La gente deambulaba por las calles con una especie de incertidumbre utópica, consciente de que todo había cambiado pero sin saber en qué se había convertido su ciudad. Los adultos hablaban y los niños jugaban. «Me siento inclinado a ser prudente», oí decir a un hombre, y me habría reído en su cara. ¿Inclinado?, le habría dicho. ¿Inclinado en qué sentido? ¿Qué piensas hacer? ¿Cómo vas a ser prudente?
Siempre habíamos vivido en un gueto, en una ciudad que no nos pertenecía a nosotros, sino a unos seres mucho más poderosos y extraños. Habíamos vivido rodeados de dioses —dioses minúsculos, pero dioses comparados con nosotros, teniendo en cuenta qué tenían ellos a su disposición y qué teníamos nosotros— y lo habíamos ignorado. Ahora ellos habían cambiado, y nosotros no teníamos forma de entenderlo, y lo único que podíamos hacer era esperar. Las absurdas discusiones de los moradores de la Ciudad Embajada eran tan carentes de sentido como el sonido de los pájaros.
Desde las pantallas bid y trid, nuestras nuevas figuras me decían cosas como: «La situación está siendo minuciosamente analizada». Intentábamos encontrar un lenguaje para entender un tiempo anterior a lo que fuera que viniera después. Recorrí el pequeño distrito Kedis. Las troikas dirigentes se habían enterado del asesinato, sabían suficiente psicología Terre como para que todos nuestros temores se les contagiaran, y también estaban nerviosas.
No logré convencer a Ehrsul para que me acompañara a la zona más revuelta de la Ciudad Embajada, a los barrios altos donde la gente se concentraba, persiguiendo rumores que no les revelaban nada, observando como espectadores impotentes la urbe que se movía tan misteriosamente como siempre, pero ahora con un misterio diferente. Todos lo veíamos. Fui a su apartamento. Ehrsul estaba mustia, pero todos lo estábamos.
Me preparó un café y le añadió uno de aquellos estimulantes que muchos de nosotros tomábamos. Se movía hacia delante y hacia atrás sobre sus bandas de rodamiento. Sus mecanismos estaban bien lubricados, pero era inevitable que con la repetición se oyeran desafortunados ruiditos que al poco rato empezaron a resultar molestos.
—¿Has averiguado algo? —le pregunté.
—¿Sobre lo que está pasando? No, nada.
—¿Y en el…?
—No, nada. —Hizo que su cara parpadeara—. En las redes se oyen todo tipo de tonterías, pero si hay alguien que entiende lo que ha pasado o sabe qué va a pasar, habla por canales a los que no puedo acceder.
—¿Y EzRa?
—¿Qué pasa con EzRa? ¿Acaso crees que dejo de contarte algo importante? ¡Dios! —Me incomodó su tono—. No sé dónde están, igual que tú. Yo tampoco he vuelto a verlos después de la fiesta. —No le dije que yo sí había vuelto a ver a Ra—. Hay muchos rumores, eso sí: están en el exterior, están controlando la situación, están preparando una invasión, están muertos. Nada por lo que yo esté dispuesta a jugarme mi reputación. Si tus canales con la Embajada no han pescado nada, ¿por qué iba a hacerlo mi lamentable programa de búsqueda? —Nos miramos.
—Está bien —dije—. Ven conmigo a…
—No voy a ninguna parte, Avice. —Su tono de voz descartaba cualquier discusión.
Por una vez, eso no me disgustó del todo.
Me dirigí a la tapia de las monedas. Volver a un sitio que visitaste por última vez cuando eras niño siempre es difícil, y sobre todo si se trata de una puerta. El corazón se te acelera cuando llamas. Pero llamé, y me abrió Bren.
Yo tenía la cabeza agachada, para darme un poco de tiempo. Levanté la cabeza y lo miré. Lo encontré muy mayor, porque tenía el pelo cano. Pero nada más: no podía decirse que estuviera derrumbándose. Me reconoció. Antes de que yo lo mirara a los ojos, estoy segura.
