Alguien aplicó un software viral en los automas vagabundos de la Ciudad Embajada que les contagió la obsesión de Valdik y los convirtió en predicadores de su nueva iglesia. Su elocuencia dependía de la sofisticación de sus procesadores: la mayoría eran poco más que extasiados, pero unos pocos se convirtieron de pronto en teólogos. Caminaban tranquilamente, como siempre habían hecho, pero ahora nos abordaban y nos exhortaban a defender el idioma prelapsario, el Idioma, nosotros los pobres pecadores (la retórica era muy kitsch), condenados eternamente a hablar con una profunda estructura de mentira pero capacitados, al menos, para servir a la doble lengua de la verdad. Y cosas por el estilo.
Se programaron y se aplicaron los ajustes pertinentes, pero la infección era tenaz, y durante semanas esos sacerdotes vagabundos hicieron proselitismo entre nosotros; sus catecismos cambiaban a medida que su software se distorsionaba y arrojaba sectas protestantes, divergentes. «Nosotros somos los comisarios de los ángeles —me dijo una máquina que se tambaleaba como un suplicante—. Nosotros somos los comisarios de los ángeles parlantes, del idioma de Dios.» El virus se desactivó cuando las teorías resultantes se apartaron demasiado de la emergente ortodoxia drumaniana.
Le pregunté a Ehrsul si estaba preocupada, si había notado el cosquilleo de los gérmenes virtuales. Mi amiga despreciaba a los otros automas, a los que llamaba peleles, y me dijo que sí, que lo había notado pero que no había corrido ningún peligro. Se sospechaba de Valdik y sus símiles radicales, por supuesto, pero nadie pudo demostrar quién lo había programado, y aunque era un fastidio, en realidad no era nada más que eso. Yo sabía que Scile no tenía la pericia necesaria para programar; si no, habría pensado que había sido él.
Ahora, cuando volvía a El Fular, lo hacía por motivos de diagnóstico social. Muchos clientes de los de antes ya no se dejaban ver por allí: distanciados por las declaraciones proféticas de Valdik, organizaron salones de símiles refúsenik. Otros habían ocupado su lugar. Yo iba a escuchar a Valdik atraída por lo que llamaba «pornografía de las causas condenadas al fracaso», y quizá por si oía motivos para exigir alguna intervención. Valdik loaba a los Embajadores (en su modelo, hierofantes intercesores); expresaba su agradecimiento por ser símil, verdad, Idioma en carne y hueso.
surltesh-echer estaba presente, con Bailaora Española y otros, en la última reunión de Valdik a la que asistí. El Anfitrión también había acumulado más seguidores, de modo que pensé que debía de haber pulido su técnica y que debía de haber mejorado como mentiroso. Los dos se observaban. Valdik fruncía el entrecejo. Yo no sabía si los Anfitriones percibían su hostilidad. También estaba Hasser, uno de los pocos que conservaban amigos en ambos bandos de la emergente escisión entre los símiles. Me reconoció, y su cara reveló una emoción para la que no tengo nombre; me recordó a la mía. Una desazón, quizá esa sea la mejor manera de describirlo.
—¿No estás preocupada? —le pregunté a Ehrsul.
—Ya te lo dije —me contestó—. Soy inmune.
—No, me refiero a… ¿qué opinas? ¿Piensas alguna vez en ello? ¿No te produce una cosa u otra saber que algunos Anfitriones están aprendiendo…? Bueno, que ahora pueden dar vueltas alrededor de la verdad. —No dijo nada, así que añadí—: Que pueden mentir.
Estábamos en un bar de una de las calles comerciales de la Ciudad Embajada. Unos jóvenes medianamente adinerados observaban a Ehrsul, que tenía cierta mala fama. Hablábamos en voz baja, envueltas por la música y el ruido de los vasos. Ehrsul no me contestó.
—Algo está cambiando. Eso podría ser bueno o malo —dije por fin.
