11

Mientras se desarrollaban, aquellos tiempos parecían puro caos, pero gracias a los prodigiosos esfuerzos de los mejores miembros del Cuerpo, emergió una especie de vida. Incluso rutinas. Es asombroso lo deprisa que puede hacerse cambiar a toda una ciudad.

El comercio, todos los detalles y las minucias del intercambio: conocimiento, servicios, productos, promesas y extras. Nuestra cultura. Cómo vivíamos. Había que arreglar todo eso.

Se percibía una peligrosa excitación, una falta de moral que se manifestaba en pequeñas crueldades y en una indulgencia colectiva a la que algunos se entregaban, mientras otros se esforzaban en lograr que las cosas funcionaran. Las primeras semanas, si ibas a la Embajada, seguramente la encontrarías vigilada, pero tal vez no. Las salas de reuniones y las galerías quizá estuvieran sucias, quizá conservaran residuos de fiestas. A mí no me producían mucho placer las transgresiones. Sabía que el vino tinto vomitado no lo habían vomitado por ostentación, ni lo habían dejado pudrirse en una exhibición de libertinaje, sino porque los que habían celebrado la fiesta habían visto u oído la exigencia Ariekene; no concebían cómo íbamos a continuar ni qué sucedería si no conseguíamos satisfacerlos; por tanto no sabían si vivirían una semana más, y jamás habían sentido tanto miedo.

Ehrsul no contestaba mis llamadas, y yo estaba tan abrumada que no la perseguí ni fui a visitarla, que es lo que quizá habría hecho una buena amiga. Me enteré por terceros de que EzRa asistían a algunas fiestas, y luego los vi con mis propios ojos. Al poco tiempo solo Ez iba a las orgías milenaristas. Ra se dedicaba a otros quehaceres.

Había nuevas citas y relaciones que se rompían. Había muchas bodas. Yo también tuve mis relaciones apresuradas. La verdad es que es difícil hablar de aquellos primeros días. Los héroes encargados de que la Ciudad Embajada no quedara arrasada por unos insistentes Anfitriones adictos eran los funcionarios, que construían estructuras mientras los demás nos veníamos abajo. Un poco más tarde volví a convertirme en algo, algo importante para la Ciudad Embajada: pero entonces no era nada.

En aquellos días la Ciudad Embajada me parecía más pequeña que nunca. No pasaban dos días sin que me encontrara, en alguna reunión, con entusiasmo o con desgana o con las dos cosas a la vez, a personas a las que durante miles de horas había evitado. Burnham, un símil de aquella otra época, me vio desde el otro extremo de una multitud que se había congregado por el estúpido rumor de que iban a divulgar información junto a las puertas de la Embajada. Desvió la mirada con el mismo cuidado que yo, como había hecho yo desde la muerte de Hasser y Valdik, desde mucho antes de aquel nuevo cataclismo, cada vez que me los encontraba a él o a Shanita o a cualquiera de los asiduos de El Fular.

Me paseaba por la Ciudad Embajada mientras los funcionarios tomaban pastillas para mantenerse despiertos e ideaban planes para mantenernos con vida. Más de una vez me encontré a viejos amigos: Gharda; Simmon, el vigilante. Simmon ya no tenía nada que vigilar. Estaba aterrorizado: su prótesis biotrucada parecía enferma.

Los miembros inferiores del Cuerpo no sabían cómo actuar, y los de rango más elevado estaban paralizados por el desmoronamiento general. Igual que todos aquellos Embajadores que aseguraban a la población que la culpa la tenían los visires, que ellos nunca habrían dejado que la situación degenerara tanto, que el verdadero poder siempre lo había tenido el Cuerpo y que el Cuerpo los había decepcionado a todos. Pero ya nadie escuchaba ese cuento de hadas.

Fueron los ignorados que llevaban años haciendo lo mismo quienes cambiaron por el bien de la Ciudad Embajada, y quienes cambiaron la Ciudad Embajada. Nuestro feudalismo burocrático basado en la maestría se convirtió en una meritocracia implacable. Hasta unos pocos Embajadores demostraron su valía, casi siempre los que yo menos habría imaginado. Es cierto, aunque sea una perogrullada.