—Avice —dijo—. Benner. Cho.
—Hola, Bren.
Nos miramos, y al final él emitió un sonido entre un suspiro y una risa, y yo sonreí, aunque con tristeza, y él se apartó para dejarme entrar en la habitación que yo recordaba extraordinariamente bien y que no había cambiado en absoluto.
Me trajo algo de beber y yo bromeé sobre el cordial que me había ofrecido la primera vez. Él recordaba la cantinela que recitábamos cuando hacíamos girar las monedas, y me la recitó, aunque imperfectamente. Dijo no sé qué, algo que significaba «¡Fuiste al exterior, eres una inmersora!». Una felicitación. Creí que debía darle las gracias. Nos sentamos frente a frente. Él todavía estaba delgado, iba vestido con la misma ropa elegante que yo recordaba.
—Bueno —dijo—. Has venido porque el mundo se acaba.
Detrás de él, una pantalla sin sonido mostraba imágenes de la confusión que reinaba en la Ciudad Embajada.
—¿Se acaba?
—Creo que sí. ¿Tú no?
—No sé qué pensar. Por eso he venido.
—Yo creo que sí, que el mundo se acaba. —Se recostó. Parecía sentirse cómodo. Bebió y me miró—. Sí. Todo lo que conoces ha terminado. Ya lo sabes, ¿verdad? Sí, ya veo que sí. —Percibí el cariño que sentía por mí—. Me impresionaste —dijo—. Qué niña tan intensa. Me daban ganas de reír. Incluso mientras cuidabas a tu pobre amigo. El que había respirado el aire de los Anfitriones.
—Yohn.
—Bueno, bueno. —Sonrió—. El mundo se acaba y has venido. ¿Por qué? ¿Crees que yo puedo ayudar?
—Creo que puedes contarme cosas.
—Bueno, créeme —dijo—, en ese castillo nadie quiere que yo sepa nada. Me mantienen tan alejado de allí como pueden. No voy a decir que no tenga ningún enchufe, siempre hay alguien dispuesto a cotillear con un anciano, pero seguramente tú sabes, como mínimo, tanto como yo.
—¿Quién es Orados? —pregunté.
Bren me miró con fijeza.
—¿Orados? ¿Me preguntas quién es? Vaya. Dios Farotekton. —Se alisó la pechera de la camisa—. Sí, me lo he preguntado. Pensé que podría ser eso, pero… —Sacudió la cabeza—. Pero tú dudas. No puedes creerlo, ¿verdad?
»Orados no es una persona —dijo Bren—. Los orados son yonquis.
—Todo lo que podía pasar ya ha pasado alguna vez —dijo. Se inclinó hacia mí—. ¿Dónde crees que están los Embajadores que han fallado, Avice?
Era una pregunta tan sorprendente que se me cortó la respiración.
—Si te lo preguntara directamente, no se te ocurriría responder que todos y cada uno de los monocigóticos que cría la Embajada resulta adecuado para las labores diplomáticas, ¿verdad? —dijo—. Claro que no. Algunos doppels no cuajan; no se parecen lo suficiente el uno al otro, tienen peculiaridades, no consiguen pensar igual, pese al entrenamiento. Lo que sea.
»Eso lo habrías sabido sin que te lo dijera nadie, si te hubieras permitido pensarlo. No es exactamente un secreto. Simplemente, es algo que no se piensa. Sabes que los doppels se retiran, cuando el otro muere. —Levantó un poco las manos y se señaló—. Nunca has estado en el vivero de la Embajada, ¿verdad? Hay muchos que ni siquiera llegan a salir de allí. Si creces y te educan y te entrenan para realizar un trabajo y no puedes hacerlo, ¿qué ventaja tiene dejarte salir? Eso solo causaría problemas.
Pequeñas habitaciones donde los gemelos devueltos mataban el tiempo. Doppels mustios, separados, que habían dejado de funcionar: uno entero, el otro como una imagen derretida; o quizá ambos defectuosos; o ninguno de los dos defectuoso físicamente, pero con alguna tara inapreciable a simple vista; o simplemente incapaces de hacer eso para lo que nacieron.
