No quisiera parecer escéptica, pero ¿quiénes éramos? No muchos, un grupito de desconocidos, orgulantes, disidentes del Cuerpo, un puñado de valiosos Embajadores. Pero cada vez éramos más, y nuestros edictos no se ignoraban del todo. Los moradores de la Ciudad Embajada habían empezado a cumplir lo que nosotros les proponíamos, pedíamos u ordenábamos.
Trabajábamos duro —MagDa sobre todo— con los pocos Ariekei que conocíamos. Trabajábamos duro, punto; demasiado duro para que yo sintiera, entonces, lo que al final seguramente sentiría por el maltrato de Ez, por la carta de Ehrsul que había leído. MagDa consiguieron, incluso, que algunos de los Ariekei más contenidos y coherentes entraran en los pasillos de la Embajada, no solo en ansioso peregrinaje hasta EzRa, sino para emprender nuevos negocios. Quizá los recompensara con un fragmento de las grabaciones inéditas de la voz de EzRa, uno de los escasos cortes que habíamos robado.
—«Algunos saben que esto es un problema» —dijo Mag—. «Algunos Ariekei. Se nota.» «Algunos» —dijo Da—. «… Hay una especie de debate, una especie de…» «Algunos quieren curarse.»
Los rumores se extendían como putos hongos. Nuestras cámaras seguían zumbando por la urbe. A veces las interceptaban los anticuerpos que secretaban las casas, que crecían como predadores segmentados. Pero cuando sus investigaciones les confirmaban que las cámaras no suponían ninguna amenaza, las dejaban en paz. Las secuencias nos proporcionaban información sobre la urbe de nuestros Anfitriones que jamás habíamos sospechado, pero ya era demasiado tarde. Y cada pequeño movimiento entrevisto, todo eso que veíamos allí fuera y que no podíamos identificar ni clarificar, daba pie a historias sobre secretos perdidos, quintas columnas, miembros del Cuerpo autoexiliados, viejas rencillas.
En las tierras de labranza, enormes rebaños de biomecanismos generaban cosechas irregulares. Los alimentos y la tecnología nos llegaban desde esas regiones por medios bióticos. La adicción era química: había una lenta corriente que iba de la urbe a las aldeas de Ariekei rurales. Éstos empezaron a desatender sus obligaciones y se trasladaban a la urbe en busca del sonido que de pronto necesitaban pese a no haberlo oído nunca. Sus abandonados feudos enfermaban, jadeantes y hambrientos. Manadas enteras de biomecanismos, tecnología médica y herramientas de construcción, centrifugadores de proteína del tamaño de rinocerontes y bases de polímero se volvían salvajes.
Cuando los pastores llegaban a la urbe, no había nadie para recibirlos. Los Ariekei del campo encontraban a sus compatriotas más enfermos tumbados en el suelo junto a los altavoces, muriéndose de hambre, esperando la siguiente frase. Nadie se ocupaba de los cadáveres. Si los edificios de alrededor todavía estaban lo bastante sanos, unos animalúsculos del tamaño de perros descomponían los cadáveres; si no, el proceso de descomposición interna, más lento, los derretía poco a poco.
Abundaban las peleas. El síndrome de abstinencia volvía agresivos a los Ariekei. Los adictos arremetían contra las cosas en busca del Idioma de EzRa. Los Ariekei menos afectados, generalmente del campo, quizá agitaran su abanico con belicosidad protocolar, pero los más enfermos no tenían tiempo para exhibiciones rituales y se limitaban a arremeter con los cascos y las utensilias contra sus desconcertados oponentes. Una vez vi unas secuencias en que la transmisión del discurso de EzRa comenzaba en medio de una de esas batallas. Los ensangrentados combatientes se desplomaron uno sobre otro inmediatamente y se enroscaron en un abrazo.
—La situación está volviendo a empeorar —dijo Da.
Íbamos a infectar todo el planeta.
—Eso no es lo único con lo que tenemos que lidiar. —Era Bren.
