En materia de leyes religiosas, la Ciudad Embajada era un esqueje de Bremen. No había Iglesia establecida, pero como sucedía en muchas colonias más pequeñas, sus fundadores habían incluido a una minoría razonable de creyentes. La Iglesia del Dios Farotekton era lo más parecido que teníamos a una congregación oficial. Las torres de sus faros, con sus balizas luminosas giratorias, descollaban sobre los tejados de la Ciudad Embajada.
Había otras congregaciones: pequeñas sinagogas, templos, mezquitas, iglesias donde se reunían pequeños grupos de fieles. Un puñado de ultraortodoxos de cada tradición se mantenía firme contra innovaciones impías, e intentaba mantener los calendarios religiosos basados en los días de treinta y siete horas de Bremen, o, según una absurda nostalgia, en los supuestos días y estaciones de Terre.
Como los Anfitriones, los Kedis de la Ciudad Embajada no tenían dioses: según la fe que profesaban, las almas de sus antepasados y las de sus nonatos estaban unidas en una celosa y eterna guerra contra ellos, los vivos, pero por lo general mostraban una actitud mucho menos sombría y abrumada de lo que podría sugerir esa teología. Había Shur’asi religiosos, pero solo disidentes: la mayoría eran ateos, quizá porque, a menos que fuera por accidente, no morían, y muy raramente nacían.
Los moradores de la Ciudad Embajada eran libres de no creer. Yo no estaba acostumbrada a pensar en el mal.
Colmena se llamaba surltesh-echer; lo dedujimos de sus conversaciones con otros Anfitriones. Se lo dije a CalVin, destrozando el nombre con mi monovoz, pronunciando el Corte y el Giro uno después de otro.
—¿Podéis enteraros de cuándo volverá a competir en un Festival de Mentiras? —les pregunté—. Es un gran fan mío, y me gustaría… devolverle el favor.
—¿«Quieres ir…» «… a otro festival»?
—Sí. Yo y un par de símiles más. —Era un capricho, simple curiosidad por mi observador, pero una vez que se me ocurrió, ya no podía dejar esa idea. Se lo había propuesto a Hasser y a otros dos símiles, y estaban ilusionados—. ¿Creéis que podrá ser? ¿Creéis que podréis colarnos otra vez?
Hacía tiempo que no nos invitaban a ninguna fiesta de Idioma, y aunque yo era la única que estaba más intrigada por las mentiras que por mi propia utilización, los otros símiles de El Fular no rechazarían la invitación.
CalVin atendieron mi petición, aunque no con muy buen talante. Me pregunté, en ese momento, por qué me consentían tanto. Uno u otro siempre se mostraba hosco conmigo. Las diferencias en su conducta eran minúsculas, pero yo estaba acostumbrada a tratar con Embajadores y las percibía. Me daba la impresión de que se turnaban para ser más fríos o más cariñosos, en una variante del tradicional procedimiento del policía bueno y el policía malo.
En El Fular, las conversaciones entre los Anfitriones dilucidaban desacuerdos. Tenían bandos, constituidos por teorías y misteriosas políticas. Algunos nos adoraban —ya sé que no debería emplear esa palabra— como espectáculo. Algunos puntuaban nuestros diversos méritos: los llamábamos «los críticos». El hombre que nada con peces es sencillo, dijo uno. La niña que comió lo que le dieron es como más cosas. Valdik rió, pero no le gustó oír que el suyo era un tropo trillado. Colmena, a quien empecé a llamar «Surl Tesh-echer», lo que se aproximaba más a su nombre, era el gurú de otro grupo, un campeón de mentirosos.
Tenía compañeros habituales: Bailaora Española; uno al que llamábamos Pinchapapeles; y otro al que llamábamos Calzoncillos Largos, que tenía un casco de repuesto biotrucado. Es difícil aproximarse a lo que decían en Anglo-Ubiq a partir de lo que nosotros entendíamos: imaginaos a la gente recorriendo una exposición en una galería de arte, contemplando las obras, y de vez en cuando articulando una sola palabra o frase corta, como «Incompleto», o «Potencial», o «Complejidades de hecho e incertidumbres de expresión», y, ocasionalmente, frases más largas y crípticas.
—«Los pájaros describen círculos como la niña que comió lo que le pusieron delante» —tradujo Hasser—. «Los pájaros son como la niña que se comió lo que le pusieron delante y son como el hombre que nada con peces y son como la roca partida…»
Los otros Ariekei, los que no eran del grupo de surltesh-echer, replicaban ruidosamente a ese embrollo de afirmaciones. Reaccionaban a la presencia de surltesh-echer y sus compañeros con excitación o nerviosismo. Por su parte, surltesh-echer, Bailaora Española y los demás no reconocían a los críticos en absoluto, o eso me parecía. Al grupo de surltesh-echer lo llamábamos «los Profesores».
surltesh-echer forzaba la lógica de la analogía: los pájaros no eran como yo, que había comido lo que me habían dado, como la mayoría de los otros Ariekei podían ver. «Creen que se muestra irrespetuoso cuando dice que lo son», comentó Hasser, compungido. Los pájaros son como la niña que comió lo que le dieron, repitió uno de los Profesores. Tartamudeaba al hablar, se le atascaban las palabras, tenía que parar y volver a empezar e intentarlo de nuevo.
