aquel desenlace llevaba mucho tiempo gestándose.

Entre nosotros había muchos que abogaban por acabar con Ez. Yo me oponía, junto con algunos más. MagDa se pusieron de nuestro lado, y eso zanjó la cuestión. Consideraban que un exceso de clemencia, a la larga, resultaría más eficaz que la venganza. En un momento en que nadie creía que tuviéramos futuro, MagDa planeaban ese futuro.

Yo sentía lástima por Ez, aunque también lo despreciaba, por supuesto. Creía que un acto tan horrible como el que él había cometido debía de cambiar a una persona; que saldría de aquello mejor, o convertido en un verdadero monstruo. Que pudiera matar a alguien y seguir siendo el personaje patético que era anteriormente me impresionaba. Ez estaba alelado por el resentimiento. Respondía todas mis preguntas con grosería infantil. Quería seguir contándome su vida, como había hecho con los Anfitriones, con Ra, en Idioma. Retomó el relato donde lo habían dejado.

No confesó gran cosa. No nos dijo cuál había sido su misión original, esa que yo estaba segura de que tenía, su intencionado papel, y el de Ra, en el debilitamiento del poder de la Ciudad Embajada. Las motivaciones de su reserva eran poco claras: todas las motivaciones lo son.

Ignoro cómo saltó la noticia de la muerte de Ra —el hecho de que técnicamente, supongo, se había convertido en Ra—, pero se extendió rápidamente. Un vigilante; una pterocámara granuja; un Embajador; un doppel comentándoselo a un compañero pasajero, por la simple razón de que era algo que podía contarse. La noticia inundó la Ciudad Embajada. Al cuarto día después de la muerte de Ra, me desperté al oír las campanas de una iglesia. Las sectas llamaban a sus fieles. Sabía que, pronto, el mero conocimiento de que los miembros del Cuerpo no podíamos hacer nada no impediría que la multitud desfilara hasta nosotros para exigirnos que hiciéramos algo.

La Ciudad Embajada caería, quizá antes incluso de que los ansiosos Ariekei vinieran por nosotros. En mi tiempo libre, por varias razones —de las que la más importante era una repentina urgencia, la sensación de que tal vez él entendiera todo aquello desde su extraña perspectiva, de que tal vez quisiera ayudarme o aceptara ayuda—, me puse otra vez a buscar a Scile.

Después de lo que habían hecho CalVin con la colaboración de Scile, yo había intentado evitar averiguar qué otros Embajadores habían sido cómplices en la ejecución de surltesh-echer. No me sentía capaz de enfrentarme a ese pensamiento, no sé si por cobardía o por pragmatismo. En aquellos días, esa ignorancia suponía un alivio: bastante difícil era ya vivir en la Ciudad Embajada sin tener que relacionarme con mis nuevos colegas con ese asesinato en el pensamiento. Al final coincidí con CalVin en una reunión de Embajadores, los que estaban en el comité de MagDa y los demasiado disolutos o asustados para estarlo. Me dirigí directamente a ellos. «¿Dónde está? —le pregunté a Vin—. Scile.» Esa vez no lo confundí con su doppel. Ninguno de los dos me contestó.

Bren me llamó por el buzzer. «Están atacando a la población en Carib Alley.» Un córvido nos llevó a unos policías, a MagDa y a mí hasta el lugar del conflicto, en las afueras de la Ciudad Embajada. Bren ya estaba allí, en tierra, haciéndonos señales con una linterna: era de noche. Al final de una callejuela vimos a unos Ariekei que gritaban delante de un edificio. Dentro había un reducido grupo de Terres que todavía no habían evacuado aquella zona. «Idiotas», masculló alguien.

Los Ariekei lanzaban objetos: basura, piedras, cristales. Uno a uno, iban agarrando la puerta, frustrados por su mecanismo. Gritaban en Idioma: La voz de EzRa. ¿Dónde está?

