Fui a la urbe con MagDa y unos miembros del Cuerpo, formando parte de un grupo que intentaba mantener viva la paralizada Ciudad Embajada. Con el casco aeólico insuflándome un aire que podía respirar, entré por fin en aquella geografía. No podíamos arriesgarnos a ir en córvidos: los sistemas diseñados para garantizarnos un aterrizaje seguro no siempre funcionaban.
No podíamos esperar: nuestros biodispositivos médicos, nuestra trofotecnología, las raíces y cañerías vivientes de nuestra instalación de agua necesitaban la atención de los Ariekei. Y creo que también necesitábamos seguir averiguando qué pasaba. Como míticos exploradores polares, o pioneros de la homodiáspora, marchábamos penosamente, cargados de artículos para intercambiar.
Cuando llegamos, la arquitectura se estremeció e interactuó con nosotros como los gérmenes corporales. Al vernos, los Ariekei murmuraban; MagDa les hablaban, y daba la impresión, por cómo reaccionaban, de que muchos apenas se daban cuenta de que estábamos allí. No éramos relevantes. Pasamos por delante de los altavoces que el Cuerpo había ayudado a instalar, y vimos que alrededor de ellos había grupos de Ariekei, aunque en ese momento permanecían callados. Eran los que peor estaban: poco a poco aprendíamos a distinguir diversos grados de adicción. Se quedaban allí esperando más sonido, susurrándose unos a otros y a los altavoces, repitiendo lo último que les habían oído decir a EzRa.
Ahora Ra tenía que engatusar y amenazar a Ez para que pronunciara los discursos. Como concesión —porque trataba a Ez como a un niño caprichoso, con una de aceite de ricino y otra de azúcar—, dejaba que Ez decidiera sobre qué versarían, dentro de los límites impuestos por el trueque. De modo que lo que nosotros oíamos traducido a Idioma eran intrincadas disertaciones sobre el pasado de Ez. Si EzRa hablaban durante una de nuestras incursiones en la urbe, no podíamos evitar oírlas. Solo Dios sabe qué pensaba Ra cuando pronunciaba esas perogrulladas con que Ez se dignaba emborrachar a su público.
… Siempre me sentí diferente de los que me rodeaban, repetían los Ariekei que los habían escuchado. Pasábamos al lado de un mosaico del ego de Ez formado por docenas de voces. Ella nunca me entendió… así que me tocó a mí…, … las cosas nunca volverían a ser como antes… Era casi insoportable oír a los Ariekei decir esas cosas. Me di cuenta de que las alocuciones de Ez cubrían un largo período. Aquello no eran anécdotas inconexas, sino una autobiografía. Y ahí, oí decir a una voz Ariekene, fue donde empezó el verdadero problema, y si queréis oír lo que pasó a continuación tendréis que esperar. Ez terminaba cada sesión con una situación de suspense, como si fuera eso lo que mantenía ávidos a sus oyentes. En realidad, ellos lo habrían escuchado con la misma atención aunque hubiera expuesto detalles sobre impuestos de importación, reglamentos sobre construcción, sueños o listas de la compra.
Íbamos hasta algún vivero para el procesamiento de biodispositivos, un crematorio lleno de memoria, una residencia o una vivienda gigantesca o lo que fuera, y cuando, gracias a los esfuerzos de MagDa u otro Embajador, encontrábamos al Anfitrión que buscábamos, tenía lugar una meticulosa discusión. Negociar con un exot adicto era un asunto retorcido, pero generalmente conseguíamos algo. Y entonces desandábamos el camino, en compañía de un Anfitrión o con una jaula llena de los parásitos-herramienta que necesitaban nuestras brigadas de mantenimiento, o con planos y mapas que estábamos aprendiendo a trazar y utilizar. La expedición siempre duraba un día entero. La urbe reaccionaba vistosamente a nuestra presencia: las paredes sudaban, los ventrículos-ventana se abrían. Las orejas que les habían salido a las casas se flexionaban, esperanzadas.
Ésa era otra de las razones por las que preferíamos no estar fuera cuando EzRa transmitían. Yo no era la única que encontraba horrible la glotonería de la arquitectura y sus habitantes, el frenesí de las paredes por oír algo.
El orden era precario, pero existía: aquello no era el colapso que podría haber sido. La nave llegaría; hasta entonces, vivíamos al borde. Cuando nos marcháramos, dejaríamos un mundo de Ariekei destrozados por el síndrome de abstinencia. Yo no soportaba pensar en eso, ni en qué pasaría después. Tardaríamos mucho tiempo en tener el lujo de sentirnos culpables.