Uno de los primeros logros de la nueva dirección fue la derrota del grupo de insurgentes capitaneado por Wyatt. Simmon era un elemento clave en esa pequeña guerra. Después me lo contó, con nuevo ímpetu. «¿Te fijaste en cómo de pronto toda la camarilla de Wyatt se puso en marcha? Estaban abriendo los arsenales. Supongo que lo que está pasando ha activado algún puñetero protocolo de emergencias en Bremen. De ahí venía todo el caos de hace unos días.»

Yo no me había fijado en esa movilización de nuestros representantes de la metrópoli de que me hablaba; había demasiado jaleo. «Nos enteramos, no importa cómo, y los estábamos esperando. Pero teníamos que arriesgarnos.» Trazaba el plan, las acciones, esquemáticamente, en el aire con la mano. «Seguramente habríamos podido adelantarnos a ellos, ¿sabes? Pero esa tecnología de Bremen que manejan… supusimos que debía de ser condenadamente útil. Así que esperamos y entramos después de que abrieran los silos. Teníamos a unos cuantos agentes infiltrados, porque ya nos habíamos preparado para aquello. Los aplastamos con solo unas pocas víctimas, y conseguimos las armas. Aunque la verdad es que no son tan útiles como creíamos. Pero bueno…

»No opusieron mucha resistencia. El único problema era Wyatt. Lo hemos encerrado, y está incomunicado. Todavía debe de haber agentes de Bremen por ahí, y tenemos que asegurarnos de que no les pasa códigos, instrucciones ni nada parecido.» No le dije que no me había enterado de aquel drama. Pese a que me había pasado desapercibido, me electrizó oírle hablar de ello.

A Ra, la mitad tímida de nuestro catastrófico Embajador, le permitieron disfrutar de la soledad y dedicarse a sus pequeños proyectos, fueran cuales fueran; a Ez le permitieron su turbio derrumbamiento. Pero obedecían órdenes, y estaban vigilados. Tenían obligaciones. Eran lo que nos mantenía vivos.

—Una urbe de cerebros lavados —me dijeron EdGar—. Más fuertes que nosotros, y armados. Necesitamos que sean hospitalarios.

Aquellos primeros días los Anfitriones no pensaban ni planeaban estrategias. Yo, que estaba acostumbrada a quitarle importancia a su rareza con argucias —es una peculiaridad Ariekene, nosotros no lo entenderíamos—, estaba horrorizada porque me había convencido de que no cedían a ninguna estrategia no humana, sino a una mecánica adicción. Al principio, los Ariekei se reunían en gran número, permanentemente, delante de la Embajada. Cada pocas horas, cuando se ponían muy nerviosos y sus exigencias se volvían particularmente insistentes, el personal de seguridad iba a buscar a EzRa. El Embajador aparecían en la entrada y, en un Idioma impecable, decían algo, cualquier cosa, por un altavoz, para evidente alivio de la intoxicada multitud.

La segunda vez que EzRa les dijeron Estamos contentos de veros y esperamos aprender juntos, los orados reaccionaron con el mismo grado de gozo que habían mostrado previamente. La tercera vez se quedaron descontentos, hasta que EzRa hicieron un comentario sin sentido sobre el color de los edificios, la hora del día o el tiempo que hacía. Entonces volvieron a quedarse embelesados. «Es alucinante —le dije a alguien—. Están desarrollando tolerancia. EzRa tendrán que usar su inventiva.»

Veíamos noticiarios que, tras kilohoras de trivialidades, de pronto tenían que aprender a informar de nuestro propio derrumbamiento. Un canal envió a un equipo provisto de máscaras aeólicas y pterocámaras a la urbe. Ni los invitaron a entrar ni les prohibieron el paso. Sus reportajes eran asombrosos.

No estábamos acostumbrados a ver las calles Ariekene, pero las crisis favorecen que surjan nuevas libertades. Los reporteros entraron en la urbe, pasaron por delante de sogas trenzadas que sujetaban habitaciones de Anfitriones llenas de gas, por delante de inmuebles que se acobardaban al verlos o se erguían sobre unos miembros largos y delgados como casas embrujadas. Los Ariekei aparecían en nuestras pantallas. Veían a los reporteros, se quedaban mirándolos y se tambaleaban como caballos debilitados. Hacían preguntas con su doble voz, pero no había Embajadores para contestarlas. Los reporteros sabían Idioma, traducían para los espectadores.

«¿Dónde están EzRa?» Eso decían los Anfitriones.

