Anteriormente, 10

En varias ferias y actos de la Ciudad Embajada me habían pedido que contara historias del ínmer. Mostraba trids e imágenes de las horas que había pasado en el exterior, supuestamente a los niños, aunque siempre había muchos adultos entre el público. El ínmer estaba y está lleno de renegados y refugiados. Emergen donde pueden y hacen lo que pueden. Les contaba historias. Había transportado todo tipo de cosas a todo tipo de sitios: joyas; ganado afectado por el inmersíndrome; cargas de residuos orgánicos a un planeta-basurero gobernado por piratas. Reservaba lo último para el final, un visualizador cambiante del faro que señala el límite del siempre conocido: aquí, justo al lado de Arieka. Lo mostraba a través de diversos filtros, culminando en el tropoware que lo convertía en un faro, una luz en la oscuridad.

—¿Lo veis? Eso es lo que veis. Está aquí mismo. Más allá de nosotros no hay nada registrado. Vivimos al final de la luz.

Me asombraba lo adictivo que resultaba el estremecimiento del público. Esa vez, en la Fiesta de la Ficciociencia, no habían requerido mi presencia.

—¿Qué ha pasado entre CalVin y tú? —me preguntó Ehrsul.

No se lo conté. Ni a ella, ni a nadie.

Los microclimas de la urbe y los de la Ciudad Embajada estaban configurados según un complejo algoritmo que nunca me había molestado en descodificar. Siempre me habían fascinado vagamente los planetas sometidos a su inclinación, con estaciones más o menos predecibles. En la Ciudad Embajada percibía climas particulares, por supuesto, pero nunca los esperaba.

Hacía más calor. Por lo visto tocaba que llegara el verano.

Fui sola a la Fiesta de la Ficciociencia. Cuando comprendí que Ehrsul esperaba que fuéramos juntas, tuve que decirle que no. Sé, por su silencio, que eso le dolió, o estimuló la subrutina de su software Turing que manifestaba esa apariencia. Pero tenía que ir sola. No lo hacía para castigarla —porque aquel no era el primer silencio de Ehrsul—, pero necesitaba estar sola en previsión de lo que pudiera pasar. Tenía la absoluta certeza de que iba a ocurrir algo, como si supiera que aquel era el último capítulo.

Había salas de juego, restaurantes, casas de masaje, sitios dedicados al sexo; y había zonas diseñadas para nuestros Anfitriones. Llegaron en gran número, informados por sus redes, mediante la tecnología que nosotros habíamos ayudado a implementar. Jamás había visto a tantos Anfitriones en la Ciudad Embajada.

En las calles había adivinos y actores. Aparecían caricaturas trid de los transeúntes, y rápidamente dejaban de existir. Para entrar había que pasar un control de seguridad: detectores terretecno de metales y flujos de energía, y arcos biotrucados que resoplaban cuando pasábamos, buscando algo que revelara compuestos armamentísticos. Entre el público había agentes de policía.

Al hacerse de noche, los humanos y los Kedis se emborracharon o se drogaron más. Los niños correteaban en misiones frenéticas. Los automas deambulaban. Vi un banco de Shur’asi adolescentes, a un Pannegetch solitario tirando unos dados. Los Anfitriones miraban cómo jugábamos a lanzar peniques. Nos observaban con fascinación de turistas, escuchaban las canciones que cantaban nuestros intérpretes, intrigados por nuestras armonías. No encontré a Scile.

No creo que los Ariekei empatizaran con nuestra predilección por la simetría y las marcas temporales: los solsticios, el mediodía. Pero la Fiesta de la Ficciociencia era nuestra además de suya, y de ahí que el Festival de Mentiras empezara a medianoche.

El entoldado era del tamaño de una catedral: había sitios donde la piel biotrucada no había acabado de crecer, y los agujeros estaban entretejidos con gasa o plástico decorativos. Había asientos de teatro para los Terres alrededor de la arena, y espacios para los exots y los Anfitriones. Vi a algunos conocidos, y ellos gritaron mi nombre. Vi a Hasser, que me saludó con la mano. Parecía asustado. Iba demasiado deprisa y no pude alcanzarlo. Junto al escenario principal había un nutrido grupo de Embajadores. Estaban CalVin, CharLott, JoaQuin, MagDa, JasMin y otros, hablando con miembros del Cuerpo. Cerca de ellos había unos Ariekei; reconocí a un par. A Peral, y a otros a los que quizá podría llamar líderes. Más allá esperaban los actores, humanos y Ariekene.

surltesh-echer estaba con Bailaora Española y otros miembros de su séquito. Era fácil reconocerlo.