En esas expediciones tuve ocasión de ver a algunos Ariekei repetidamente. Sus apodos eran Tijeras; TrapoRojo; Calavera. Si sonaba la transmisión de EzRa, de golpe dejaban de prestarnos atención, como el resto de los Ariekei. Pero otras veces se esforzaban en colaborar con nosotros: estaba apareciendo entre los Anfitriones un cuadro de lo que quizá fueran nuestros homólogos; trataban, desde su bando, de mantener las cosas en funcionamiento. A ellos les costaba aún más, dado que estaban aquejados de la adicción.
En la Ciudad Embajada surgieron contratendencias al camino hacia el derrumbe. Las escuelas y las guarderías volvían a funcionar. Aunque ya nadie sabía muy bien en qué se basaba nuestra economía, los ciclopadres se ocupaban de sus pupilos, y en nuestros hospitales y otras instituciones se seguía trabajando. Por necesidad, la Ciudad Embajada ya no se preocupaba por las cifras de beneficios ni por la contabilidad, que siempre habían sido el motor de la producción y la distribución.
No quiero transmitir la impresión de que estaba sana: lo cierto era que la Ciudad Embajada afrontaba una muerte violenta. Cuando volvíamos de la urbe, encontrábamos unas calles inseguras. La policía nos escoltaba. No podíamos castigar a quienes estaban decididos a correrse una juerga hasta el fin del mundo. Además, todos nosotros íbamos de vez en cuando a aquellas fiestas. (Me preguntaba si me encontraría a Scile en alguna, pero no sucedió.) Sin embargo, el toque de queda era implacable. En ocasiones, la policía había llegado hasta el extremo de matar: los cadáveres de las víctimas aparecían, censurados mediante pixelado, en nuestros canales de noticias. En la Ciudad Embajada había peleas, y agresiones, y asesinatos. Había suicidios.
El suicidio tiene diversas modalidades, y algunas de las nuestras eran dramáticas y melancólicas. Más de uno lo hizo al estilo Lawrence Oates: se ponían una máscara para respirar y echaban a andar hasta salir de la Ciudad Embajada, perderse de vista y entrar en la urbe —según contaban, algunos incluso llegaban más allá—, y sencillamente dejaban que pasara lo que tuviera que pasar. Pero la elección más habitual para quienes no soportaban la presión de los nuevos tiempos era ahorcarse. No tengo ni idea de según qué protocolos, pero los editores de noticias decidieron que podían mostrar aquellos cadáveres incruentos sin disfraces digitales. Acabamos acostumbrándonos a ver secuencias de muertos colgantes.
Los noticiarios no informaban de los suicidios de Embajadores.
MagDa me enseñaron secuencias de los cadáveres de Hen y Ry, tumbados en su cama, entrelazados, trabados por los espasmos provocados por el veneno.
—¿Dónde están ShelBy? —pregunté.
ShelBy y HenRy estaban muy unidos.
—«Han desaparecido» —dijeron MagDa—. «Ya aparecerán» —dijo Mag. Y Da aclaró—: «Muertos.» «HenRy no serán los últimos.» «No podrán seguir ocultando estas cosas mucho tiempo.» «De hecho, dado el tamaño de la población…» «… el índice supera la media.» «Nos suicidamos más que nadie.»
—Bueno —dije, muy seria—. Supongo que es lógico.
—«No, no lo es» —dijeron MagDa—. «No lo es.» «¿A ti te parece lógico?»
Modificamos algunas máquinas perecederas de la Ciudad Embajada, y les cargamos todo el software que pudimos para que no fueran tan estúpidas. Ni siquiera así eran aptas para realizar otra cosa que no fueran las tareas más básicas.
Ehrsul seguía sin contestar mis llamadas; luego supe que no contestaba las de nadie. Cuando me di cuenta de los días que hacía que no la veía, sentí vergüenza, y de pronto me asusté. Fui a su apartamento, sola: yo no era la única del nuevo Cuerpo que la conocía, pero si se confirmaba alguno de los peores resultados que de pronto preveía, prefería enterarme, encontrarla, estando sola.
Pero cuando llamé a su puerta, me abrió casi al instante.
—¿Ehrsul? —dije—. ¿Ehrsul?
Me recibió con su humor y su sarcasmo habituales, como si no hubiera advertido mi tono interrogante. Yo no lo entendía. Me preguntó cómo me iba, se puso a hablar de su trabajo. La dejé charlar un rato mientras me preparaba una copa. Cuando le pregunté qué había estado haciendo, dónde se había metido, por qué no había respondido a mis mensajes, me ignoró.
—¿Qué está pasando? —insistí.
Exigí saber qué pensaba de nuestra catástrofe. Se lo pregunté, y su cara-avatar se congeló sin más, parpadeó un instante y volvió a la normalidad; y Ehrsul continuó con sus tareas sin sentido y sus agudezas sin intención. No hizo ni un solo comentario a mi pregunta.
—Ven conmigo —dije.
