Actualidad, 8

Estaban escoltando a los Kedis y los Shur’asi hasta la Embajada. Las pequeñas pterocámaras de los informativos los vieron. Los niveles medios del Cuerpo reunieron a troikas y cuartetos de la comunidad Kedis y a unas cuantas cabezas pensadoras Shur’asi. Los vehículos formaban arcos sobre nuestros tejados, sobre las antenas y las vigas de nuestros edificios en construcción, por encima del humo blanco de nuestras chimeneas. Había una toma que se repetía en los boletines: un joven miembro del Cuerpo pegándole manotazos a la cámara que nos transmitía las imágenes. Debía de estar muy tenso para actuar de forma tan poco profesional.

Los informativos, de voz y de texto, estaban desconcertados. Seguramente la mayoría de los lugareños no tuvieron sensación de crisis hasta que fueron a buscar a nuestros exots. Las cápsulas con que los llevaron ante los Embajadores se vieron rodeadas de pájaros, y de cámaras del tamaño de puños que subían y bajaban.

Más allá de la Ciudad Embajada, ángulos y movimientos extraños se extendían por la urbe.

Llamé a Ehrsul, RanDolph, Simmon, pero no conseguí comunicar con ninguno. Tras dudar un momento, lo intenté con Wyatt, pero tampoco contestó.

Mi terminal de mano todavía contenía el número de Hasser, y el de Valdik, y el de algunos símiles más. Hacía tiempo que no los veía. Me planteé llamar a alguno. «¿Qué más da ya?», pensé, pero no lo hice.

Estoy segura de que no era la única, pero había empezado a prepararme, para lo que fuera. Copié los datos que consideraba valiosos, escondí objetos que tenían algún valor, metí algunos artículos de primera necesidad en una mochila. Siempre me había fascinado la forma en que mi cuerpo procesaba a veces las cosas. Me sentía como si agonizara, y aun así mis miembros hacían lo que era necesario.

Anocheció sin que me diera cuenta, y el soplo aeólico todavía estaba fresco. Entonces, en aquel crucial momento de cambio, recuerdo que se oían pájaros nocturnos y farfullar de animales autóctonos. Todavía no era tan tarde como para que no hubiera tráfico. No estaba nada cansada. Era difícil interpretar las tomas de la Ciudad Embajada que veía. El programa de noticias todavía seguía procesando. Un comentarista humano dijo: «No estamos seguros de qué… estamos… estamos viendo algo desde la ciudad… ah… movimiento de…».

Las figuras que grababan las cámaras eran Ariekei. Los Ariekei se movían. En mi pantalla, y también a través de mi ventana, veía córvidos que volaban, frenéticos, en varias direcciones. Oía cosas. Ya estaba saliendo de mi casa cuando vi la fuente. Los Anfitriones salían de la urbe y se dirigían a la Ciudad Embajada.

Corrí hacia la interzona entre la Ciudad Embajada y la urbe. A medida que el ruido despertaba a la gente, se encendían luces, pero a pesar de que cada vez se unían a mí más moradores sorprendidos, no sentía que formara parte de nada. Pasé bajo unos globos luminosos que susurraban cuando las palomillas los rozaban; bajo arcos que conocía de toda la vida; y, paladeando el aire cada vez más escaso, supe que estaba a solo un par de calles de la linde de la urbe. Estaba en Beckon Street, que descendía por la ladera alejándose de nuestro enclave.

Era una parte antigua de la Ciudad Embajada. Había grifos de yeso en los bordes de los aleros. Un poco más allá, nuestra arquitectura sucumbía, la hiedra que tiraba de ella asfixiada por hojas de tejido Ariekene. Los biomecanismos recorrían las superficies de plastone y ladrillo formando un riachuelo de piel.

La calle estaba llena de Anfitriones que avanzaban empujándose unos a otros con un movimiento extraño. Solos, los Anfitriones tenían cierto garbo, pero en masa eran una manada en lenta estampida. Nunca había visto a tantos juntos. Oía el deslizamiento de su coraza, el tamborileo de millares de pies. Los zelles correteaban.

