Un ciudadano que no pasara mucho tiempo en la Embajada quizá no se habría percatado de nada raro: los controles estaban atendidos; había Cuerpo y aprendices de Cuerpo; todavía aparecían letreros en trids y bids que ofrecían información. Sin embargo, desde la fiesta, el desasosiego era palpable, para quienes supieran percibirlo.
Jamás una nave se había marchado tras un discurso de despedida tan confuso como el de nuestro recién llegado. Habían intentado conferirle suficiente solemnidad, por supuesto. Muy poco después del Baile de Bienvenida, cuando muchos todavía estaban felizmente desgreñados, fuimos a despedir a la tripulación inmersora a las puertas de su nave: un grupo de Embajadores, miembros del Cuerpo y gente como yo, moradores de la Ciudad Embajada que conteníamos la respiración hasta que, ya solos, pudiéramos aclarar qué estaba pasando. De hecho, no lo aclaramos en absoluto. Más tarde supe que había entre el Cuerpo quienes habían intentado evitar que la nave partiera.
A mí, Avice Benner Cho, inmersora, primero amante y luego ex de CalVin (seguramente algunos moradores de la Ciudad Embajada creían que eso era mentira, pero formaba parte de mí, y además era cierto), asesora del Cuerpo para temas del Exterior, un nervioso policía me impidió entrar en las oficinas gubernativas. No me costó mucho remediarlo: un poco de orgulencia —«Me temo que comete un error, agente»—; un poco de «Pero si eso es precisamente por lo que estoy aquí, quieren que les ayude», y me dejó pasar. No me hacía ilusiones respecto a mi reputación entre los de arriba. Pero otra cosa era tener que hacer aquello solo para que me dejaran entrar en el vestíbulo.
Dentro ni siquiera fingían serenidad. Me abrí paso a empujones entre los miembros del Cuerpo que discutían en voz baja. Busqué a EdGar, o a alguien que yo supiera que hablaría conmigo.
—«¿Qué haces aquí?» —dijo Ag o Nes de AgNes, y su doppel sacudió la cabeza. Eran bastante grande dames, y no prestaron atención a la respuesta que murmuré—. «Yo en tu lugar me iría de aquí, chica.» «Solo conseguirás…» «… estorbar.»
Otros fueron menos desdeñosos; RanDolph me sonrieron e hicieron gestos de agotamiento; un visir de alto rango con el que una vez me había emborrachado hasta me guiñó el ojo; pero AgNes tenían razón: yo era un estorbo.
En un salón de té del último piso, con vistas a la extensión de tejados y su transición hasta la linde de la urbe, encontré a Simmon, de Seguridad, y lo acorralé. Tras las consabidas declaraciones de que no sabía nada, de que no podía decirme nada, cedió y dijo:
—No he vuelto a ver al Embajador EzRa desde la fiesta. No sé adónde han ido. Según el programa tenían que asistir a una recepción hace media hora, pero no se han presentado. Y no son los únicos. Todos los planes se han ido a la mierda. ¿Dónde demonios están los Anfitriones?
Buena pregunta. Las discusiones de temas importantes entre la Ciudad Embajada y los Anfitriones —derechos de explotación de minas, nuestras granjas, trueques de tecnología, celebraciones de Idioma— solo eran ocasionales, pero todos los días había asuntos menores que tratar. Por los pasillos siempre había Ariekei que participaban en alguna negociación. Los suelos de la Embajada eran resistentes, para soportar sus puntiagudos pies.
—No están aquí —dijo Simmon. Se masajeó el extraño músculo de su brazo biotrucado—. No hay ni uno. Hemos tardado varias generaciones en ponernos de acuerdo sobre qué constituye una cita, así que sabemos que varios de ellos tenían que estar aquí esta mañana, y que en condiciones normales se habrían presentado, pero no han aparecido. No contestan a nuestras llamadas por buzzer. No se comunican con nosotros de ninguna manera.
—Debemos de haberlos ofendido mucho —dije por fin.
—Eso parece.
—Pero ¿cómo? ¿Tú qué crees?
—Eso solo Farotekton lo sabe. O EzRa. —Nos quedamos callados un momento, y luego él añadió—: ¿Conoces a alguien que se llame Orado? ¿U Orados?
—No. ¿Quién es? —No parecía el nombre de un Embajador: era un nombre extraño sin acento de evocación en medio de la palabra.
—No lo sé. He oído a CalVin y HenRy hablando de ellos, y me ha parecido que ellos deben de saber qué está pasando. He pensado que tal vez los conocieras. Tú conoces a todo el mundo. —Era un detalle por su parte, pero no quise insistir—. AgNes y un par más de Embajadores le echan la culpa de esto a Wyatt, ¿lo sabías?