Estaba en el umbral, en una postura sospechosamente perfecta, muy bien enmarcado.
—Hola, Avice Benner Cho —me saludó.
Me levanté y sacudí la cabeza.
—El cabronazo pródigo.
—¿Pródigo? —dijo él.
—¿Dónde te habías metido?
—¿En el sentido de pródigo derrochador o arrepentido?
Me sonrió con cierta cautela. Al principio no le devolví la sonrisa, pero luego, qué coño, sí se la devolví.
—¿Cómo has entrado? —preguntó alguien, tan recientemente ascendido por las circunstancias que añadió—: ¿Quién eres? —Hubo murmullos de bochorno. Ra le estrechó la mano a Bren e intentó darle la bienvenida. Bren pasó de él.
—Esos refugiados Ariekene no son lo único con que tenemos que lidiar —dijo Bren—. Aunque sin duda complicarán la situación. —Hablaba con tono autoritario y monótono—. Hay otras cuestiones.
Él no podía hablar Idioma porque su doppel había muerto, pero había algunos Ariekei —a los que podríamos llamar, con sensiblería y sin mucho rigor, «viejos amigos»— que iban a su casa y le contaban cosas.
—¿Acaso creéis que no hay ninguno entre ellos que quiera que esto cambie? —preguntó Bren.
—No, ya lo sabemos —dijo Mag, pero él continuó.
—¿Creéis que no hay Anfitriones que están horrorizados? Piensan a través de una espesa niebla, cierto, pero algunos todavía piensan. ¿Sabéis cómo llaman a EzRa? La droga-dios.
Tras un silencio, dije con cautela:
—Eso es una kenning.
—No. —Bren recorrió la habitación con la mirada para ver quién conocía esa figura retórica de la antigüedad—. No es como una «casa de hueso», Avice. —Se golpeó el pecho, su «casa de hueso»—. Es más directo. Es sencillamente la verdad.
—Bueno —dijo alguien con voz trémula—, eso es religión.
—No, no lo es —dijo Bren—. Los dioses son dioses y las drogas son drogas, pero lo que hay aquí es una urbe no solo de adictos sino de… una especie de fieles.
—Ellos no tienen dioses —objeté—. ¿Cómo…?
Bren me interrumpió.
—Los conocen desde que llegamos nosotros y les dijimos qué son y qué hacen. Antes de nuestra llegada tampoco podían hablar de embarcaciones de vacío ni de pantalones, y ahora sí. Y hay algunos Anfitriones dispuestos a hacer lo que sea para parar esto. Quizá eso no sea gran cosa todavía, hasta que consigan liberarse lo suficiente para liberarse más. Pero si lo consiguen… harán lo que sea para cortarlo. Deberíais plantearos todos los medios por los que unos pocos Ariekei decididos podrían intentar… liberar… a sus compatriotas enfermos.
Esa noche volvió a reunirse conmigo, en privado, en mis habitaciones. Me preguntó dónde estaba mi amiga Ehrsul y le contesté que no lo sabía. Eso fue prácticamente lo único que le dije esa noche. Bren no tenía gran cosa que contar, pero había venido, y nos sentamos y hablamos.
Salí de la urbe. Tres veces.
Aquellos Ariekei inmigrantes del campo nos sugirieron ideas. Algunos todavía no habían abandonado sus casas, pero empezaban a necesitar los discursos de EzRa. Fuimos a verlos.
Nuestra nave tenía ventrículos que me permitían introducir la cabeza y mirar hacia abajo durante el vuelo. Se insuflaba aire respirable en la panza, y estaba debidamente presurizada, de modo que la atmósfera nociva no pudiera entrar. Inspiré hondo y metí la cabeza para otear el suelo.
Allá abajo, a un kilómetro de distancia, estaban los feudos de la urbe de los Anfitriones. Mesetas, cultivos y rocas enormes, partidas y con las fracturas rellenas de hierbajos negros. Praderas surcadas por senderos y salpicadas de asentamientos. Más arquitectura: habitaciones suspendidas mediante sacos gaseosos seguían nuestra trayectoria con ojos simples.