—Éstos son los más débiles —dijo Bren—. Ya están demasiado enganchados para que les satisfaga lo que les damos. —Cada vez éramos más tacaños con las grabaciones de la droga-dios—. Saben que ahí dentro hay Terres, deben de creer que tienen la voz de EzRa, en archivos de audio o qué sé yo. No pongas esa cara. Esto no tiene nada que ver con la lógica. Están desesperados.

Llegaron unas pterocámaras. Vimos las imágenes que tomaban. ¿Qué sientes cuando presencias el final? En mi caso no era desesperación, sino una incredulidad y una conmoción infinitas. Allí mismo, tirado en el barro rojo y pisoteado por los cascos de los Ariekei, había un cadáver Terre. Un hombre hecho papilla. No fui la única que gritó al verlo.

Las cámaras se acercaron más. Una recibió el golpe de utensilia de un Ariekes enfurecido. Los policías se llevaron la mano a las armas, pero ¿qué íbamos a hacer, atacar a los Ariekei? No podíamos contraatacar. No sabíamos qué podíamos desencadenar si lo hacíamos.

Los agentes llegaron a la parte trasera del edificio, entraron con sigilo y sacaron de allí a los aterrorizados moradores. Vimos las secuencias en pantalla partida: los agentes con los rescatados; los Anfitriones gritando y atacando la casa. Entonces detectamos más movimiento. Se acercaban más Ariekei.

—Allí —dijo Bren.

No le sorprendió lo que vio. Los recién llegados eran cuatro o cinco. Creí que venían a unirse al asedio del edificio, pero, para mi sorpresa, se metieron como una cuña en el grupo de Ariekei agitando las utensilias. La emprendieron a patadas contra sus congéneres, rompiéndoles los caparazones con los cascos. Fue una lucha rápida y brutal.

Estaba todo rociado de sangre Ariekene, y se oían los gritos de dolor de los Anfitriones.

—Mira —dije, y señalé. Las cámaras revolotearon y nos ofrecieron otro breve plano de los nuevos atacantes—. ¿Lo has visto?

No tenían abanicos. Solo les quedaban muñones, guiñapos de carne. Bren dio un silbido.

Los traumatizados moradores humanos llegaron a nuestro aéreo y se pusieron a ver con nosotros la nueva pelea. Los atacantes mataron a un Ariekes del otro bando. Al verlo morir me acordé de Colmena. El Anfitrión estaba allí tendido, rojo y con huellas de cascos, manchado de otra sangre: su agresor había resbalado en lo que quedaba del Terre muerto.

—Entonces… ¿ahora tenemos protectores Ariekene? —dije.

—No —contestó Bren—. Eso no es lo que acabas de ver.

Trasladamos a los últimos moradores de los arrabales de la Ciudad Embajada a edificios que podíamos custodiar con agentes de policía y una milicia reclutada a toda prisa. A los que seguían negándose los evacuamos a la fuerza. Los Ariekei se congregaban al final de las calles y veían marchar a sus vecinos humanos. Programamos una emisión de EzRa para que coincidiera con la evacuación: nada más sonar la doble voz, los Ariekei se tambalearon y salieron en desbandada hacia los altavoces, y nos dejaron en paz.

Entre la urbe en ruinas y el centro de la Ciudad Embajada se extendía una zona desierta: nuestros edificios, nuestras viviendas sin hombres y mujeres en ellas, sin objetos de valor; solo quedaba lo prescindible. Ayudé a supervisar el éxodo. Después, en la atmósfera tenue del borde del pulmón aeólico, entré en habitaciones semivacías.

Todavía había suministro de energía. En algunos sitios, las pantallas se habían quedado encendidas, y los locutores describían los traslados tras los cuales se habían quedado solos, o entrevistaban a Mag y Da, que asentían con gravedad e insistían en que aquello era una medida temporal y necesaria. Sentada en viviendas vacías, veía fingir a mis amigas. Cogía libros y baratijas y volvía a dejarlos.

Las habitaciones de Ehrsul estaban en esa zona. Me paré delante, y al cabo de un buen rato la llamé por el buzzer. Luego llamé a su puerta. Era la primera vez que intentaba verla en mucho tiempo. No me contestó.