—La culpa ¿de qué?
—De lo que sea. De lo que sea que haya pasado. Les he oído. «Todo esto es culpa suya y de Bremen», decían. «Siempre hemos sabido que intentaban debilitarnos, y ya lo habéis visto…» —Simmon hizo que su mano ortopédica se abriera y se cerrara para imitar el movimiento de una boca.
—Entonces ¿crees que ellos saben qué está pasando? —pregunté, y Simmon se encogió de hombros.
—Lo dudo. No hace falta entender algo para culpar a alguien de ello. Pero tienen razón. Esto tiene que ser una… maniobra, está claro. Y EzRa… un arma de Bremen.
¿Y si AgNes tenían razón? Supuse que, de ser así, si yo jugaba mi última carta y recurría a mi contacto, estaría traicionando a la Ciudad Embajada. Me acordé de CalVin y Scile y vencí mi vacilación. Llamé por el buzzer a Wyatt. Mientras conectaba, intenté pensar estratégicamente, entender en qué actuaría Wyatt como un profesional, dónde era probable que cediera; intenté decidir qué podía decir que me permitiera averiguar algo, cómo convencerlo para que me revelara algo. La compensación por todas esas elucubraciones fue un anticlímax total.
—Avice —me gritó Wyatt cuando por fin comuniqué con él—. Gracias a Dios que has llamado. Nadie me contesta. Me cago en todo, Avice, ¿qué está pasando?
Wyatt estaba aún más aislado que yo. Sus pocos ayudantes y él tenían oficinas en el corazón de la Embajada, por supuesto, pero había miembros del Cuerpo que lo culpaban, otros querían mantenerlo apartado de lo que estaba ocurriendo, y todos coincidían en que debían dejarlo al margen de las reuniones. Y se las ingeniaban para hacerlo sin violar nunca la ley que colocaba a Wyatt, su supervisor de Bremen, por encima de ellos.
Habían divulgado, como estaban obligados a hacer, una lista de las numerosas reuniones previstas para ese día. Wyatt había enviado a funcionarios a todas las que se celebraban en salas principales, y él había asistido a una titulada «Organización de Emergencias»; pero resultó que todas eran meras atracciones secundarias, atolondradas discusiones improvisadas entre miembros de nivel medio del Cuerpo sobre temas como la adquisición de artículos de escritorio. Los verdaderos debates, las autopsias de la fiesta, las exposiciones de hipótesis sobre el silencio de los Anfitriones, ya se habían realizado, durante las sesiones de reuniones englobadas bajo el epígrafe «Otros asuntos» del Comité de Servicios Públicos.
—¡Es un puto escándalo, Avice! Son estas cosas, precisamente, las que tienen que acabarse. Es para poner fin a estas cosas para lo que nos han enviado. Han conspirado para dejarme al margen. ¡Soy su superior, joder! Por no mencionar lo que les están haciendo a EzRa. Estos hombres son sus colegas, y les están haciendo el vacío. Es una vergüenza.
—Espera, Wyatt. ¿Dónde están EzRa?
—Ra está en su habitación, o al menos estaba allí cuando lo he llamado por el buzzer. Ez, no lo sé. Tus colegas…
—No son mis…
—Tus colegas los están excluyendo. Estoy seguro de que si pudieran los arrestarían. Ez no contesta, y no lo encuentro… —La idea de que dos doppels tuvieran habitaciones separadas, e hicieran cosas diferentes, todavía me desconcertaba.
—¿Saben qué está pasando?
—¿No crees que me lo dirían? —repuso él—. Date cuenta de que no todos me están excluyendo, sino solo tus malditos Embajadores. Sea lo que sea lo que estén tramando…
—Tranquilízate, Wyatt. Sea lo que sea, ya te habrás dado cuenta de que el Cuerpo no controla mucho más que tú. —Él debía de saber que la Embajada no había tenido ningún contacto con la urbe desde aquella noche—. Los Anfitriones no dicen nada. Creo… —dije con cautela—. Creo que EzRa… o nosotros… sin querer, hemos hecho algo que los ha ofendido… mucho.