Se produjo un silencio salpicado de susurros de emoción Terres cuando se apagaron las luces y estallaron unos leds de colores. Con potente doble voz proyectada, la Embajadora CharLott se colocaron en medio de los espectadores y hablaron en Idioma. Un traductor nos gritaba teatralmente a los locales:

—¡«Está lloviendo», dicen la Embajadora! «¡Está lloviendo licor!»

Era como si con esas endebles falsedades intentaran emocionar también a los moradores de la Ciudad Embajada, y no solo a los Anfitriones; lo encontré absurdo. Pero por encima de los sonidos de alegría de los Ariekei que miraban hacia arriba buscando la lluvia que no estaba allí, se oían los gritos de los Terres: mis vecinos expresaban su satisfacción cada vez que la Embajadora exponían una nueva mentira. Como si los Embajadores tampoco pudieran mentir.

Llegué a las primeras filas cuando CharLott terminaban su actuación. Actuaron otros Embajadores. Me di cuenta de que estaban creando una especie de arco narrativo para los oyentes. Para nosotros. Oímos mentiras que eran un interludio cómico, otras para incrementar la tensión, otras cuya intención era conmover.

Cuando terminaron, tras unos largos y emocionantes momentos, los Anfitriones ocuparon su lugar. Cada Ariekes decía solo una o dos frases breves. La mayoría lo hacía mediante trucos verbales, como susurrar la cláusula final. Cada nuevo éxito recibía los vítores de los Terres y la aprobación de los Ariekei. Muchos participantes se atascaban y decían algo cierto. Los Anfitriones del público reaccionaban con lo que podía ser burla o compasión.

Estoy de pie. No estoy de pie.

Esto que tengo delante no es rojo.

surltesh-echer se adelantó por fin para la confrontación programada. Enfrente tenía a las dos doppels de la Embajadora LuCy, que se movían como pugilistas, haciendo oscilar los brazos como si realizaran ejercicios de calentamiento. Aquello me sorprendió; había visto anunciada esa competición, pero había creído que serían CalVin quienes representarían a la Ciudad Embajada. La Embajadora y el Anfitrión se pusieron en guardia. Pensé que aquello era como una blasfemia. ¿Quién podía haberlo permitido? Hubo aplausos, pero un hombre que estaba a mi lado, como si canalizara mi opinión, masculló: «Esto es una barbaridad».

Antes de que vinieran los humanos no hablábamos mucho de ciertas cosas, dijo surltesh-echer.

El maestro de ceremonias estaba exponiendo a gritos las reglas del enfrentamiento. Antes de que vinieran los humanos no hablábamos mucho de ciertas cosas, repitió surltesh-echer, y abrió las alas. Ignoro qué sentimientos alienígenas tenía en ese momento, pero a nosotros su actitud nos pareció jactanciosa. Las dos doppels y el Ariekes, aquella complicada y enorme bestia, se miraron de hito en hito. La Embajadora abrieron las bocas. Antes de que hablaran, surltesh-echer dijo: Antes de que vinieran los humanos no hablábamos mucho.

Se armó mucho jaleo. Antes de que vinieran los humanos, continuó el Anfitrión, y supe cuál iba a ser la mentira, no hablábamos.

Lo dijo con claridad. Hubo una pausa, y entonces los Ariekei balbucearon, embelesados. Hasta los Terres comprendimos que habíamos oído algo extraordinario. Había mucho ruido. Algunos polemizaban a gritos. Vi empujones entre el público.

—¡Falso! —gritaba alguien—. ¡Falso!

De pronto, alguien apartó bruscamente de su camino a hombres y mujeres, quienes, entre gritos, lo dejaron pasar. Vi al hombre que se acercaba: era Valdik.