Los reporteros no eran los únicos Terres de la urbe. Sus pterocámaras captaban a hombres y mujeres con el uniforme de la Embajada que se movían entre las asustadizas casas. Estaban distribuyendo cables y altavoces, terretecno que desentonaba en aquella topografía. Estaban extendiendo una red de megáfonos y cajas de telecomunicaciones. Preparaban la instalación que les permitiría llevar la voz de EzRa hasta el interior de la urbe, a cambio quizá de nuestras vidas, el mantenimiento de nuestro poder, agua, infraestructuras, biodispositivos.

—Ahora necesitamos a EzRa —dijeron EdGar—. Tienen que actuar. Ése fue el trato.

—¿El trato con ellos o con los Anfitriones? —pregunté.

—También. Pero más con EzRa. Y eso significa que necesitamos a Ez.

Ez bebía y se drogaba. Más de una vez había desaparecido en el momento programado para hablar Idioma a los Ariekei, dejando a Ra sin habla y esperando. A mí no me importaba que Ez se matara, sino que si lo hacía, nos mataría también a nosotros.

—En cierto sentido son como un Embajador normal y corriente, ¿no? —dije—. ¿Funcionan las grabaciones? Pues reunid una biblioteca de discursos de EzRa, y dejad que ese cabronazo haga lo que quiera. Que se ahogue en alcohol.

Ya lo habían pensado, pero Ez no lo aceptaba. Por mucho que Ra se lo suplicara o el Cuerpo y los guardias lo amenazaran, solo se prestaba a hablar con su colega Embajador durante aproximadamente una hora cada vez. Habíamos grabado fragmentos en chips de audio, pero él se encargaba de no dejar que compiláramos una reserva del Idioma de EzRa.

—Sabe que sería superfluo —dijeron EdGar—. Así seguimos necesitándolo.

Pese a su decadencia y su terror, Ez pensaba con implacable estrategia. Estaba impresionada.

Las pterocámaras me permitieron ver las primeras veces que reprodujeron la voz de EzRa en la urbe de adictos.

Los edificios llevaban días afligidos. Se erguían y exudaban vapor, purgándose de los parásitos biotrucados que criaban, que eran el mobiliario Ariekene. Si mirabas desde la Embajada hacia donde empezaba la urbe, un paisaje orgánico que parecía compuesto de miembros corporales amontonados, distinguías claramente el movimiento de la arquitectura. La alteración era endémica.

La urbe se sacudía. Estaba infectada. Los Anfitriones habían oído la imposible voz de EzRa, habían obtenido energía de sus zelles y habían expulsado residuos, y en el intercambio habían transmitido la química de su dependencia, que las pequeñas bestias habían vuelto a transmitir cuando se conectaron a los edificios para producir luz y el ajetreo de la vida. La adicción había entrado en las casas, que se sacudían, víctimas de un infinito síndrome de abstinencia. Las más aquejadas sudaban y sangraban. Sus inquilinos las equipaban con rudimentarias orejas para que oyeran hablar a EzRa, para que las paredes pudieran obtener su dosis.

EzRa hablaron. Dijeron cualquier cosa en Idioma. Su voz, amplificada, sonó por todos los rincones. Por toda la urbe, los Ariekei se tambalearon y se detuvieron. Sus edificios se tambalearon también.

Me dio asco. Torcí la boca. Más allá de la Ciudad Embajada todo se estremeció de alivio. La voz viajó por cañerías, cables y cuerdas, hasta todos los rincones de la urbe, y entró en las centrales de energía, que de pronto piafaban debido a un repentino y erróneo gozo. Al cabo de pocas horas volvería a aparecer el síndrome de abstinencia. Junto al límite de nuestra zona lo notábamos en el pavimento: un temblor al moverse las casas. Captábamos sus biorritmos a través de nuestras ventanas, podíamos calibrar cuánto necesitaban la droga del habla.

En el pasado, cada pocos meses, en la época de la cosecha o el destete, enviábamos a Embajadores y brigadas de trueque provistos de aeolis a hablar con los pastores Ariekene de los rebaños biotrucados, quienes les explicaban el funcionamiento de diferentes productos, esas máquinas medio diseñadas y medio nacidas al azar, qué hacía cada una y cómo. Ahora, los Ariekei desatendían sus tierras de fuera de la urbe. Seguían llegando biodispositivos a la urbe, y las convulsiones de las enormes gargantas que recorrían kilómetros hasta los terrenos de cultivo indicaban que también seguían entrando alimentos. Y que, mediante una perístole inversa, se estaba transmitiendo la adicción.