—Y si ya estás fuera —continuó—, ¿qué haces cuando te das cuenta de que odias tu trabajo, o a tu doppel, o lo que sea? —Hablaba con dulzura, con tacto—. Cuando murió mi… Fue un accidente. No murió de viejo. La gente nos conocía… Me conocía a mí… Yo era demasiado joven para desaparecer. Intentaron engatusarme para que me fuera a la residencia, por supuesto. Pero no podían obligarme. ¿Y qué si no les gusto a mis vecinos? ¿Y qué si ellos me consideran un lisiado? A nadie le gusta que un hendido vaya por ahí mostrando su herida. Somos muñones. —Sonrió—. Eso es lo que somos.
»Algunos aprendices nunca llegan a hablar el Idioma. No sé por qué. No consiguen hablar a la vez, por mucho que practiquen. Eso tiene fácil solución: no dejas que se marchen. Pero se dan casos más difíciles. Quizá parezcan como cualquier otra pareja. Ya ha sucedido otras veces, en diversos grados. Cuando yo me entrenaba teníamos un colega, WilSon. La mente conjunta que les permitía hablar Idioma debía de tener algún fallo. Muy pequeño, nada que yo pudiera detectar, pero los Anfitriones… bueno, ellos sí.
»Teníamos exámenes. Ya nos habían examinado otros Embajadores y miembros del Cuerpo, y el último examen práctico consistía en hablar con un Anfitrión. Estaba esperándonos. No sé qué creía que estaba haciendo, cómo le pidieron ayuda. Hola, dijeron WilSon cuando les llegó su turno.
»Enseguida vimos que pasaba algo —prosiguió—. Por cómo se movía el Ariekes. Cada vez que hablan con nosotros prueban nuestra mente, y para ellos somos alienígenas. Es embriagador. Pero si las dos mitades de un Embajador no están… suficientemente unidas, ¿me explico? No dos voces al azar, sino lo bastante próximas para hablar en Idioma y que ellos lo entiendan. Pero mal. Rotas.
No dije nada.
—Ya sabes lo que el Idioma significa para ellos. Lo que oyen a través de las palabras. Pues bien, si oyen palabras que entienden, que saben que son palabras, pero que están fracturadas… Los Embajadores hablan con unidad empática. Ése es nuestro trabajo. Pero ¿y si esa unidad está y no está? —Hizo una pausa—. Es imposible, ¿me explico? Es imposible, pero existe. Y eso es un estupefaciente. Y ellos se lo chutan. Es como una alucinación, un ser y no ser. Una contradicción que los coloca.
»Quizá no a todos. Todos los Anfitriones con los que hablaban WilSon percibían que pasaba algo raro, y unos pocos… —Se encogió de hombros—. Se emborrachaban. Con sus palabras. No importaba lo que dijeran WilSon. Qué día tan bonito; Pásame el té, por favor; cualquier cosa. Cuando lo oían, algunos Anfitriones se desvanecían, y otros pedían más.
»Los Embajadores son oradores, y aquellos a quienes sucede su oración son orados. Los orados son adictos. Están enganchados al Idioma de un Embajador.
Fuera, la gente corría por las calles en un asustado carnaval. Se oían fuegos artificiales. Bren volvió a llenarme el vaso.
—¿Qué les pasó? —pregunté.
—¿A WilSon? Los pusieron en cuarentena y murieron.
Dio un sorbo.
—Todos me respetan, pero eso no evita que me odien —continuó—. Y lo entiendo. No les gusta ver mi herida.
Escribió su nombre en el aire, su nombre completo, siete letras: BrenDan. Hubo un tiempo en que fueron BrenDan, o mejor dicho brendan. Cuando murió su doppel, se convirtió en BrenDan, brendan. Él no podía pronunciar su nombre correctamente.
BrenDan se quedó mirándome largo rato, pensativo. Entonces fue hasta una mesa y dijo:
—Voy a enseñarte una cosa.