—¡Falso! —gritaba al tiempo que corría; golpeó el suelo con un garrote, y oí una detonación espasmódica. Su arma tenía energía. Y después hablábamos de la seguridad. Se colocó frente a surltesh-echer y gritó que era falso. Levantó el garrote. Los Anfitriones estiraron los corales-ojo. La gente corría hacia nosotros—. ¡Maldita serpiente! —gritó Valdik.

surltesh-echer lo observaba; su coral se extendió hasta alcanzar la envergadura de una cornamenta. Oí el disparo de un arma, y Valdik se agachó, chamuscando el suelo con el garrote. Unos policías lo agarraron y lo redujeron a golpes.

—¿Iba a atacar a un Anfitrión? —preguntaba la gente, atónita.

Oía a Valdik, que seguía gritando:

—¡Es el diablo! ¡Nos va a destruir! ¡No le dejéis mentir!

Los Ariekei no hicieron ningún ruido. Los agentes levantaron por fin a Valdik, ensangrentado y desgreñado, casi inconsciente. Empezaron a arrastrarlo para sacarlo de allí, y sus pies arañaban el suelo. Habían pasado decenas de segundos desde su ataque. Creo que yo era la única persona entre el público que observaba a CalVin y sus silenciosos colegas, una de las pocas que no miraba cómo se llevaban al apaleado asesino en potencia.

Vi a Scile. Estaba con ellos, entre los Embajadores y el Cuerpo. Eso era; allí era donde había que mirar. Ellos no miraban a Valdik, sino a surltesh-echer, y más allá, a Peral y su grupo de Ariekei. Fui una de las pocas personas allí presentes que vio lo que pasó entonces.

Peral se desplazó. Hasser salió de detrás de él con paso decidido. Hasta surltesh-echer miraba todavía a Valdik. Los policías no vieron salir a Hasser, no pudieron intervenir. Estaban ocupados, se dejaron engañar con un truco viejísimo. Me aparté.

Uno de los ojos de surltesh-echer detectó algo, y todo el coral se arqueó hacia atrás para mirar. Vi a Bailaora Española, la oí llamar a alguien, agitando su utensilia con angustia alienígena. Hasser apuntó con un biodispositivo. Un caparazón de cerámica, una empuñadura de pistola que, a su vez, lo empuñaba a él. Disparó. No había nadie allí para impedírselo.

Disparó, y la zoopistola abrió la garganta y aulló. Acribilló a surltesh-echer desde el otro extremo del mentidero, salpicándolo todo de sangre de Anfitrión de color barro.

Saltó por los aires y se hizo pedazos. Hasser no paraba de disparar. La utensilia de surltesh-echer se desprendió de su cuerpo. Sus piernas se agitaban, asombrosamente insectiles. Chorreaba por todas partes.

Entonces la bala de un policía abatió a Hasser, y lo perdí de vista. Cuando volvieron a empezar los gritos, yo ya estaba a su lado, temblando. Me costaba respirar, como si hubiera salido del aeoli. Hasser tenía la mirada fija y ciega. Oí las vibraciones póstumas del caparazón quitinoso de surltesh-echer.

Bailaora Española trazaba formas con las alas. Sus colores se encendían. Era la primera vez que veía el duelo Ariekene. Miré a Peral, que me miró. Ignoré la conmoción y los gemidos que se oían en la sala, y miré a Peral, a CalVin y a Scile. Recuerdo que cada vez que exhalaba me salía un gemido. Ellos contemplaban el cadáver de Hasser con gesto inexpresivo. Debían de haberme visto.

Así fue como asesinaron al mentiroso más virtuoso de los Ariekei.

Los días posteriores fueron tal como debéis de imaginar. Caos, miedo, nerviosismo. Hacía cientos de miles de horas, vidas, que ningún morador de la Ciudad Embajada hería a un Anfitrión. De pronto tomamos conciencia de que si existíamos era solo porque nos toleraban. El Cuerpo impuso el toque de queda, otorgó poderes extraordinarios a la policía y al personal de seguridad. En el exterior, yo había estado en ciudades y colonias bajo dictaduras de diversa índole, y sabía que lo que teníamos era una curiosa aproximación a la ley marcial, algo sin precedentes en la Ciudad Embajada.