Una vanguardia formada por los Ariekei más desesperados entró en las calles desiertas. Con sus afligidas baterías animales, y seguidos por lánguidos carroñeros a los que antes se habrían molestado en matar por considerarlos una plaga, los Anfitriones también registraban las casas. Tecleaban con incomprensión y cuidado en los ordenadores, y sus aleatorias operaciones ejecutaban programas que ya no eran relevantes: limpiaban habitaciones, resolvían finanzas, jugaban a juegos, organizaban las minucias de los que ya no estaban. Los Ariekei no encontraban Idioma que escuchar. La ausencia de su droga no lograba desengancharlos de ella; la voz de EzRa se les había introducido demasiado hondo. En lugar de eso, cada vez eran más los que morían, los más débiles. Y entre los Terres, la Embajadora SidNey se suicidaron.

—Avice —me dijo Bren por el buzzer—. ¿Puedes venir a mi casa?

Estaba esperándome. Había dos mujeres con él. Eran mayores que yo, pero no eran viejas. Una estaba junto a la ventana, y la otra junto a la butaca de Bren. Se quedaron mirándome cuando entré. No dijeron nada.

Eran idénticas. Eran doppels. No distinguí ninguna diferencia. No solo eran doppels, sino que estaban debidamente corregidas. Me hallaba ante una Embajadora, una Embajadora a las que no conocía. Y sabía que eso no era posible.

—Sí —me dijo Bren. Se rió de mi cara de perplejidad—. Necesito hablar contigo —continuó—. Necesito que seas muy discreta respecto a…

Una de las mujeres se me acercó y me tendió la mano.

—Avice Benner Cho —dijo.

—Evidentemente esto es un golpe para ti —agregó su doppel.

—Ah, no —dije por fin—. ¿Un golpe? Por favor.

—Avice —dijo Bren—. Avice, te presento a Yl. —Más tarde aprendí a deletrearlo. Sonaba igual que «ill»—. Y esta es Sib.

Sus caras eran exactamente iguales, de mirada inteligente y facciones toscas, pero no iban vestidas igual. Yl llevaba ropa de color rojo, y Sib, gris. Sacudí la cabeza. Las dos llevaban pequeños aeolis, desconectados e inoperativos en la atmósfera de la Ciudad Embajada.

—Os vi —recordé—. Una vez, en… —Apunté hacia la urbe.

—Es probable —dijo Sib.

—No me acuerdo —dijo Yl.

—Avice —dijo Bren—. YlSib están aquí para… Ellas son el medio por el que sé lo que está pasando.

YlSib, qué nombre tan feo. Supe, mientras Bren me revelaba aquello, que en su día habían sido la Embajadora SibYl, y que esa recomposición constituía parte de su rebelión.

—YlSib viven en la urbe —me explicó Bren. Pues claro. Él ya me había insinuado la existencia de elementos clandestinos. Me di cuenta de que estaba diciendo mi nombre—: Avice. Avice.

—¿Por qué yo, Bren? —pregunté. Lo dije en voz baja, como si fuera algo íntimo, aunque Yl y Sib pudieran oírme—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Dónde están MagDa, dónde están los demás?

—No —dijo. Los tres se miraron—. Demasiada mala sangre. Demasiada historia. YlSib y esos estuvieron mucho tiempo en bandos opuestos. Hay cosas que nunca cambian. Pero tú eres diferente. Y necesito tu ayuda.

Estaba viendo cómo algo se abría. Fisuras, renegados, Embajadores guerrilleros, hendidos inquietos. ¿Qué más había allí fuera? ¿Quién? ¿Scile? ¿Papá Noel? Recordé historias estúpidas, que ya no tenían nada de estúpido. Recordé preguntas sin respuesta, me pregunté quiénes habrían salido de la Ciudad Embajada, quiénes le habrían dado la espalda, a lo largo de los años, y me pregunté por qué.

—La Ciudad Embajada se está muriendo —dijo Yl.