—Bah, eso son tonterías —dijo Wyatt, y me sorprendió—. Esto no es una de esas historias, Avice. Un momento de torpeza, el capitán Cook ofende a los puñeteros lugareños, un lapsus línguae o el mal uso de unos cubiertos sagrados, y ¡toma!, ya lo han puesto en la parrilla. ¿No has pensado nunca que eso no es más que autoengrandecimiento? Sí, ya sé que todas esas historias pasan por ser un mea culpa de la insensibilidad cultural, «Oh, lo siento, hemos dicho algo que no había que decir», pero en realidad sirven para expresar lo ridículos que son los nativos cuando reaccionan exageradamente. —Rió y sacudió la cabeza—. Avice, hemos debido de meter la pata miles de veces a lo largo de tantos años. Piénsalo bien. Igual que hicieron nuestros visitantes cuando conocieron a los nuestros, en Terre. Y nunca ha pasado nada grave, ¿no? Los Ariekei, igual que los Kedis, los Shur’asi, los Cymar y todos los demás, todos los exots con los que he tratado, son perfectamente capaces de distinguir un insulto de un malentendido. Detrás de cada historia sobre Ku y Lono, hay… un montón de ratería y fuego de artillería. Créeme —añadió con ironía—, es mi trabajo.
Acompañó esas palabras con un gesto que evocaba la acción de robar. Si me caía bien era porque decía cosas así.
—Siempre hay trifulcas, Avice —continuó, y se inclinó hacia la pantalla—. En un trabajo como el mío. No lo he hecho del todo mal, ¿no? —Lo dijo de repente, casi en tono lastimero—. Pero esto… Avice, todo tiene un límite. JoaQuin, MayBel y los demás… tienen que recordar lo que yo represento.
Bremen era una potencia, y por tanto siempre estaba en guerra, con otros países de Dagostin y con otros mundos. ¿Y si sus enemigos enviaban naves de guerra contra nosotros? ¿Y si decidían golpear a Bremen en las colonias? ¿Íbamos a levantar nuestros rifles, nuestros cañones biotrucados, y apuntar con ellos a los cielos? Cualquier réplica nuestra a un pequeño genocidio así, que podía producirse en cualquier momento, tendría que provenir del mismo Bremen, si consideraba que valía la pena. Melés en el vacío del espacio-momento, o extraños y terribles tiroteos en el ínmer. Esa amenaza y el aislamiento de Arieka en el inhóspito ínmer —y aunque nadie lo dijera, nuestra escasa importancia— eran la única disuasión contra ataques a ese nivel. Pero intervenían otros factores en los cálculos marciales de Bremen.
Los Ariekei no eran pacifistas. Me habían contado que a veces llevaban a cabo misteriosas contiendas y asesinatos recíprocos; y dijera lo que dijese Wyatt, por las razones que fuese, había habido enfrentamientos violentos, muertes, entre nuestras especies en los primeros tiempos del contacto. Los protocolos entre nosotros eran estrictos, y durante generaciones no había habido problemas en nuestras relaciones. De modo que resultaba absurdo imaginar a los Ariekei, a la urbe, volviéndose contra la Ciudad Embajada. Pero nosotros éramos unos pocos miles, y ellos nos superaban con creces en número y tenían armas.
Wyatt era algo más que un burócrata. Representaba a Bremen, oficialmente era nuestro protector; y como tal, debía estar armado. Los miembros de su séquito eran sospechosamente atléticos para ser meros empleados de oficina. Todo el mundo sabía que en la Ciudad Embajada había alijos de armas a los que solo tenía acceso Wyatt. Se rumoreaba que los silos ocultos contenían una potencia de fuego de una magnitud muy superior a la de nuestros míseros cañones. Estaban allí por nuestro bien, desde luego, o eso decían. Los funcionarios de Bremen llegaban con las llaves bien codificadas en sus augmens. Era poco político, y un tanto alarmante, que Wyatt afirmara tan abiertamente —aunque fuera a mí, que en cierto modo era una especie de intrusa y, también en cierto modo, amiga suya— que su séquito lo formaban soldados con acceso a armamento, y que él era su comandante.
Tenía paciencia, eso no podía negarse. Pasaba por alto las malversaciones, entre pequeñas y moderadas, de la Ciudad Embajada cuando llegaban los miabs, y las que se producían a intervalos de escasos años cuando Bremen recaudaba los impuestos. Animaba a sus empleados a mezclarse con el Cuerpo y los plebeyos, e incluso autorizaba algún matrimonio mixto. Como todos los destinos coloniales, el suyo era un trabajo difícil. Dado que la comunicación con sus superiores era muy esporádica, la iniciativa y la flexibilidad resultaban vitales. Habíamos tenido a hombres y mujeres escrupulosos en su puesto anteriormente, y la política había sido muy desagradable. Wyatt esperaba algo a cambio de su postura de mano blanda. Creía que los Embajadores estaban en deuda con él, y que eran injustos.
Me caía bien, pero era un ingenuo. Cuando las luces se apagaban, él era el hombre de Bremen. Yo entendía lo que eso significaba, aunque él no lo entendiera.