Me miró proyectando una expresión que, por diseño o por una coincidencia de ambiguos estímulos y respuestas de su software, resultaba inescrutable. No dijo nada. Cada vez me sentía más incómoda con aquel enigmático silencio, hasta que me puse a hablar de otra cosa, a lo que ella reaccionó con normalidad, dando rienda suelta a las exageradas intimidades de nuestra amistad.
Para mí, ser un símil nunca había significado gran cosa; no me importaba lo que predicara Valdik. «Es Scile», me dije: pero no, aunque estaba preocupada por él, había algo más. No sabía exactamente qué más.
—¿Qué se está haciendo? —pregunté a CalVin.
Me enteré de que también los Embajadores estaban preocupados. La nueva filosofía no podía tener más de un puñado de adeptos serios, pero en la Ciudad Embajada el fervor nos inquietaba. Los Anfitriones debían de haber percibido algo en el ambiente: últimamente había visto a más Ariekei de lo normal en el pulmón aeólico de nuestro sector.
—«Estamos hablando con los Anfitriones» —dijeron CalVin—. «Vamos a organizar…» «… un festival.» «Aquí, en la Ciudad Embajada.» «Para recalcar que también es suya, que aquí también pueden hablar.»
—Vale —dije. Que yo supiera, nunca se había celebrado ningún acto Ariekene en la Ciudad Embajada—. Pero ¿eso no…? ¿Qué vais a hacer con Valdik?
Uno de CalVin me miró fijamente; el otro desvió la mirada. Estaba enfadada, e intenté decidir con cuál de los dos. Scile estaba cómodamente instalado en algún sitio, rodeado de símiles radicales o miembros del Cuerpo, y ya nunca me contestaba, y eso no parecía preocuparle a nadie. Y allí estaba yo, entre camarillas y secretos. No sabía discernir si me estaba volviendo perspicaz o paranoica.
—Son las zonas de calma, Avvy —me dijo Ehrsul más tarde—. Siempre pasa lo mismo. Hablas como si fuera el fin del tiempo. Creo… —Hizo una pausa—. Estás disgustada con Scile. Lo quieres, y él se ha alejado de ti. —Se atascó, exactamente como haría alguien que pensara.
Los representantes de los Ariekei llegaron en aéreos para organizar su festival híbrido. Yo iba mucho por la Embajada, donde me dedicaba a orgulear, y acabé conociéndolos a todos. Un Ariekes alto y fornido tenía una marca en el abanico que parecía un pájaro en un dosel de hojas, y lo llamé Peral.
—«Esto es lo que necesitamos» —dijeron CalVin—. «Estamos todos demasiado tensos.» «Habrá un desfile, y tenderetes y juegos para los Terres…» «… y un Festival de Mentiras para los Anfitriones.»
—¿Y Valdik? —volví a preguntar—. ¿Y Scile?
—«Valdik no tiene importancia.» «A Scile hace un par de semanas que no lo vemos.»
—¿Y dónde está…?
—«No te preocupes.» «Todo irá bien.» «En serio, con este acto se solucionarán muchos problemas.»
Me pareció absolutamente absurdo. Nadie estaba de acuerdo conmigo. Nunca en la vida me había sentido tan sola.
El festival iba a celebrarse en una plaza cerca del límite meridional de la Ciudad Embajada. Decidieron llamarlo la Fiesta de la Ficciociencia; aparecieron letreros con ese estúpido nombre, al que yo no le encontraba la gracia.
Valdik vivía en el este de la Ciudad Embajada. Frente a su puerta había un balcón con vistas a un canal deportivo, y un jardín lleno de flores y pájaros, pájaros modificados, fauna autóctona.
—Hola, Avice —dijo al abrirme la puerta. Si se sorprendió, lo disimuló muy bien.
—Hola, Valdik. ¿Puedes ayudarme? Necesito encontrar a Scile.
Noté que sentía alivio.
—¿Va todo bien? —me preguntó.
—Sí. Bueno, no. Es que… llevo días sin verlo.