—Este mundo se está muriendo —dije—. ¿Cómo pueden dejarlo morir así?

No veíamos ningún intento de autotratamiento, ningún tipo de lucha. No veíamos héroes Ariekene. Los Embajadores podían conversar con ellos en las horas posteriores al suministro de una dosis de la voz de EzRa, cuando a los humanos nos parecían lúcidos, pero solo para trazar planes brevísimos respecto a asuntos muy inmediatos.

—«¿Qué crees que deberían estar haciendo?» —MagDa eran de los pocos Embajadores que trabajaban para provocar el cambio. Yo me había unido a ellos, intentaba formar parte de aquel nuevo equipo. Conocía a MagDa y Simmon, a científicos como Southel. La mayoría, sin embargo, eran gente nueva para mí—. «No hay equilibrio posible.» «Esto es azar. Un despelote cósmico.» —MagDa no se habían corregido. Vi capilares rotos bajo los ojos de una de ellas, y nuevas arrugas junto a la boca de la otra—. «Esto solo es un problema técnico entre dos evoluciones» —dijeron—. «¿Cómo iban a contemplarlo?» «Esto no significa nada.» «Se escucharán a ellos mismos hasta morir antes de intentar cambiar.»

Los Anfitriones siempre habían sido incomprensibles. En ese sentido, y solo en ése, nada había cambiado.

Los pisos superiores de la Embajada se habían convertido en una ruina moral. Un poco más abajo, vi a Mag y Da camelando a los Ariekei que venían, obligándolos a concentrarse el tiempo suficiente para asegurarse de que habían entendido nuestros pedidos de materiales y procesos. Y a cambio, ¿qué ofrecían MagDa?

Que hable sobre el color, me pareció oír decir a un Anfitrión.

Lo hará, dijeron MagDa. Vosotros nos traeréis los animales-herramienta antes de mañana y nosotros nos encargaremos de que describan todos los colores de las paredes.

—«Todavía estamos con los colores» —me dijo Mag—. «Les encanta» —añadió Da—. «Pero tarde o temprano…» «… el interés desaparecerá.»

Después de esa conversación entendí mejor los pequeños discursos de EzRa a la urbe. Normalmente alguien traducía. Algunos tenían cierta lógica. Otros eran frases aleatorias, o declaraciones de preferencia o condición. Yo estoy cansado, sujeto-verbo-atributo, como en los libros de gramática para niños. Me di cuenta de que lo que antes me habían parecido caprichos temáticos quizá fueran regalos para determinados oyentes Ariekene, a cambio de determinado favor. Economía y política.

En los pasillos de la Embajada, Ra, el no-doppel imposible, se reunió con MagDa y conmigo. Mag y Da lo besaron. Su presencia hizo que se nos acercaran varias personas ávidas de algún tipo de intercesión. Ra se mostró tan amable como pudo con ellas. Yo ya había visto a demasiados mesías producidos por la Ciudad Embajada.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —le preguntó una mujer, angustiada.

—Hasta que llegue el relevo —contestó Ra.

Cientos de miles de horas malviviendo en el intersticio mientras los Anfitriones suspiraban por los discursos de EzRa.

—¿Y después? —dijo la mujer—. ¿Qué pasará después? ¿Nos marcharemos?

Nadie contestó. Vi las caras de MagDa. Pensé en lo que significaría para ellas la vida en el exterior.

No sería la primera vez que llegara un relevo a un mundo que había sufrido una catástrofe. No se los podía prevenir; no hay forma de superar a una inmernave. La tripulación nunca sabía con qué iba a encontrarse cuando se abrieran las puertas. Conocía casos de naves comerciales que habían emergido del ínmer y se habían encontrado un osario donde antes había una próspera colonia. O enfermedad o locura colectivas. Me pregunté cómo sería para el siguiente capitán emerger en nuestra órbita, acercándose tanto como pudiera al faro Ariekene. Si teníamos suerte, a esa nave la estaría esperando una población desesperada por adquirir el estatus de refugiada.