Sentía una gran tristeza. Lloraba, pero solo cuando estaba sola. Sentía mucha lástima por Hasser, el pobre fanático clandestino; y por Valdik, quien sigo creyendo que nunca supo que lo habían utilizado como distracción, y cuya lealtad hacia Scile era tal que, después de esa noche, afrontó su ejecución negando que alguien más hubiera participado en su plan.

Sentía una gran lástima por surltesh-echer. No sabía qué emoción era la apropiada tras la pérdida de un Ariekes, así que me decidí por la tristeza.

Apagué mi buzzer un día entero y no contesté cuando llamaron a mi puerta. El segundo día seguí con el buzzer apagado, pero abrí la puerta. Era un automa runruneante y con forma antropoide al que nunca había visto. Parpadeé y me pregunté quién habría enviado a aquella cosa, y entonces le vi la cara. La pantalla era más rudimentaria que cualquiera en las que la hubiera visto plasmada anteriormente, pero era Ehrsul.

—Hola, Avice —dijo—. ¿Puedo pasar?

—Ehrsul, ¿por qué te has cargado en un…? —Sacudí la cabeza y me aparté para dejarla entrar.

—El otro modelo no tiene esto. —Hizo oscilar los brazos de la cosa, que parecían cuerdas.

—¿Para qué los necesitas? —pregunté.

Y ella, Farotekton la bendiga, me abrazó como si yo acabara de perder a un ser querido. No me preguntó nada. Le devolví el abrazo, un abrazo largo.

Volví una vez más a El Fular. Compuse una expresión imperturbable y entré con andares de orgulante. No había allí ningún símil, y creo que ninguno volvió. Dejé de fingir. Pero el dueño, cuyo nombre nunca me había molestado en preguntar, y al que solo me refería por el apodo en lengua vernácula que le habíamos puesto y que ahora no recuerdo, vino corriendo hacia mí, muy agitado, como si yo pudiera ayudarlo. Me dijo que los Ariekei seguían viniendo: Bailaora Española; uno al que llamábamos Bautista; algunos Profesores más. Se quedaban mirando fijamente el sitio donde antes se sentaban los símiles.

—Surl Tesh-echer venía muy a menudo —dije—. Quizá vengan para sentirse cerca de su amigo.

El dueño temía que los Anfitriones tomaran represalias por la muerte de surltesh-echer. Mucha gente estaba muerta de miedo. Yo no. Había visto a Peral apartarse para dejar pasar a Hasser y decirle algo. Había visto a CalVin y a los demás esperando ese momento.

surltesh-echer había sido asesinado, pero también había sido ejecutado, públicamente, por sus pares. Por herejía, habían sentenciado a surltesh-echer a «Muerte a manos de humano».

La Ciudad Embajada no podía saberlo, y no lo sabría. Tenían que conseguir, y lo consiguieron, que para la mayoría de la población la situación pareciera un caos, y no el cuidadoso momento jurídico que era también.

Los Ariekei conservadores habían decidido que no podían tolerar a surltesh-echer, y que no iban a permitir sus experimentos. Una mentira era una representación, y un símil era retórica: la síntesis de esas dos cosas, sin embargo, el primer paso hacia convertirse en otro tropo muy diferente, era sedición. Yo jamás habría presupuesto que entendía las motivaciones de ningún exot, y había crecido sabiendo que no podía entender el pensamiento de los Anfitriones. Fuera lo que fuese lo que había llevado a los poderes Ariekene a su brutal decisión podía ser o no comparable a los cálculos que también se habían llevado a cabo detrás de las puertas de la Embajada. La resistencia Ariekene a esas innovaciones podía haber sido ética, o estética, o aleatoria. Podía haber sido religiosa, o un juego. O instrumental, una expresión de algún cálculo frío y cínico, un juego de fuerzas entre camarillas.

Recordé el nerviosismo de Cal o Vin cuando me habían dicho que algunas ideas de Scile sobre surltesh-echer tenían sentido. Los Embajadores, al igual que sus jueces Ariekene, habían detectado en él un peligro inminente. Nunca creí que CalVin vieran qué era ese mal inminente como lo había visto mi marido, pero donde hay compromiso y desacuerdo podía haber cambio, y quizá bastara con eso. Había estado gestándose una catástrofe y, juntos, los Ariekei y los Terres la habían abortado. Habían resuelto un problema.