Señaló la ventana, y Sib señaló la pantalla muda de la pared. Estaban llegando los peores Ariekei, los más necesitados de Idioma. Caminaban arrastrando los pies, dando empujones forzados, como juguetes. Tropas de Anfitriones al borde del colapso, en diversos grados de derrumbe, reclamando nuestras calles sin intención alguna, solo con la desesperación de los orados, pero matando a su paso, matándonos a nosotros y matándose entre ellos. Ya no podíamos caminar por nuestras calles más remotas: los ataques eran demasiado frecuentes, los Ariekei se habían vuelto demasiado violentos.

Las cámaras nos mostraban a los que estaban en su estadio de decrepitud: deambulaban con el vientre fláccido, tropezaban y elegían al azar caminos que los llevaran a la Ciudad Embajada. Los Ariekei no se ocupaban de ellos. Era espeluznante. Circulaban rumores de que, en los períodos entre dos dosis de la voz de EzRa, algunos Ariekei se comían a aquellos ancianos indefensos, como pretendía la evolución pero a lo que su cultura ya había renunciado.

Pese a hallarme en medio de un cataclismo, me moría de ganas de preguntarles a YlSib dónde habían estado, qué les había pasado, qué habían hecho desde que huyeran, años atrás. Habían vivido muy cerca todo ese tiempo, quizá en una vivienda biomecanizada que sudaba aire hacia el interior. ¿Consultaban entre sí? ¿Trabajaban para los Ariekei? ¿Eran independientes? ¿Comerciaban con información, eran intermediarias de economías informales de las que yo no sabía nada? Era imposible, pensé, que semejante hinterland se hubiera mantenido sin los auspicios de algunas figuras de la Ciudad Embajada.

—Dijiste que no estaban ayudándonos. Esos Ariekei locos que vinieron y atacaron a los otros.

—No nos ayudaban —dijo Bren.

—«Están apareciendo facciones» —expusieron YlSib—. «Algunos Ariekei ni siquiera pueden pensar.» «Se están muriendo.» «Ésos son los que están destrozando el extrarradio.» «Y hay otros que intentan mantener algo parecido al orden. Vivir de otra forma.» «Controlar su adicción.» «Están probando todo tipo de métodos. A la desesperada.» «Repiten frases que les han oído decir a EzRa, para ver si pueden administrarse dosis unos a otros.» «Intentan controlar los barrios.» «Intentan racionar las emisiones.» «Organizan diferentes turnos de escucha, para que las cosas sigan más o menos…» «… organizadas.» «Y también hay disidentes que quieren cambiarlo todo.»

—Nosotros tenemos sectas —terció Bren—. Ellos, ahora, también. Pero las suyas no veneran a un dios. Lo odian.

—«Saben que es el fin del mundo» —prosiguieron YlSib—. «Y algunos de ellos quieren un mundo nuevo.» «Odian a los otros Ariekei.» «Eso fue lo que viste.» «Llamaban a los adictos…» —Pronunciaron una palabra juntas, en Idioma—. «Los llamaban así» —dijo Sib o Yl—, «aunque ya no pueden». «Significa “débil”». «“Enfermo”». «Significa “lánguido”». «“Indolente”». «Van a instaurar un nuevo orden.»

—¿Cómo…? —Recordé los abanicos arrancados o inutilizados. Ya no pueden llamarlos así porque no pueden oír, ni hablar, no tienen Idioma—. Ah, ya… —dije—. Dios mío. Se lo hicieron ellos mismos.

—Para evitar la tentación —dijo Bren—. Es un remedio atroz, pero es un remedio. Si no oyen, sus cuerpos dejan de necesitar la droga. Y ahora, la única cosa que odian más que a sus hermanos adictos es la propia adicción.

—«O, dicho de otro modo, a nosotros» —aclararon YlSib—. «Si te hubieran visto…» «… te habrían matado aún más deprisa de lo que matan a los suyos.»

—No son muchos —añadió Bren—. Pero ahora que EzRa no pueden hablar, ahora que no hay droga, son los únicos Ariekei que tienen un plan.

—«Los únicos Ariekei» —puntualizó Sib—. «Pero nosotros también tenemos uno.» «Sí, tenemos un plan» —dijo Yl.