Actualidad, 7

Los Ariekei seguían sin responder a ningún intento de contacto. En las horas que pasé incomunicada, más de una vez me planteé llamar por buzzer a CalVin, o a Scile, para exigirles información: de todos aquellos a los que yo conocía, ellos eran los que con mayor probabilidad podían tenerla. Lo que me frenaba no era el miedo a la confrontación, sino la convicción de que no podría sonsacarles nada, ni amenazándolos ni inspirándoles lástima.

Era primavera en la Ciudad Embajada y el frío estaba remitiendo. Desde lo alto de la Embajada miraba más allá de los tejados de la urbe, y contemplaba las zoonaves y la arquitectura parpadeante. Algo estaba cambiando. Un color o su falta, un movimiento, una parálisis.

Un córvido se elevó de una plataforma de aterrizaje de la Embajada, se dirigió hacia el espacio aéreo de la urbe, fue arrimándose a un sitio y a otro buscando un espacio donde aterrizar; vencido, decidió regresar. Los Embajadores que iban a bordo debían de haber enviado mensajes a los diferentes edificios que sobrevolaban, sin obtener respuesta.

Seguramente había muchos moradores de la Ciudad Embajada que todavía no se habían enterado de que pasaba algo. La prensa oficial era leal o ineficaz. Pero a aquella fiesta habían asistido muchos invitados, y empezaban a propagarse las historias.

El sol seguía saliendo, y las tiendas vendían artículos, y la gente iba a trabajar. Era una catástrofe lenta.

Llamé al número que me había proporcionado Ehrsul: lo había sacado de una red reciente e imperfectamente actualizada y me había asegurado que era el de Ez. Ez —o quienquiera que fuera a quien había llamado— no contestó. Seguí renegando, tan silenciosamente como pude, y volví a intentarlo, pero tampoco obtuve respuesta.

Más tarde me enteré de que aquel día, desesperados, los Embajadores habían entrado en la urbe a pie. Parejas de desazonados doppels abordaban a los Anfitriones con que se cruzaban, les hablaban en Idioma por los transmisores de sus cascos aeólicos y recibían educadas no-respuestas, o incomprensión, o inútiles presentimientos de desastre.

Alguien vino a mi casa. Abrí la puerta y resultó ser Ra quien estaba en el umbral. Me quedé mirándolo en silencio varios segundos.

—Pareces sorprendida —dijo.

—Por no decir algo peor. —Me aparté para dejarlo pasar. Ra sacaba una y otra vez su buzzer y hacía como si lo apagara, pero siempre lo dejaba encendido—. ¿Intentan comunicarse con usted?

—Solo Wyatt.

—¿En serio? ¿Nadie más? ¿Ningún Embajador? ¿No lo han seguido?

—¿Cómo estás? —me preguntó—. He pensado…

Nos sentamos y nos quedamos un buen rato mirándonos desde nuestras respectivas butacas. En más de una ocasión él giró la cabeza y miró a sus espaldas. Allí no había nada, solo la pared.

—¿Dónde está Ez? —pregunté.

Ra se encogió de hombros.

—Se ha ido.

—¿No deberían estar juntos? —Volvió a encogerse de hombros—. ¿En la Embajada? Y usted, ¿cómo ha conseguido salir? Creía que lo tendrían encerrado.

Si yo hubiera estado al mando, habría encarcelado a EzRa, para controlar la situación, o contenerla, fuera cual fuese la situación. Quizá lo hubieran intentado. Pero si Ra decía la verdad, el nuevo Embajador se habían escapado.

—Bueno, sí —dijo—. Ya sabes. Era imperativo. Yo solo quería… Hemos tenido que separarnos.

Al oír eso tuve que reír un momento. Ahí detrás había una larga historia.

—Bueno —dije por fin—. ¿Le gusta nuestra pequeña ciudad?

Entonces fue Ra quien rió.

—Cielos —dijo, como si acabara de ver algo agradable e inesperado. Se oyeron graznidos de gaviotas; viraban y se dirigían hacia el mar que atisbaban a kilómetros de distancia, pero los vientos esculpidos y el pulmón aeólico las devolvían constantemente. Muy pocas veces alguna conseguía entrar en la atmósfera local, y moría—. Tienes que ayudarme —dijo—. Necesito saber qué está pasando.

—¿Lo dice en broma? ¿Qué se imagina que sé? Cielos, esto es una comedia de enredos. ¿Qué se imagina que he estado intentando averiguar, por el amor de Dios? ¿Por qué ha venido a verme?