Salir de la Ciudad Embajada y, a continuación, de la urbe era tan dramático como entrar en el ínmer. Habría podido ser bonito. Oscilando por los campos, incluso ahora, en medio del colapso, las granjas caminaban sin prisa, enormes, detrás de sus guardas si todavía los tenían, o solas. Los simbiontes se limpiaban el pelaje. Las granjas generaban componentes o biomáquinas en sacos amnióticos.
Los huertos de líquenes estaban surcados por las tuberías-intestino que se extendían desde la urbe; algunos seguían cultivándolos tenaces Anfitriones. A lo lejos había estepas por donde corrían manadas de fábricas semisalvajes, que dos veces cada largo año los científicos-gaucho Ariekene encorralarían. Confiábamos en encontrar a algunos de aquellos biomecánicos-vaquero y que nos canjearan las camadas de sus criaturas.
Iba con Henrych, un puestero que se había unido al nuevo comité; con Sarah, con la dosis justa de conocimientos científicos para resultar útil, y con el Embajador BenTham. El Embajador iban desaliñados; parecían apabullados y resentidos. Sin embargo, a diferencia de algunos de sus colegas, ambos doppels todavía conservaban suficiente decoro para asegurarse de ir exactamente igual de desaliñados.
Aterrizamos, y cuando nuestros vehículos empezaron a pacer, de la ladera se elevó la llamada de auxilio de la hierba. Con las máscaras aeólicas puestas, recogimos el material, montamos el campamento, llamamos a la Ciudad Embajada, establecimos un horario. Comprobamos una vez más las órdenes y la lista de objetivos.
—Creo que esta tribu no intercambia muchos cachorros de reactor —dije a mi interlocutor de la Ciudad Embajada—. Habla con KelSey. Ellos están con los cultivadores de pantanos, ¿no? Allí es donde los conseguirán, junto con los incineradores.
Y así sucesivamente. Dividimos las tareas de caza entre las diversas tripulaciones que habían salido de la urbe.
Nuestros carros, asustadizos, estiraban las partes delanteras con un movimiento ondulante. Los habíamos cargado hasta arriba de chips de audio. Algunos eran robados, otros los habíamos grabado con el consentimiento a regañadientes de Ez, cuando habíamos formulado ese sistema y se lo habíamos propuesto.
Seguramente yo no estaba tan tranquila como tal vez sugiera este relato. Había observado desde el aire la superficie del país donde había nacido, crecido, al que había regresado, que consideraba mi hogar; y sin embargo, hasta ese momento jamás habría podido imaginar el paisaje que se extendía más allá de la Ciudad Embajada. Pero allí estaba todo aquello, y yo hacía lo que hacía, y el riesgo era el que era. Me disponía a investigar una época y una superficie sin precedentes. Había estado en el exterior, pero como en una homilía, mi propio planeta era el lugar más extraño que había visto.
Unas cosas que parecían anémonas cruzadas con palomillas se quedaban quietas al pasar nosotros y agitaban sus miembros sensoriales. Nuestro carro avanzaba hacia los asentamientos dejando surcos, y unos animales como pañuelos de papel volaban por el tórrido cielo. La granja que se erigía al final de los gruesos y nudosos afluentes de la red de tuberías estaba tan intranquila como el resto de la arquitectura. Una torre se retorcía y ponía maquinaria joven en huevos. Aquella especie de pájaros de papel le picoteaban los parásitos. Sus cuidadores se asustaron al vernos, y luego vinieron al galope hacia nosotros. La granja mugió.