Le pedí que se uniera a MagDa y a mí. Le pedí que me acompañara a la urbe. Pero en cuanto le planteaba algo que implicara hacerla salir de su habitación, ella volvía a poner en marcha aquella retahíla balbuceante. Daba un respingo y continuaba como si yo no hubiera dicho nada, y se ponía a hablar de algún tema caduco o irrelevante.
«O se le ha jodido algo, o lo hace a propósito», me dijo más tarde una atribulada programadora de la Embajada cuando le describí el comportamiento de Ehrsul. «¿Tú crees?», iba a decirle, pero entonces ella me lo aclaró: podía ser el equivalente, en automa, al niño que canturrea «¡No oigo nada, no oigo nada!» mientras se tapa las orejas.
Al salir del apartamento de Ehrsul, vi una carta abierta y tirada en el suelo, delante de la puerta. Ella no hizo ningún comentario, ni siquiera cuando me agaché, muy despacio, para recogerla, delante de ella y sin dejar de mirarla.
«Querida Ehrsul —rezaba—. Estoy preocupado por ti. Ya sé que lo que está pasando nos tiene a todos aterrorizados, pero estoy preocupado…», etcétera. Ehrsul esperó a que acabara de leerla. ¿Qué emociones debía de reflejar mi cara? Contenía la respiración, desde luego. El avatar de Ehrsul se enfocó y se desenfocó varias veces hasta que hube terminado.
No reconocí el nombre de la firma. Vi, por cómo se sacudía el papel, mínimamente, cuando me agaché para volver a dejarla en el suelo, que me temblaban los dedos. ¿Cuántos amigos íntimos tenía Ehrsul? Quizá yo fuera la versión del barrio alto, con contactos en el Cuerpo. Quizá cada uno de nosotros tuviera su hueco. Quizá todos hubiéramos temido por ella.
Pensar en mi amiga me hizo pensar también en CalVin, en qué inútiles maniobras estarían realizando; y en Scile, de quien seguía sin tener noticias. Llamé varias veces a Bren, pero no me contestó, lo que me dejó preocupada y enojada. Volví a su casa, pero no me abrió la puerta.
Creo que no comprendí a qué se enfrentaba Ra hasta que me tocó vigilar a Ez. Habríamos podido apuntar a Ez en la cabeza con una pistola, desde luego, pero si lo amenazábamos demasiado, él nos amenazaba a nosotros, y su comportamiento era tan impredecible que teníamos que tomarnos en serio la posibilidad de que se negara a hablar y nos condenara a todos por puro rencor. Así que, en lugar de eso, lo acompañábamos a todas partes, convertidos en carceleros, compañeros y filtros, todo a la vez. De ese modo, cuando llegaba el momento de hablar, él podía ponernos las cosas difíciles, y nosotros podíamos dejar que nos maltratara, hasta que, malhumorado, consentía.
Siempre nos ocupábamos de la seguridad por parejas. Pedí formar pareja con Simmon. Cuando nos encontramos, él me saludó estrechándome la mano derecha con su izquierda. Lo miré a los ojos. El brazo derecho en el que había llevado durante años un biodispositivo Ariekene, de color y textura indefinidos pero que imitaba a la perfección la morfología Terre, había desaparecido. Llevaba la manga de la chaqueta recogida y cuidadosamente prendida con alfileres.
—Se había vuelto adicto —dijo—. Cuando lo estaba cargando debió de… —Había utilizado un zelle, como hacían los Anfitriones—. Empezaron a darle espasmos. Intentaba que le crecieran orejas —dijo—. Tuve que cortármelo. Y allí tirado, en el suelo, seguía intentando oír.
Ez estaba en las dependencias de EzRa de la Embajada. Estaba borracho y ofensivo; acusaba a Ra de cobardía y conspiración, insultaba a MagDa. Resultaba desagradable, pero no más que muchas discusiones que yo ya había oído. El que me sorprendió fue Ra. Se comportaba como nunca le había visto hacerlo. Él, de quien solíamos burlarnos por su taciturnidad, respondía escupiendo epítetos.
—Aseguraos de que esté preparado para hablar cuando vuelva —nos dijo Ra; Ez le hizo una peineta.
—¿Me dejaréis ir a una fiesta, al menos? ¿O hasta eso intentaréis impedirme, cabrones? —se lamentó Ez mientras lo seguíamos hasta el local de los pisos inferiores de la Embajada.
Nos quedamos vigilándolo, vigilamos la cantidad de alcohol que ingería, aunque nunca habíamos visto que los excesos alteraran su capacidad para hablar Idioma. Oímos sus exabruptos. Su conector destellaba frenéticamente, buscando y sin encontrar a su pareja, intentando establecer una conexión que Ez evitaba.