—He hablado con todas las personas que estuvieron en la fiesta y a las que he podido encontrar…

—Pues no debe de haberse esforzado mucho, si solo me ha encontrado a mí…

—Me refiero al Cuerpo, y a otros de la Embajada. Los funcionarios de rango más alto no han querido decirme nada, y el resto… Un par de ellos me han aconsejado que hablara contigo.

—Pues no sé por qué. Creía que usted dirigía el cotarro, y que…

—Quienquiera que sea el de allí arriba que sabe algo, no me lo está contando. No nos lo está contando. Pero los otros… Solo me han dicho que tú conoces a gente, Avice. A Embajadores. Y que la gente te cuenta cosas.

Negué con la cabeza.

—Eso son cuentos chinos —dije con hastío—. ¿Pensó que podría dar un rodeo y averiguar algo a través de mí? Eso solo lo dicen porque soy inmersora. Y porque me acostaba con CalVin, un tiempo. Pocos meses. Meses locales, no meses de Bremen. Hasta mi marido, que es extranjero, sabe más que yo, y no quiere hablar conmigo. —Lo miré a los ojos—. ¿Me está diciendo en serio que no tiene ni idea de qué está pasando? ¿Sabe Wyatt que está usted aquí?

—No. Me ha ayudado a salir, pero… Y Ez tampoco lo sabe. No es asunto suyo. —Agachó la cabeza—. Bueno, oficialmente sí lo es; lo que quiero decir… es que yo solo quería… —Tras un silencio, Ra me miró a la cara. Se levantó—. Mira —dijo de pronto—, necesito enterarme de qué pasa. Wyatt es un inútil. Ez intenta abusar de su autoridad. Ya veremos adónde lo lleva eso. Y me han dicho que quizá tú conocieras a personas que saben cosas.

En ese momento dejó de parecer el equipaje de Ez: parecía realmente un oficial y un agente de una potencia colonial.

—Dígame —dije por fin—. Qué sabe. Qué ha visto. Qué ha oído, sospechado, cualquier cosa.

Los Anfitriones habían vuelto. Habían guardado silencio durante dos días, y luego habían ido a la Embajada: una troupe de pesadas presencias que caminaba con paso oscilante por una cápsula de aterrizaje.

—Eran al menos cuarenta —me dijo Ra—. Solo Dios sabe cómo cabían en su nave. Preguntaban por mí y por Ez.

Según me contó, los Ariekei apenas habían reaccionado a las preguntas y los saludos de los Embajadores. Exigieron, repetidamente y con una extraña grosería, hablar con EzRa.

—Yo me he entrenado para esto —dijo Ra—. Los he estudiado, he estudiado el Idioma. ¿Viste al primer grupo que nos saludó en la fiesta? Aquello no fue normal, ¿no? Enseguida me di cuenta de que no era normal. Pues esto fue lo mismo, solo que peor. Estaban… nerviosos. Decían tonterías. Yo ya estaba allí, pero entonces llegó Ez y nos reconocieron. Empezaron a decir: «Por favor, buenas noches, Embajador EzRa, por favor, por favor, sí». Así.

»Algunos de los otros, como tus amigos CalVin, intentaron interponerse en nuestro camino. Nos decían que no habláramos, que ya habíamos hablado demasiado. —Sacudió la cabeza—. Y los Anfitriones se acercaban cada vez más. No teníamos ningún sitio adonde ir, y ellos eran enormes. Era una sensación… Así que… levantamos nuestras voces y hablamos en Idioma. Ez y yo. Dijimos “Buenas noches”. Les dijimos que era un honor. Y entonces…

Cuando dijeron eso pasó lo mismo que la vez anterior, pero esa vez eran más, una pequeña multitud. Quizá hubiera podido encontrar secuencias trid de lo ocurrido —debía de haber pterocámaras—, pero Ra me lo contó, y no me costó imaginármelo: los Anfitriones se pusieron en tensión; algunos se tambalearon; quizá se cayeron y formaron montones de caparazones. Emitían sonidos, la doble llamada de angustia Ariekene, transformada en algo desconocido, contrapuntos. ¿Se desvanecían? Sus ruidos subían y bajaban en compleja relación con la voz de EzRa.

—Intentamos continuar —dijo Ra—. Seguir hablando. Pero al final Ez se calló. Y yo también.