Allí, tan lejos, la adicción parecía menos severa, o diferente. BenTham podían comunicar nuestros deseos y entender los de los Ariekei. Ellos sabían que nosotros podíamos tener algo que ellos querían oír, y nos lo pedían a gritos, insatisfechos con los restos distorsionados de las dosis que fluían por las arterias desde la urbe cada vez que hablaban EzRa, o con lo que entreoían por los altavoces más cercanos, a kilómetros de distancia, o con lo que les habían ofrecido otros negociadores que habían ido allí antes que nosotros.
Les mostrábamos nuestras mercancías, voilà, como los mercachifles de las montañas que aparecían en los libros antiguos. Reproduje un chip de audio, y EzRa dijeron en Idioma: Cuando murió mi padre, me quedé triste, pero también sentí cierta liberación. Los Anfitriones retrocedieron y dijeron algo. «Eso ya lo tienen», dijeron BenTham. Lo habían oído muchas veces, y ya no surtía efecto: al final solo oían su contenido, y el padre de Ez no les importaba lo más mínimo.
Les ofrecimos otros fragmentos de su biografía, clichés diplomáticos, pensamientos inconexos, partes meteorológicos. Les dimos gratis Estamos muy contentos de que hayan aumentado las oportunidades de asistencia técnica, y los tentamos con los primeros fonemas de Me rompí una pierna al caerme de un árbol.
—Preguntan si tenemos ese sobre los niveles inaceptables de desperdicio en la industria de refinado —tradujo Ben o Tham—. Se lo han contado unos vecinos.
Dosificando con cuidado, les dimos suficiente para comprar los biodispositivos que necesitábamos y algunas explicaciones técnicas. Al hacerlo también extendíamos la adicción: eso ya lo sabíamos. Les llevábamos el producto puro, el habla de EzRa, y aquellos Ariekei rurales, que todavía estaban poco afectados, sucumbían.
Después de aquél, hice otros dos viajes parecidos. Poco después, otra de nuestras bestias dirigibles flotantes no regresó.
Cuando por fin nuestras cámaras la encontraron, nos transmitieron secuencias y trids en los que aparecía muerta, con la carne chamuscada y una extensa mancha de vísceras esparcida por el campo. Allí, ahogada y despedazada, muerta, estaba nuestra gente. La Embajadora, el navegante, el técnico, los miembros del Cuerpo: todos.
Conocía un poco a la Embajadora LeNa, y bien a uno de los tripulantes. Me tapé la boca mientras veíamos las imágenes. Todos estábamos impresionados. Recogimos los cuerpos y los honramos lo mejor que pudimos con nuevas ceremonias. Nuestra tripulación examinó los enmohecidos restos.
—Creo que la nave no estaba enferma —informó nuestra investigadora al comité—. No sé qué habrá pasado.
En la Ciudad Embajada hacíamos todo lo posible para impedir el caudillismo, pero éramos una pequeña banda de organizadores suplentes, y solo podíamos enlentecer una degeneración hacia esa clase de gobierno. Cada vez se nos unían más Embajadores, aterrados y ansiosos de organización, inspirados por MagDa. Otros seguían sin servir para nada. Dos más se suicidaron. Algunos desconectaron sus conectores.
Ez parecía… más tranquilo quizá, pero más derrumbado, o eso pensé la siguiente vez que lo escolté. Sin embargo, cuando por fin se lo entregué a Ra, tuvieron una discusión aún más violenta que las anteriores. «Puedo ponerte las cosas difíciles —gritaba Ez—. Podría revelar información.»
Cuando entrábamos en la urbe, teníamos que pasar al lado de cadáveres de casas y de Anfitriones. La descomposición de unos biomecanismos diseñados y cultivados para ser imperecederos contaminaba el aire con gases insólitos. Oíamos a los Ariekei peleando alrededor de los altavoces. Algunos habían muerto a manos de los más desesperados y violentos; algunos, los que no obtenían suficiente cantidad del sustento que necesitaban morían sin más; también se adivinaban crueldades más organizadas, la aparición de cuadros que ejercían nuevas formas de control. Los vivos agarraban cualquier archivo de audio que les diéramos, nuestra recompensa para aquellos resistentes organizadores locales con quienes, mediante rudimentario consenso, conseguíamos mantener un endeble sistema.