Mi vacilación era genuina, aunque el motivo principal de mi presencia allí no era Scile, sino el propósito de formarme un juicio sobre Valdik y su teología. Me dejó pasar y vi la parafernalia de sus nuevas creencias. Papeles por todas partes, toda la absurda cábala y el rigor equivocado de una secta.
—Yo también —dijo—. Lo siento. No sé. Creo que todavía está con CalVin y los demás.
—Hace semanas que no lo ven —dije.
—No, estuvieron con él hace unos días. —Eso me hizo callar—. Estaba en El Fular y fueron a buscarlo —añadió Valdik.
—¿Cuándo? ¿Quién?
—CalVin y miembros del Cuerpo.
—¿CalVin? ¿Estás seguro?
—Sí.
Valdik no hablaba como un profeta. Tenía que marcharme: en ese momento no podía concentrarme en sus creencias.
Cuando por fin CalVin dijeron que tenían tiempo para verme, me aseguré de ser una compañía agradable. Comimos juntos. Ellos hablaron sobre todo de la Fiesta de la Ficciociencia. Un día, una noche, medio día más. CalVin volvieron de sus abluciones corregidos. Las imperfecciones que ambos doppels habían acumulado desaparecieron o se replicaron. No dije nada.
Los observé mientras dormían, vi cómo las sábanas y el movimiento involuntario de sus manos dejaban marcas distintivas en su piel. Cuando uno u otro despertaba un poco, yo estaba atenta. Intentaba murmurarles: evaluar lo que decía Cal o Vin. Era extraño hacer algo que jamás había pensado que podría pasar por mi mente.
El que estaba a mi izquierda murmuró mi nombre con un cariño que reconocí, me sonrió con sincera ternura. Era dificilísimo distinguirlo con solo esos momentos de embotamiento nocturno. Pero el que estaba a mi izquierda, decidí por fin, Cal o Vin, era al que más le gustaba. Le posé los dedos en los labios, lo desperté sin hacer ruido. Abrió los ojos.
—Cal —susurré—. O Vin. Dímelo. Sé que él no me lo dirá. —Señalé al otro, que dormía—. Sé que habéis visto a Scile. Lo sé. ¿Dónde está? ¿Qué está pasando?
Vi que había cometido un error. Lo supe en el instante en que aparté las manos.
—Tú —me dijo, y aunque habló en voz baja percibí su indignación. Yo había intentado desvelar secretos, y además mediante esa blasfemia. Mis facciones quedaron congeladas en una inadecuada expresión de intimidad—. ¿Cómo te atreves…?
Renegué. Él se incorporó. Su doppel se movió.
—Qué valor tienes, Avice —dijo el doppel al que había despertado—. ¿Cómo te atreves? Si hemos visto a Scile no es asunto tuyo…
—¡Es mi marido!
—No es asunto tuyo. Nos estamos ocupando. Como tú nos pediste que hiciéramos. Y vienes aquí y nos tratas… así… haces esto…
El otro doppel se había despertado. Lo miré y sentí vergüenza. ¿Cómo no lo había visto? Allí estaba, eso que me había parecido detectar en su hermano.
—«¿Me has confundido con él?» —Vi que estaba dolido, y algo más—. «¿Cómo has podido…?» —dijo. Su doppel añadió—: «¿… hacer esto?»
El que estaba furioso se levantó, y las sábanas formaron un charco en el suelo.
—Vete —dijo—. Márchate. Considérate muy afortunada de que no sigamos con esto.
—No puedo creer que lo hayas hecho —dijo el otro en voz baja.
—Esto se ha acabado —dijo el que estaba de pie, Cal o Vin, y su doppel, el hombre al que debería haber despertado, lo miró, me miró, sacudió la cabeza, se dio la vuelta. Salí de la habitación; había arruinado mi plan.
Por el camino a casa, de noche, me maldije a mí misma. Pasé al lado de un grupito de Ariekei que murmuraban en Idioma mientras contemplaban, como si fueran conservadores de museo, nuestras viviendas iluminadas con lámparas.