Cuando llegaron cerca de los humanos, las farolas y los colores de nuestros visualizadores los convirtieron en un espectáculo psicodélico. Hombres y mujeres despeinados, con ropa de dormir, llenaban las aceras, de modo que los Ariekei entraron en la Ciudad Embajada por un corredor de humanos, como si les diéramos la bienvenida, como si aquello fuera un desfile. Las cámaras pasaban volando a toda velocidad, pequeñas entrometidas.

Había Anfitriones en todas sus etapas de conciencia, desde los recientemente conscientes hasta aquellos a punto de sumirse en la inconsciencia. Cientos de abanicos se agitaban, y me habría gustado estar en un sitio elevado para contemplar aquel espectáculo desde arriba, un camuflaje de colores temblorosos. Pasaron a mi lado; los seguí.

Muchos Terres que estaban viendo aquello entendían el Idioma, pero ninguno podíamos hablarlo. Algunos no podían contenerse y preguntaban en Anglo-Ubiq: «¿Qué hacéis?» y «¿Adónde vais?». Seguimos a los Ariekei hacia el norte; subimos por la cuesta hacia la Embajada, por las calzadas y los arcenes, sembrados de malas hierbas y escombros. Llegaron unos policías que agitaban los brazos como si quisieran hacernos avanzar, proteger nuestras envejecidas paredes. Decían cosas que no tenían ningún sentido: «¡Venga, vamos!» o «¡Apártense, apártense!».

Unos niños habían salido a curiosear. Los vi jugar a los Embajadores: hacían ruidos absurdos a dúo y asentían con la cabeza como si los Ariekei les estuvieran contestando. Los Anfitriones nos obligaron a trazar una ruta enrevesada por la que se nos fueron sumando espectadores; gatos y zorros modificados salían disparados y se cruzaban ante los alienígenas. Dejamos atrás las ruinas.

Varios Embajadores —vi a RanDolph, MagDa, EdGar— salieron de la oscuridad rodeados de policías y miembros del Cuerpo. Gritaron saludos, pero los Anfitriones no se detuvieron ni reconocieron su presencia.

Los Embajadores dijeron: «¡urshhesser!». Alto. Esperad. Alto.

Amigos, gritaron, decidnos qué podemos hacer, ¿por qué habéis venido? Retrocedieron ante la cabeza de la multitud Ariekene, ignorados. Alguien había encendido la luz de una iglesia, como si fuera Utudía, y su haz giraba en lo alto. Los Anfitriones empezaron a hablar, a gritar, cada uno con sus dos voces. Al principio era una cacofonía, una mezcla de habla y sonidos que creo que no eran habla y que fue conformando un canto. Había varias palabras que no conocía, y una que sí.

«ezraezraezra…»

Los Ariekei se desplegaron ante los escalones de piedra negra de la Embajada. Me metí entre ellos. Los Anfitriones me dejaron pasar, moviéndose para hacerme sitio, mirándome con sus corales-ojo. Sus extremidades, fibrosas y pinchudas, formaban un matorral, y sus poco flexibles costados parecían de plástico brillante. Mi pequeñez pasaba desapercibida, y allí, sin que nadie reparara en mí, pude observar a los Embajadores, presas del pánico. «ezra», seguían diciendo los Anfitriones. La gente de la Ciudad Embajada también lo decía, lo mejor que podía: «EzRa…». Un canto no intencionado de la misma palabra en dos lenguas, el nombre.

JoaQuin y MayBel discutían en voz baja. Detrás de JasMin, ArnOld y MagDa vi a CalVin. Parecían acongojados. Los miembros del Cuerpo también discutían, y los policías que los rodeaban parecían al borde del pánico, con las carabinas y los espectrofusiles montados.

Un Anfitrión se adelantó. «korashahundi», dijo: Soy ezra. Era uno de los que había saludado a EzRa en el Baile de Bienvenida.

Hola, dijo korashahundi. Hemos venido por ezra. Traed a ezra. Eso decía, una y otra vez.

JoaQuin intentaron decir algo, y MayBel, pero el Anfitrión no les hizo caso. Se le unieron otros, se unieron a su petición. Se adelantaron lentamente, y era imposible no percibir su gran tamaño, el balanceo de sus extremidades, la dureza de sus caparazones.