Un día de principios de invierno entré en El Fular —seguía yendo, a pesar de todo— manchada de mugre y polvo frío de los callejones de la Ciudad Embajada y solo encontré a Valdik. Lo noté incómodo, menos hablador aún de lo habitual. Me pregunté si habría recibido alguna mala noticia en su vida fuera de nuestro círculo, de la que yo ni sabía ni quería saber nada. Pasamos un rato sentados en silencio.
Me tomé un café, y cuando me disponía a marcharme entraron Shanita y Darius. Ella era un símil taciturno que siempre se sentía un poco intimidada por mí, o eso me había parecido percibir; él era franco e ingenuo, y no muy inteligente. Me saludaron con cordialidad.
—¿Qué hacía Scile aquí? —preguntó Darius al sentarse.
Me fijé en que Valdik permanecía inmóvil y no reaccionaba.
—¿Scile? —dije.
—Ha vuelto a venir, hace un rato —dijo Darius—. Había un Anfitrión. Estaba muy raro. Tu marido, no el Anfitrión. Iba paseándose y poniendo pequeños… —Agitó los dedos mientras buscaba las palabras—. Pequeñas tuercas y tornillos encima de las mesas. No ha querido decirme por qué.
—Y ¿dices que ha vuelto a venir?
Por lo visto ya había ido una vez no estando yo, por la noche, y había coincidido con tres Anfitriones. Darius no lo había visto, pero Hasser sí, y se lo había comentado. Esa vez Scile llevaba un extraño atuendo, con ropa de un solo color. Shanita también lo recordaba; dijo que aquella primera vez Scile también había puesto aquellos objetos en las mesas. Valdik no dijo nada.
—¿Qué hacía? —preguntó Darius.
—No lo sé —respondí con cautela.
Sospechaba, por su silencio, que Valdik tenía alguna idea, igual que yo, de hecho, de qué significaba aquello. Que Scile, mediante esos artificiales rituales que llamaban la atención, intentaba grabarse en la mente. Intentaba servir para pensar, ser sugerente. Convertirse en símil.
«¿Qué demonios creía que podía querer decir?», pensé, pero me corregí: eso no tenía importancia.
Un córvido nos dejó en lo más profundo de la urbe, en unas salas asombrosas, catacumbas de piel, alcobas con multitud de órganos domésticos suturados.
Las entrelazadas cadencias del Idioma inundaban la sala. Nunca había visto a tantos jóvenes, recién introducidos en su tercer estadio y en el Idioma. Igualaban a sus padres en forma y tamaño, pero eran niños y se notaba por el color de su vientre y por la tendencia que tenían a oscilar. Eran los ávidos espectadores de los aspirantes a mentirosos.
La mayoría de los concursantes permanecían callados y no conseguían decir nada que no fuera cierto. Yo estaba con Hasser, Valdik y unos cuantos más escogidos no sé cómo entre los asiduos. Nos acompañaban ArnOld. Habían ido allí a trabajar y dejaron claro que lamentaban tener que cumplir aquella tarea de niñera. Los Anfitriones los saludaron llamándolos por su nombre correcto: «arnold».
Scile estaba conmigo. Hablaba tímidamente con mis compañeros símiles. Hacía tiempo que no oía hablar Idioma en su medio natural; era por él por quien yo había pedido aquello: él lo sabía y estaba modestamente agradecido. No nos llevábamos tan bien como en la época en que asistimos a nuestro primer festival, y creo que mi regalo le sorprendió. Yo no tenía noticias de ningún otro intento de Scile de convertirse en Idioma. Era algo de lo que no le había hablado.
Antes de ahora vinieron los humanos. Me di cuenta de que el Anfitrión que hablaba era un atleta de la mentira, uno de los Profesores.
Antes de que vinieran los humanos, éramos… y se atascó. Continuó uno de sus compañeros: Antes de que vinieran los humanos no hablábamos tanto de ciertas cosas. El público se estremeció. Lo siguió otro hablante: Antes de que vinieran los humanos, no hablábamos tanto…
Yo había aprendido suficiente para reconocer ese truco, una falsa mendacidad colaborativa: el último repetía la frase previa pero reduciendo la voz hasta casi apagarla en la cláusula final. Dijo de ciertas cosas, pero en voz tan baja que el público no lo oyó. Era teatralidad, farsa, complacencia, y el público estaba satisfecho.