Una noche, cuando regresábamos a la Ciudad Embajada, me quedé a la zaga de mis colegas, sacudiéndome de las botas los restos de un puente podrido. Giré la cabeza y miré hacia la urbe Ariekene, y vi a dos humanas que me miraban.
Fue solo un segundo. Estaban una a cada lado de la entrada de un callejón, a unos metros de distancia, mirándome con gesto de gravedad, y de pronto desaparecieron. No habría podido describirlas bien, seguramente ni siquiera las habría reconocido si las hubiera vuelto a ver, pero supe que tenían la misma cara.
No me di cuenta hasta más tarde, cuando las cosas volvieron a empeorar y aquellas nuevas rutinas dejaron de servir, de que confiaba en que fuéramos tirando hasta que llegara la nave y nos sacara a todos de allí.
Una noche que había programada una alocución no encontramos ni a Ez ni a Ra a la hora prevista. No contestaban las llamadas a los buzzers. Aquello era propio de Ez, pero no de Ra.
Ez no estaba en ninguno de sus sitios favoritos. Registramos los peligrosos pasillos de la Embajada: nadie lo había visto. Intentamos llamar a Mag o Da, que a menudo estaban con Ra, pero tampoco contestaban.
Los encontramos a los cuatro en las nuevas habitaciones de MagDa, en los pisos superiores de la Embajada. Éramos varios: policías y miembros nuevos del Cuerpo como yo. Al entrar en el último tramo de un pasillo vimos una figura acurrucada junto a la puerta del apartamento. La apuntamos con nuestras armas, pero no se movió.
Era Da. Me acerqué a ella creyendo que estaba muerta, pero levantó la cabeza y nos miró con gesto de desesperación.
Entramos en la habitación, donde nos esperaba una escena espantosa. Todo estaba quieto, como en un diorama. Mag en la cama, exactamente en la misma postura en que estaba Da fuera, al otro lado de la pared. Ella también nos miró, y luego miró al hombre que yacía muerto en la cama con ella. Era Ra, y estaba cubierto de sangre. Un mango sobresalía de su pecho, una especie de palanca.
Ez estaba sentado a cierta distancia, frotándose la cabeza y la cara, manchándose de sangre, lloriqueando. «De verdad que yo no… no era… Dios mío, mirad, era… estoy… estoy tan…», farfullaba. Juro que, cuando nos vio, entre otras emociones vi en su cara una pena mayor que la que correspondería a la muerte de un solo hombre: Ez sabía qué nos había hecho a todos. Me temblaba la mano, como si quisiera arrancarle aquello a Ra.
Más tarde nos enteramos de que aparentemente habían empezado a discutir por MagDa. Esa discusión era una presentación de datos poco convincentes y recitados mecánicamente que en realidad expresaban terrores y resentimientos más profundos. Los detalles superficiales no importaban demasiado. No se trataba de lo que se hubieran gritado mientras buscaban a tientas y los utensilios se volvían letales.
No estábamos acostumbrados al asesinato. No fui yo quien le cerró los ojos a Ra, pero sí quien le dio la mano a Mag y se la llevó de allí. No había mucho tiempo para llorar la muerte de Ra: las consecuencias de la situación eran obvias. Yo ya estaba pensando en la reducida reserva de grabaciones que teníamos.
Cuando volví, los otros estaban sacando de allí a Ez y llevando a Da a reunirse con su doppel. Protegí la escena del crimen y me quedé unos minutos a solas con el cadáver de Ra.
—¿Tenías que hacerlo? —Creo que lo susurré en voz alta. Intentaba serenarme y lo conseguí—. ¿No podías claudicar?
Le puse una mano en la cara. Lo miré y sacudí la cabeza, y supe que la Ciudad Embajada, y yo, y todos los moradores de la Ciudad Embajada moriríamos.