Me lanzó una caja de poco fondo. Dentro había dos conectores. El suyo y el de su doppel, Dan. Examiné los circuitos afiligranados, los cables y los contactos, las iniciales cuidadosamente labradas y las hojas de plata. Los cierres estaban cortados. Lo miré y vi las pequeñas marcas que tenía en el cuello, donde había llevado incrustado el suyo.
—¿Qué piensas? —me preguntó—. ¿Piensas que los conservo para tenerlos a mano? ¿Piensas que los escondo, para intentar olvidarlos? Avice. Si hubiera tirado el suyo y conservado el mío, pensarías que me aferro a mi muerta identidad, o que su muerte me contrariaba. Si los hubiera tirado los dos, pensarías que estoy en negación. Si conservara el suyo pero no el mío, dirías que no quería dejarlo marchar. No puedo hacer nada sobre lo que tú no opinaras. No es culpa tuya. No puedes evitarlo, es lo que hacemos. Haga lo que haga, tendrá una interpretación u otra.
(Más tarde, la segunda vez que volví a estar con él, porque yo volví y después él vino a verme a mí, me dijo: «Miro ese conector y lo odio». No dije nada. ¿Qué podía decir? Estábamos en mis habitaciones, sentados en el sofá. Mis aposentos no eran tan espléndidos como los de Bren. «No sé cuándo empezó —dijo—. Durante mucho tiempo creí que lo odiaba cuando murió, por haberse muerto, el pobre desgraciado. Ahora creo que quizá empezara antes. No debes reprochármelo. —De pronto se puso lastimero—. Estoy seguro de que él también me odiaba. No era culpa de ninguno de los dos.»)
—Mira, debieron de sospechar lo que pasaría —prosiguió—. Los Embajadores. Siempre eran los bichos raros los que parecían arriesgarse a… destrenzar… lo justo para convertir a unos pocos Ariekei en orados. A esos era a los que retenían. A otros tipos de alborotadores los declaraban ausentes sin permiso, o decían que se habían ido a vivir con los indígenas.
—¿Crees que lo sabían? —pregunté—. Y ¿qué dices que los declaraban?
—Debían de confiar en que EzRa fueran una droga. Supusieron que afectarían a uno o dos Anfitriones y que podrían declararlos inútiles. Así le darían en las narices a Bremen. Desde que se enteraron de que iban a venir EzRa han estado todos muy preocupados por quién hablaba con qué peces gordos, por qué agendas se intentaban imponer.
—Ya lo sé. Pero si esto ya había ocurrido antes, Bremen también debía de saberlo. Entonces ¿por qué enviarían a EzRa?
—¿Te refieres a saber lo de los orados? ¿Por qué iban a contarle eso a Bremen? No sé qué tenían pensado, pero esto, dejar hablar a EzRa, era la estocada de la Embajada, creo. Aunque no se imaginaban que provocaría esto. O no así. Que el resultado sería un Idioma de estas características, real pero tan imposible, tan dopante, que EzRa están infectando a todos y cada uno de los Anfitriones. Y se está extendiendo. Están todos enganchados al nuevo Embajador.
La raza selecta con que convivíamos se había vuelto dependiente, desesperada por recibir chutes de Ez y Ra hablando a la vez, fermentando el Idioma hasta convertirlo en un brebaje indispensable de contradicción, insinuación y significado ilimitados. Estábamos acuartelados en una urbe adicta. La procesión que yo había visto la componían afectados por el síndrome de abstinencia.
—¿Qué pasará ahora? —pregunté.
La habitación estaba muy silenciosa. En la urbe había cientos de miles de Ariekei. Quizá millones, no lo sabía. Nosotros no sabíamos casi nada. Sus mentes estaban hechas de Idioma; EzRa lo hablaban y lo cambiaban. Los Anfitriones dependerían de su necesidad, harían cualquier cosa por oír decir tonterías a un burócrata recién entrenado.
—Que el dulce Jesucristo Farotekton ilumine nuestro camino —dije.
—Es el fin del mundo —dijo Bren.