¿A quién podía contárselo? ¿Y qué si podía demostrar algo? No todos considerarían aquello un delito, ni mucho menos. Y ¿qué consecuencias podía tener para mí? No tenía ni idea de cuántos Embajadores lo sabían, ni si los que lo sabían lo reprobaban, ni qué me harían si protestaba. Es imposible que fuera la única que se enteró de lo que pasaba. Había suficientes fragmentos de información. Pero el Cuerpo reafirmaba el horror y la conmoción y subrayaba a los moradores de la Ciudad Embajada que habían pedido disculpas a los Anfitriones, y que se había hecho justicia con Hasser y Valdik. Aplicaron duras medidas represivas contra el resto de los seguidores del culto drumaniano.

Scile se fue por fin a vivir a la Embajada, entró a formar parte del Cuerpo. Un buen día, todos sus objetos personales habían desaparecido de mi casa. La cobardía no era uno de sus defectos. Creo que me evitaba; quizá quisiera ahorrarme su cólera.

Nunca dejó de horrorizarme la ejecución que había presenciado. Pero pasaron los meses —y nuestros meses son largos— y salimos de las zonas de calma, y Valdik y Hasser llevaban mucho tiempo muertos. Yo seguía sin hablar con CalVin ni con Scile, pero aunque no sabía qué miembros del Cuerpo ni qué Embajadores eran cómplices de lo ocurrido, no podía rechazarlos a todos eternamente. Así no podía vivir en la Ciudad Embajada. No se trataba de compromiso, sino de supervivencia.

Hasta CalVin y yo encontramos la forma de estar en la misma habitación, sin decirnos nada, cuando coincidíamos. Al final acabé aceptando que tal vez algún día llegáramos a intercambiar un breve y frío saludo.

Recordaba aquellas facetas de Scile, las pequeñas opacidades que siempre habían estado presentes, que siempre me habían intrigado, y que ahora parecían constituir todo su ser. Ignoraba qué temores les inspiraba surltesh-echer al resto de los miembros del Cuerpo cómplices, pero creía que debían de ser políticos. Sin embargo nunca estuve segura respecto a Scile, pese a que ahora él también formaba parte del Cuerpo oficialmente, y desde hacía mucho tiempo era uno de ellos. Pese a su consumada manipulación de aquellos ingenuos símiles fanáticos. Él era un burócrata, pero me preguntaba si realmente era un profeta.

Pasados muchos meses de aquellos terribles sucesos, aquella primera crisis, cuando la Ciudad Embajada entraba en una etapa diferente, cuando se acercaba la llegada de la siguiente nave, cuando terminó el tiempo que he llamado «anteriormente», los Anfitriones, por lo visto, convirtieron a Scile en símil. Me enteré por Ehrsul.

Ehrsul no consiguió averiguar qué había tenido que hacer Scile exactamente. Era parte del Idioma, pero nunca oí que lo usaran, pese a que lo intenté de diversas y espero que discretas maneras. Por contraste, los símiles Hasser y Valdik, alterados por los acontecimientos, salieron vigorizados. Es como el niño al que abrieron y cerraron y que está muerto. Es como el hombre que nadaba con peces todas las semanas y que está muerto. Los Ariekei encontraron nuevos usos para esas nuevas formulaciones.

Ehrsul fue una buena amiga mía en una época bastante deprimente, aunque no me arriesgué a contarle todo lo que sabía que había pasado. Me decía a mí misma que solo estaba esperando. Yo era inmersora. Cuando llegara el relevo, saldría al exterior, me alejaría de allí. Entonces llegó el miab, con pormenores de lo que llegaría a continuación, y noticias de nuestro imposible Embajador.

¿No iba a quedarme para ver qué pasaba? A partir de ese momento, todo es actualidad, y es la única historia que queda. ¿No deseaba que se produjeran cambios en la Ciudad Embajada?

Más adelante, la magnitud de la crisis hizo que aquello, retrospectivamente, solo sea un recuerdo culpable; sin embargo, yo me había alegrado la primera vez que había intuido que las cosas no iban como estaban planeadas, el día que había conocido a EzRa en el Baile de Bienvenida y había tenido la impresión de que se estaba extendiendo un caos inesperado por la Ciudad Embajada.