CalVin, tal como me habían prometido, hablaron con Scile. Las investigaciones de mi marido eran intensas, antisociales, los memorándums que se enviaba a sí mismo estaban por todas partes y eran, la mayoría, indescifrables; sus archivos estaban esparcidos por toda nuestra nube de datos. La verdad es que estaba un poco asustada. No sabía cómo reaccionar a lo que ahora veía en Scile. Aquel fervor siempre había existido, pero aunque él intentaba disfrazarlo —después de aquella única conversación no volvió a hablarme de sus ansiedades— yo me daba cuenta de que se estaba intensificando.
Me desconcertaba que intentara ocultarlo. Me preguntaba si Scile creería que sus preocupaciones eran las únicas apropiadas a los cambios de actitud de algunos Anfitriones, y si la ausencia de ansiedad en el resto de nosotros resultaría devastadora. Si Scile creía que el mundo entero estaba loco y lo obligaba a disimular. Revisé las notas para su tesis, las agendas, las anotaciones en los libros a que pude acceder, como si buscara un código maestro. Eso me permitió una mejor comprensión, aunque todavía parcial y confusa, de sus teorías.
—¿Qué opináis? —pregunté a CalVin.
Parecían molestos por mi súplica, tan inusitada. Me respondieron que no cabía duda de que Scile enfocaba las cosas de una forma inusual, y que su enfoque era, ciertamente, bastante intenso, pero no había nada de que preocuparse. Qué conclusión tan inútil.
Para mi sorpresa, Scile empezó a acompañarme a El Fular. Yo creía que pasaríamos menos tiempo juntos, y no más. No le dije que sabía que él había ido allí otras veces, solo. No vi que intentara persuadir a los Anfitriones de que lo introdujeran en el Idioma. En cambio, empezó a ejercer una sutil influencia en algunos símiles. Participaba en las discusiones, insinuaba algunas de sus teorías, sobre todo aquellas según las cuales los símiles representaban el pináculo y el límite del Idioma; según las cuales la comunicación era causante de verdad. Me sorprendió un poco que, pese a ser Scile un intruso, pese a no ser un símil, nadie diera a entender que no era bien recibido allí. Más bien al contrario, la verdad. Valdik no era el único que le escuchaba. Valdik no era muy inteligente, y yo estaba preocupada por él.
No debo exagerar. Scile seguía pareciendo el de siempre, solo que quizá más concentrado que antes, más enajenado. Yo ya pensaba que no podíamos seguir juntos, pero no le deseaba ningún daño, y quería asegurarme de que estaba bien.
No fueron malos tiempos para mí, en otros aspectos. Estábamos entre dos relevos. Siempre era durante esos períodos cuando la Ciudad Embajada daba lo mejor de sí misma, pues ni esperábamos nada, ni celebrábamos nada que hubiera ocurrido. Llamábamos a esos períodos las «zonas de calma», una locución cuyo contrasentido no se nos escapaba, y que para nosotros significaba eso y lo contrario. Aquellos días tranquilos y monótonos, en lo más alejado del ínmer, sin contacto alguno, mucho después del último miab y mucho antes del siguiente, nos volvíamos hacia dentro.
Había ferias y espectáculos en el día añadido al final de cada uno de nuestros largos meses, y nuestros retorcidos callejones estaban adornados con cintas y llenos de música. Los niños bailaban vestidos con disfraces trid de tegumentos de luz cristalina que se traslapaban. Había fiestas. Algunas eran formales; muchas, informales; algunas, de disfraces; unas pocas, nudistas.
Aquella cultura de las zonas de calma formaba parte de nuestra economía. Después de una visita, teníamos artículos de lujo y nueva tecnología con que vigorizar nuestros mercados y nuestra producción; cuando se aproximaba una, había una racha de gasto e innovación, porque nos emocionaba saber que pronto se renovarían los artículos, y que los productos de la nueva temporada se pondrían de moda. Entre una visita y la siguiente, en las zonas de calma, permanecíamos estancados, no desesperados pero sí contenidos, y aquellas fiestas eran puntuales, y conllevaban cierta indulgencia.
Una noche estaba en la cama con CalVin. Uno de ellos dormía; el otro me acariciaba el costado mientras conversaba conmigo en voz baja. Resultaba extraño conversar con un solo doppel. Me entraron unas ganas enormes de preguntarle su nombre. Ahora creo saber cuál era. Deslicé un dedo por su nuca, por encima de su conector, alojado en el hueco bajo el saliente de su cráneo. Me fijé en el conector gemelo de la mitad durmiente del Embajador.
—¿Debo preocuparme por Scile? —pregunté.
El durmiente se movió, y nos quedamos callados un segundo.
—No creo —susurró—. Ha dado con algo importante.
No le entendí.
—No me preocupa que esté equivocado —dije—. Lo que me preocupa es que… que…
—Pero es que no está equivocado. O al menos… está señalando algo.
Me incorporé.
—¿Insinúas que…?
Me levanté y empecé a pasearme por la habitación, y el doppel que dormía se despertó y me miró. Cal y Vin hablaron en voz baja, y me pareció que discrepaban sobre algo.
—¿Qué decís? —pregunté.
—En lo que dice hay algunos elementos persuasivos —dijo el doppel que acababa de despertar.