Arn y Old se enderezaron y dijeron a la vez: «surltesh-echer».
Colmena se mecía. Describía círculos con la utensilia y estiraba el abanico. Subió al mentidero.
Los pocos Ariekei que realmente conseguían mentir utilizaban dos métodos. El primero consistía en hablar despacio. Intentaban concebir la cláusula falsa —lo que resultaba casi imposible, pues su mente sufría una reacción alérgica a la falsedad incluso no verbalizada, concebida sin significado—; tras prepararla mentalmente, con mayor o menor éxito, fingían olvidarla. Pronunciaban lentamente cada una de las palabras que la componían, con un ritmo pausado, separándolas, y separándolas al mismo tiempo en la mente del hablante para que cada una constituyera un concepto diferenciado, con significado propio; pero lo bastante deprisa y con suficiente ritmo como para que, para los oyentes, estas formaran una frase, lenta y pesada pero comprensible, y falsa. Los mentirosos a los que hasta ese momento yo había visto actuar con cierto éxito eran mentirosos lentos.
Existía otra técnica, más baja e impactante, y más difícil con mucha diferencia. Consistía en desmontar, mentalmente, hasta el significado individual de las palabras, y sencillamente soltar de golpe todos los sonidos necesarios. Era como forzar una declaración, obligarla a salir. Era la mentira rápida: el hablante escupía un torrente de sonidos antes de que la falsedad de su conjunto le impidiera pensarlos.
surltesh-echer abrió sus dos bocas.
Antes de que vinieran los humanos, dijo con un brusco staccato, no hablábamos.
Se produjo un largo silencio, y luego una convulsión, un tumulto.
Me habría gustado entender el lenguaje corporal Ariekene. Quizá surltesh-echer estuviera irradiando triunfo, o paciencia, o nada. No había susurrado la segunda mitad de ninguna verdad; ni recorrido sonido a sonido, como un metrónomo, una frase construida y deconstruida. Lo que había dicho surltesh-echer era, incuestionablemente, una mentira.
El público se tambaleó. Yo me tambaleé.
Los Anfitriones despertaban en su tercer estadio hablando con fluidez; el Idioma era una función directa de su conciencia.
—Hace millones de años, saber que lo que se comunicaba era cierto debió de suponer alguna ventaja adaptativa —me había explicado Scile la última vez que habíamos planteado hipótesis sobre ese tema—. Se seleccionaban las mentes que solo podían expresarse así.
—La evolución de la confianza… —empecé a decir.
—De esta manera, la confianza deja de ser necesaria —me interrumpió. El azar, la lucha, el fracaso, la supervivencia, un caos darwiniano de gramática instintiva, los impulsos de un animal con un cerebro grande en un entorno hostil, la selección a partir de las características habían creado una raza de sinceros puros—. Este Idioma es milagroso —dijo Scile.
A mí, de hecho, me repugnaba un poco. Era asombroso, dado lo que el Idioma necesita hacer, que los Ariekei hubieran sobrevivido. Deduje que debía de ser eso lo que Scile quería decir, y asentí.
Si la evolución era moralidad, los Ariekei tampoco podrían oír las mentiras, como dos terceras partes de los monos de la fábula; pero es más aleatoria y bonita, de modo que eso solo les sucedía a los pocos que conseguían pronunciarlas, que no oían sus propias pequeñas falsedades. Para el mentiroso, sin el respaldo de los significados, las mentiras en Idioma solo eran ruidos. La biología es perezosa: si la boca expresa verdades, ¿por qué debería discriminar el oído entre estas y sus contrarios? ¿Cuando lo que se hablaba era, por definición, lo que era? Y mediante ese hueco en la adaptación, a pesar o porque no estaban hechos para decirlas, los Anfitriones podían entender las mentiras. Y o bien creerlas —la fe era un don sin sentido— o, cuando la falsedad era ostentosa e importante, experimentarlas como algo imposible y vertiginoso, lo inconcebible.
Aquí la monomaníaca soy yo: es injusto insinuar que el Idioma era lo único que les importaba a los Anfitriones, pero no puedo evitarlo. Esto que estoy contando es una historia verídica, pero la estoy contando, y eso conlleva ciertas consecuencias. Así pues: a los Anfitriones les importaba todo, pero el Idioma por encima de todo.
Innovador y testarudo, surltesh-echer sacó esa mentira al mundo, un vómito de fonemas, contra lo que le dictaba su propia mente.
El público estaba embelesado. Habíamos presenciado una actuación insólita. Yo estaba encantada. El Embajador ArnOld estaban perplejos. Hasser estaba desconcertado. Valdik y Scile estaban horrorizados.