¿MagDa en el exterior? ¿CalVin? ¿O incluso Mag y Da, Cal y Vin? ¿Qué harían? Y ellos eran de los Embajadores que permanecían más serenos. La mayoría ya se estaba viniendo abajo, en diversos grados.

—«Entran en la urbe» —me dijeron MagDa cuando nos quedamos solas. Hablaban de los Embajadores—. «Los que todavía aguantan un poco.» «Entran y buscan Anfitriones.» «A los que conocen, con los que siempre han trabajado.» «O se quedan… entre dos edificios.» «Y se ponen a hablar.» —Sacudieron las cabezas—. «Entran en grupos de dos, tres o cuatro Embajadores e…» «… intentan…» «… que los Ariekei los escuchen.» —Me miraron—. «Nosotras también fuimos, una vez. Al principio.»

Pero los Ariekei no querían escuchar. Entendían, y quizá hasta contestaran. Pero al final siempre volvían a quedarse esperando las declaraciones de EzRa. Las pterocámaras se metían en todas partes, no dejaban que los Embajadores ocultaran sus fracasos. Había visto secuencias de JoaQuin aullando, y hablando Idioma, y, desesperados, perdiendo el ritmo, de modo que los Ariekei a los que intentaban hablar no los entendían.

—¿Te has enterado de lo de MarSha? —me preguntaron MagDa. No recuerdo que sus voces me previnieran de que iban a decir algo espeluznante—. Se han suicidado.

Paré de hacer lo que estaba haciendo. Me incliné sobre la mesa y miré fijamente a MagDa. No podía hablar. Me tapé la boca con una mano. MagDa me miraban.

—Habrá otros —dijeron por fin, en voz baja.

Cuando llegara la nave, pensé, podría marcharme.

—¿Dónde está Wyatt? —pregunté a Ra.

—En la cárcel. Al final del mismo pasillo donde está Ez.

—¿Todavía? ¿Qué hacen? ¿Sonsacarle información? —Ra se encogió de hombros—. ¿Dónde está Scile?

No había visto a mi marido, ni sabía nada de él, desde el inicio de aquellos infortunados acontecimientos.

—No lo sé —dijo Ra—. Ya sabes que en realidad no lo conozco. Antes, cuando hablábamos, siempre estábamos rodeados de miembros del Cuerpo. Ni siquiera sé si lo reconocería. Ni siquiera sé quién es, y mucho menos dónde está.

Bajé, vi a unos agentes registrando una habitación donde había gran cantidad de documentos; buscaban algo que pudiera ser útil. Todos escarbábamos mucho. Unos pisos más abajo, oí que alguien me llamaba. Me paré. Era Cal, o Vin, plantado al pie de una escalera. Me cerró el paso y se quedó mirándome.

—Me han dicho que te encontraría por aquí. —Estaba solo. Arrugué la frente. Su doppel no apareció. Me cogió las manos. Hacía meses que no hablábamos. Yo miraba alrededor y fruncía el entrecejo—. No sé dónde está —dijo—. Cerca, seguro. No tardará en venir. Me han dicho que estabas aquí.

Era al que yo había querido despertar. El gesto de desesperación con que me miraba me hizo estremecerme. Agaché la cabeza para esquivar su mirada y vi algo a lo que no pude dar crédito.

—Has desenchufado tu conector —dije.

Las luces estaban apagadas. Me quedé mirándolo.

—Te buscaba porque…

Se quedó sin nada que decir, y me conmovió. Le toqué un brazo. De pronto me pareció tan necesitado que no pude evitar compadecerme de él.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté.

Mi situación era adversa, pero de pronto los Embajadores también lo habían perdido todo.

En el pasillo, detrás de él, apareció su doppel.

—¿Estás hablando con ella? —Intentó agarrar a su hermano, que sin dejar de mirarme se soltó de su doppel—. Ven conmigo.

No estaban corregidos. Detecté diferencias, como las había detectado en MagDa. Discutieron en voz baja, y el recién llegado se retiró.

—Cal —dijo el primero, la mitad que me estaba buscando—. Cal. —Señaló a su hermano, que se alejaba por el pasillo. Se hincó el pulgar en el pecho—. Vin.

Comprendí que la nostalgia que sentía no era por mí, o no solo por mí. Lo miré a los ojos. Vin fue a reunirse con su hermano, y se quedó unos segundos mirándome antes de darse la vuelta.