—No puedo creer que me estés diciendo…
—No te lo estoy diciendo. No te estoy diciendo nada —dijo, impasible. Su doppel lo miró y luego me miró a mí con gesto de inquietud—. Nos pediste que lo vigiláramos, y lo hemos hecho, y lo hacemos. Y estamos analizando algunas cosas que dice. Quizá Scile sea un excéntrico, pero no es estúpido, y no cabe duda de que ese Anfitrión… —Miró a su doppel y, juntos, dijeron: «surltesh-echer». La mitad de CalVin que estaba hablando continuó—:… está desarrollando extrañas estrategias.
Me quedé de pie, desnuda, junto al borde de la cama, observándolos: uno tumbado y mirándome, el otro con las piernas encogidas.
Sé admitir la derrota. He intentado exponer estos hechos con una estructura. Sencillamente no sé cómo pasó todo. Quizá porque no presté suficiente atención, quizá porque no era una narración, pero sea por el motivo que sea, se resiste a ser eso en que yo quiero convertirlo.
En las calles de la Ciudad Embajada se estaba congregando una multitud. Valdik parecía estar en el centro. Ahora era Valdik quien exponía las teorías. Mi marido era un hombre astuto, incluso en sus obsesiones.
—¿Que ahora Valdik Druman está en el centro? —dijeron CalVin—. ¿Valdik? ¿En serio?
—Ya sé que parece insólito… —dije.
—Bueno, es un adulto, puede tomar sus propias decisiones.
—No es tan sencillo. —Sabía que CalVin tenían razón y se equivocaban al mismo tiempo.
La mayoría de los moradores de la Ciudad Embajada no estaban al corriente de aquellos debates, ni les interesaban. De los que sí los conocían, una gran parte los consideraban poco importantes, pues estaban seguros —porque existía esa seguridad— de que los Anfitriones no podían mentir, pese a lo que dijeran unos pocos símiles perturbados. Para los que conocían los Festivales, unos pocos Anfitriones decididos a forzar los límites del Idioma constituían un fenómeno demasiado misterioso para suponer un problema, y mucho menos un problema moral. Eso solo dejaba a un pequeñísimo número de moradores de la Ciudad Embajada, los desproporcionadamente crédulos. Pero su número estaba creciendo.
Valdik peroraba en El Fular sobre la naturaleza de los símiles y el rol del Idioma. Sus argumentos eran confusos pero apasionados y conmovedores.
—No hay nada como esto en ningún otro sitio —decía Valdik—. No hay ningún otro idioma en ningún otro lugar del universo donde lo que se dice sea cierto. ¿Os imagináis lo que significaría perder eso?
—Lo que le estás haciendo a Valdik no es justo —le dije a Scile en una de sus escasas visitas a lo que había sido nuestro hogar.
—No es ningún crío, Avice —replicó él. Estaba recogiendo ropa y notas; iba de un lado para otro sin mirarme—. Él decide lo que quiere.
Mientras paseaba por las ruinas me dieron un folleto de papel nanotec barato que cuando lo desenvolví reveló un trid. Me sobresaltó: era la cara de Valdik, del tamaño de una manzana, en mi mano.
«La batalla de Druman contra la mentira», rezaba. Una hora y un sitio; no era El Fular, sino un pequeño restaurante. Una vez que lo hube leído, detecté más panfletos sobre esa reunión y otras similares en pantallas publicitarias, trids que pirateaban los canales públicos. Asistí. Creía que encontraría allí a Scile, pero me equivocaba. Me quedé al fondo de la sala.
Valdik llevaba conectado un proyector, y por todo el templo aparecían trids suyos, aleatorios y con muchos parásitos. En la parte delantera de la sala vi a Shanita, Darius, Hasser y otros símiles y tropos. Valdik predicaba. Todavía era un orador mediocre. No sé cómo su mediocridad podía atraer a tantos seguidores; debía de tener algo que ver con las zonas de calma. Exponía sus insensateces religiosas: «Dos voces pero una sola verdad, porque qué es la verdad sino dual, bifurcada, no en conflicto sino dos formas de una sola verdad», etcétera.
La sala no estaba ni una cuarta parte llena. Había amigos indulgentes, curiosos, refugiados de otros cultos. Una asamblea de desesperanzados y aburridos. Cuando llegué a mi casa, encontré a Scile hablando por el buzzer. Al verme entrar me sonrió, un saludo poco convincente, y se volvió para que yo no pudiera oírle ni verle mover los labios. Estaba segura de que Valdik era el instrumento de Scile, y me pregunté si la obsesión de mi marido se disiparía si retiraban a Valdik de aquel cargo autoproclamado.
—¿Qué podemos hacer? —dijeron CalVin—. Esas reuniones no son ilegales.
—Podéis hacer lo que queráis.
—«Bueno…» «Podríamos poner a Druman bajo arresto administrativo…» «… pero ¿estás segura de que eso es lo que quieres?»
—¡Sí! —contesté, pero no era verdad, por supuesto, y por supuesto que CalVin no lo harían.
—«Mira» —dijeron—. «No te preocupes.» «Vigilaremos a Scile.» «Lo protegeremos.»
Y lo hicieron, pero ni de la forma, ni de lo que yo creía que lo protegerían.