Cuando se callaron, el Anfitrión que estaba delante volvió a abrir los ojos y los estiró hacia atrás, hacia sus compañeros, sin girar el cuerpo, y les dijo: «Ya os lo dije».

Los Ariekei se habían tambaleado en el salón con paredes de madera, con el hormigón de la Ciudad Embajada más allá, y el cielo espolvoreado de pájaros en su jaula de aire. Los Embajadores y los miembros del Cuerpo se quedaron de pie, casi en posición de firmes, desconcertados.

Pensábamos en los Ariekei tomando como referencia elementos de un mundo antiguo; mirábamos a nuestros Anfitriones y veíamos insectos-caballos-corales-abanicos. Eran quimeras de nuestro propio bagaje. Allí estaban los Anfitriones, zumbando polifónicamente en ensueños insondables.

—Se marcharon. Algunos Embajadores intentaron detenerlos, pero ¿qué podían hacer, aparte de interponerse en su camino? Les gritaban que se quedaran, que hablaran. EdGar y LoGan chillaban, JoaQuin y AgNes… intentaban ser más persuasivos. Pero los Anfitriones se marcharon por donde habían venido. Ez y yo decíamos: ¿Qué podemos hacer?, y CalVin y ArnOld decían: Ya habéis hecho suficiente. —Ra se cogió la cabeza con ambas manos—. Ahora ni siquiera MagDa quieren hablar con nosotros. Llevo días sin verlas. ¿Tú no quieres saber qué está pasando?

—Claro que sí. No diga tonterías.

—Gritaban mucho.

—¿Quién es Orados? —pregunté.

—No lo sé. ¿Por qué?

—CalVin y HenRy lo mencionaron —dije. Aquello que Simmon había entreoído—. Creo que es a ellos a quienes deberíamos buscar. Creía que quizá usted sabría…

—¿A quiénes crees que deberíamos buscar? ¿A Orados, a CalVin o a HenRy?

—No lo sé —dije—. Sí… —Encogí los hombros. «Sí, ¿por qué no?»

—Creí que tú podrías ayudarnos —dijo él—. La gente confía mucho en tus aptitudes.

—¿Le han dicho que sé orgulear? —dije—. Ojalá nunca hubiera pronunciado esa maldita palabra. Ahora creen que puedo hacer cualquier cosa. Aunque en realidad no es así: solo quieren una oportunidad para poder decir «orgulear».

—Están hablando con los exots. Los Embajadores tienen que avisar a los Kedis y a los demás de que está pasando algo. Confiaban en tener la situación controlada, pero… —Volvió a sonar el timbre de mi puerta—. Espera —dijo Ra, pero yo ya me había levantado y había salido de la habitación.

Abrí la puerta y me encontré con unos policías y unos oficiales de Seguridad. Algunos eran más jóvenes que yo y parecían cohibidos.

—¿Señorita Benner Cho? —dijo uno—. Perdone que la molestemos. Creo que… Ra está aquí, ¿no? —Vaciló, no mencionó el título.

—¿Dónde está, Avice?

Yo conocía esa voz.

—¿MagDa? —Estaban detrás de la escolta y no las había visto.

La Embajadora se me acercaron.

—«Necesitamos hablar con ellos.» «Urgentemente.»

—Hola. —Era Ra, que se había puesto detrás de mí.

No me di la vuelta.

—Ra. —Creía que estarían furiosas, pero Mag y Da solo parecían aliviadas de verlo. Emocionadas—. «Estás aquí.» «Tienes que volver.»

—Necesita protección, señor —terció un agente. A MagDa pareció molestarles eso, pero no lo interrumpieron—. Por su seguridad. Hasta que tengamos la situación controlada. Acompáñenos, por favor.

Ra permaneció quieto. El agente lo miró a los ojos. Al cabo de un momento, Ra me saludó con una inclinación de cabeza y dejó que se lo llevaran. Le devolví el gesto de despedida. Me había decepcionado un poco.

No le pusieron las esposas. Caminaban respetuosamente a su lado, como lo que afirmaban ser, una escolta protectora. Supongo que era una especie de cortesía, aunque cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento de la política de la Ciudad Embajada se habría dado cuenta de que se lo llevaban detenido, o casi. Lo vi marchar; se reuniría con Ez, y quizá con Wyatt, en habitaciones sin duda escrupulosamente limpias y ordenadas, cerradas y protegidas del exterior.