Podría decir que era una fiesta deprimente, una especie de paseo por el purgatorio: nosotros en el fin del mundo, empeñados en olvidar, y drogándonos hasta volvernos idiotas, envueltos en humo, ritmos autogenerados y destellos luminosos. Quizá para quienes participaban en ella fuera alegre. No consiguió despertar el interés de Ez. Yo permanecí impasible como un soldado.
Ez nos llevó a lo que en su día había sido un almacén de material de oficina, en los pisos intermedios de la Embajada, y que habían convertido en bar. Bebió hasta que intervine, lo que le encantó porque entonces pudo censurarme. En aquel improvisado local solo había ex miembros del Cuerpo y un par de Embajadores. No parecía preocuparles que Ez estuviera poniendo en peligro nuestro mundo con cada copa que se tomaba.
—Tus amigos —susurré, y sacudí la cabeza. Él me miró a los ojos, impasible frente a mi indignación.
Los moradores de la Ciudad Embajada se habían apoderado de los pisos inferiores de la Embajada, donde buscaban seguridad. Esos niveles se habían convertido en callejones. Hombres y mujeres, niños y ciclopadres reconfiguraban armarios y salían en manada de las salas de reunión, poniendo la arquitectura del revés. Íbamos caminando por esas calles nocturnas hechas de pasillos, donde las lámparas que no estaban rotas habían sido reprogramadas a ritmos diurnos y donde los números de las viviendas estaban escritos con tiza en las puertas interiores, junto a las que la gente charlaba mientras los niños jugaban muy pasada ya la hora de acostarse. La Ciudad Embajada había entrado en la Embajada.
Borracho y sensiblero, Ez empezó a hablar pestes de Ra.
—Ese mierda larguirucho —masculló mientras lo seguíamos por zonas semiautónomas vigiladas por sus propios incompetentes agentes—. Se aprovecha de mí, y luego se cuelga todas las medallas. —Ra era el único de la Ciudad Embajada que compartía los coloquialismos y el acento de Ez—. ¿No ves lo que está haciendo? Para él es muy fácil hacerse el simpático cuando… con… puede… —Unas lámparas baratas parpadeaban por encima de nosotros, las nuevas estrellas—. No debería… —dijo Ez—. Estoy cansado, y quiero parar esto… y quiero que Ra me deje en paz.
—Ez, me parece que no sé qué quieres decir.
—¡Para de llamarme así, por favor! Es una estupidez… una maldita estupidez…
Yo sabía cómo se llamaba antes. Era el hombre que antes se llamaba Joel Rukowsi. Lo miré en medio de aquella sala con basura esparcida por el suelo. No pensaba llamarlo Rukowsi, ni Joel, y cuando repetí su nombre, Ez tuvo un bajón y lo aceptó.
Simmon y yo lo rescatamos de varias peleas que provocó.
Cuando por fin llegó la hora de que Ra y él representaran su coro del amanecer, el primer discurso del día, Ez nos insultó mientras lo llevábamos por el alterado edificio, a través de nuevos feudos, barriadas en estado embrionario, donde se incubaban nuevas formas de vida. Al llegar a la cámara fui a abrir la puerta, y Ez me detuvo con un toque y, por señas, me pidió que esperara un momento. Fue la única vez, esa noche, que percibí algo que no fuera desprecio por parte de él. Cerró los ojos. Suspiró, y volvió a poner cara de borracho y malhumorado.
—Venga, hijo de puta —gritó, y abrió la puerta de un empujón.
Ra y MagDa estaban esperando. Se soltaron, y Ez empezó a burlarse de ellos.
Vimos pelearse a EzRa. Cuando Ez hizo un comentario lascivo y cruel sobre MagDa, Ra le gritó.
—¿Qué te has creído que eres? —replicó Ez—. ¿Qué te has creído que es esto? «¡No la metas en esto!» ¿Lo dices en serio?
Hasta yo tuve que contener la risa ante aquella inesperada imitación, y Ra se quedó un poco abochornado.
—Toma —dijo Ez más tarde, mientras unos bioingenieros de sonido lo preparaban para la transmisión.
Ra leyó la hoja que Ez le había dado.
—¿No piensas cambiar de tema? —preguntó Ra con un tono asombrosamente neutral.
—No. Quiero seguir. Creo que lo dejé en un buen momento, seguiremos por ese camino.
«¡Pero si no les importa! —me habría gustado chillar—. Podrías describir la puta alfombra, y el efecto sería el mismo.»
Ra le hizo algunas preguntas sobre el ritmo y la cadencia, hizo anotaciones al margen. Ez no tenía otra copia: había memorizado lo que quería decir. Cuando empezaron a hablar, yo no los miraba, sino que contemplaba la urbe, que se sacudió nada más sonar las primeras sílabas de Idioma, y EzRa siguieron con sus historias sobre la juventud de Ez.