—¡… no tenemos alternativa! —oí decir a Joa o Quin, y pensé que hablaba con MayBel, pero entonces vi que se dirigía a Quin o Joa.

Los Embajadores se apartaron, y como por ensalmo aparecieron EzRa.

Ez parecía nervioso; Ra estaba impasible como un tahúr. Al apartarse sus colegas, Ez les lanzó una mirada de odio. Desde lo alto de los escalones EzRa miraron a la gente allí reunida.

Los Ariekei extendieron los troncos de sus cornamentas de ojos para mirar al Embajador.

«ezra».

korashahundi volvió a hablar. Había entre nosotros quienes dominaban el Idioma, de modo que lo que dijo se comunicó rápidamente.

EzRa, dijo. Hablad.

EzRa nos hablarán o nosotros les haremos hablar.

«No podéis hacer esto», gritó alguien del Cuerpo, y alguien más replicó: «¿Qué podemos hacer?». Ez y Ra se miraron y murmuraron, preparándose. Ez suspiró; el rostro de Ra permaneció inexpresivo.

Amigos, dijeron. Ez dijo «curish» y Ra, «loah»: amigos. Se oyó un restallido, producto de la sacudida de los tórax y las extremidades de los Ariekei.

Amigos, os agradecemos esta visita, dijeron EzRa, y los Ariekei se tambalearon, y al hacerlo me zarandearon. Amigos, os agradecemos este saludo, dijeron EzRa, y el éxtasis se prolongó.

Ra siguió murmurando ocasionalmente, pero Ez se había quedado callado, así que el Idioma se descompuso. Los Anfitriones se alborotaron. Algunos agitaron sus utensilias y se envolvieron con ellas, mientras que otros las entrelazaron con las de sus compañeros.

korashahundi gritó: Habla, y ezra volvieron a hablar. Dijeron cumplidos, vacuidades, variantes educadas de Hola, hola.

Los Ariekei se concentraron, como si durmieran o hicieran la digestión. Alrededor de la plaza vi a cientos de moradores de la Ciudad Embajada, y cámaras suspendidas en el aire sin hacer ruido.

«Cabrones», dijo alguien en los escalones de la Embajada. «Estúpidos.» Esas palabras fueron ignoradas, como la hiedra. Todos miraban a los Anfitriones. Empezaban a volver en sí, después de lo que fuese que les hubiera pasado.

Bien, dijo uno. No era korashahundi. Bien. Se dio la vuelta. korashahundi también se dio la vuelta. Todos los Ariekei procedieron a marcharse por donde habían venido.

«¡Esperad! ¡Esperad!» Eran MagDa. «¡Faros!» «Tenemos que…» Una de ellas les hizo una señal a Ez y Ra: No volváis a hablar. MagDa, tras consultar un instante, gritaron en Idioma. Debemos hablar, dijeron.

Ya fuese por compasión, educación, curiosidad o lo que sea, korashahundi y los otros líderes del grupo, suponiendo que lo fueran, estiraron sus corales-ojo y, los giraron hacia atrás para mirar a sus espaldas. Oí que alguien decía: «Baje el arma, agente. Por el amor de Dios…».

Tenemos muchas cosas de que hablar, dijeron MagDa. Venid con nosotros, por favor. ¿Podemos pediros que entréis?

Policías y vigilantes de seguridad del Cuerpo se abrieron paso entre la multitud. «Fuera.» Uno se plantó delante de mí. Empuñaba una pistola. Me habló atropelladamente, me soltó la misma perorata que le soltaba a todo el mundo. «Despejen las calles, por favor. Estamos intentando controlar la situación. Por favor.»

Obedecí las órdenes sin prisas, como los demás. Los Ariekei habían llegado con una extraña coherencia. Ahora la mayoría se marchaban desordenadamente, dejando su olor y unas marcas inconfundibles en el suelo. Un muchacho con cara de agobiado, con uniforme de policía, me susurró que por favor me largara de allí, joder, y aceleré un poco. Los Embajadores intentaban hacer entrar a unos pocos Anfitriones, los que parecían indecisos, en la Embajada. No me pareció que tuvieran mucho éxito.