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A veces aparecían Anfitriones, solos o en pequeños grupos, con los zelles a sus pies, y atravesaban con su correteo ralentizado nuestros callejones. ¿Quién sabe qué misiones tenían? Quizá estuvieran realizando una visita turística, o tomando lo que, según extrañas topografías, tal vez fueran atajos que pasaran por nuestro sector. Algunos se adentraban en el pulmón aeólico y llegaban a los barrios de la Ciudad Embajada, y de esos algunos buscaban a los símiles. Eran los admiradores.

Cada pocos días, una pareja o un pequeño cónclave llegaban con sus minúsculos pasitos de quitina. Entraban en El Fular con los abanicos temblándoles, con prendas de ropa de muestra: cintas ribeteadas con filigranas que, al agitarlas el viento, producían diferentes sonidos, tan definidos como sus llamativos colores.

—Nuestro público nos requiere —dijo alguien la primera vez que vi acercarse a uno de esos grupos.

Pese a la broma y al aburrimiento fingido, era evidente que aquel público significaba mucho para los símiles. La única vez que convencí a Ehrsul para que me acompañara, con el pretexto de que recopilara anécdotas que más tarde le permitirían reírse de mis nuevos amigos, la llegada de los Anfitriones pareció descolocarla por completo. Ignoró los comentarios sobre los Ariekei que le hice en voz baja, y apenas habló, limitándose a algunas breves y educadas incongruencias. Había estado con ella otras veces en presencia de Anfitriones, por supuesto, pero nunca en un escenario tan informal, nunca a merced de sus desconocidos caprichos en lugar de bajo las condiciones impuestas por los archipámpanos de la Ciudad Embajada. Nunca volvió.

Los dueños y la clientela habitual de El Fular ignoraban educadamente a los Anfitriones, que murmuraban entre ellos. Estiraban los corales-ojo y separaban los extremos, y nos inspeccionaban. Los camareros y los clientes se movían sin problemas alrededor de ellos. Los Anfitriones hablaban en voz baja mientras nos examinaban.

«Dice que busca al que sopesó el metal —traducía alguien—. Ése eres tú, Burnham. ¡Levántate, hombre! Preséntate.» «Hablan de tu ropa, Sasha.» «Ése dice que soy más útil que tú. Dice que me habla continuamente.» «No dice eso, capullo…» Etcétera. Cuando los Anfitriones se colocaban alrededor de mí, a veces tenía que sofocar el recuerdo de lo que había sucedido en aquel restaurante.

No me costaba mucho reconocer a los visitantes que repetían, por la configuración de los corales-ojo y los dibujos del abanico. Con el regodeo que producen las blasfemias de poca importancia, los bautizamos según esas peculiaridades: Retaco, Cruasán, Billete. Ellos, al parecer, nos reconocían también fácilmente.

Aprendimos los símiles favoritos de muchos. Uno de mis articuladores habituales era un Anfitrión alto con un llamativo abanico rojo y negro, que recordaba lo suficiente a un traje flamenco para que lo llamáramos Bailaora Española.

—Hace una cosa muy inteligente —me dijo Hasser. Sabía que yo no dominaba el Idioma—. Cuando habla de ti. —Vi que buscaba los matices—. «Cuando hablamos de hablar», dice, «la mayoría de nosotros somos como la niña que se comió lo que le dieron. Pero podríamos escoger lo que decimos con ella.» Eso es propio de un virtuoso. —Al ver mi expresión se encogió de hombros, y no habría insistido, pero le pedí que me lo explicara mejor.

Por regla general, mi símil se utilizaba para describir una especie de aceptación, el hecho de apañárselas con lo que uno tenía a su disposición. Sin embargo, Bailaora Española y sus amigos, mediante una extraña retórica, mediante el énfasis en cierta sílaba, me hablaban para insinuar un posible cambio. Esa soltura ponía eufóricos a los Anfitriones. Yo no tenía ni idea de si muchos de ellos siempre habían estado tan fascinados por el Idioma, o si esa obsesión era resultado de sus interacciones con los Embajadores, y con nosotros, esas cosas extrañas sin Idioma.

Scile siempre me pedía que le contara con detalle lo que había pasado, quién había dicho qué, qué Anfitriones habían asistido.

—No hay derecho —le dije—. No vienes conmigo, pero te enfadas si no puedo repetir todas las cosas tediosas que dijo cada uno.

—Sabes perfectamente que no sería bien recibido. —Eso era verdad—. Si lo encuentras tan tedioso, ¿por qué sigues yendo?

Era una pregunta razonable. La emoción con que los otros símiles reaccionaban ante las visitas de los Anfitriones y la escasa variedad de sus temas de conversación cuando no estaban los Anfitriones me fastidiaban enormemente. Sin embargo, creo que intuía que allí podían suceder cosas, que aquello era importante.

Había un Anfitrión que a menudo acompañaba a Bailaora Española. Era más rechoncho y bajo que la mayoría, tenía las piernas nudosas, el vientre más fláccido, pues se acercaba a la vejez. Por algún extraño motivo que se me olvida lo llamábamos Colmena.

—Ya lo he visto otras veces —dijo Shanita.

El Anfitrión hablaba sin parar y nosotros escuchábamos, pero solo distinguíamos una mezcla de medias frases, y no lográbamos entender lo que decía. Recordé de dónde lo conocía: de mi primer viaje a la urbe. Él había competido en aquel Festival de Mentiras, y había destacado por su capacidad para describir mal aquel falaz objetivo. Había afirmado que era de un color erróneo.

—Es un mentiroso —dije chasqueando los dedos—. Yo también lo he visto antes.

—Mmm —dijo Valdik, receloso—. ¿Qué dice ahora?

Colmena daba vueltas, nos observaba, sacudía su utensilia.

—«Como esto, como esto» —tradujo Hasser. Sacudió la cabeza, «No tengo ni idea»—. «Como, son, similares, diferentes, no iguales, lo mismo.»

El Fular no era el único sitio donde nos reuníamos, pero sí el local más habitual. A veces quedábamos en un restaurante cerca del distrito comercial, o en otro local donde nos sentábamos frente a frente en bancos, pero solo cuando lo planeábamos por adelantado y solo por un vago sentido de la corrección o la voluntad de no ser excesivamente rígidos. Sin embargo, era en El Fular donde los Anfitriones sabían que nos encontrarían, y se trataba, en gran medida, de que nos encontraran.

Los símiles se consideraban un salón de debate, pero solo estaba permitido cierto grado de disidencia. En una ocasión, un joven intentó hacernos entrar en discusiones que pasaron de la independencia al secesionismo, muy anti-Cuerpo, y tuve que intervenir para impedir que le dieran una paliza.

Me lo llevé afuera.

—Vete —le dije.

Un grupo de símiles lo abucheaba y le gritaba que intentara volver a poner en entredicho a los Embajadores.

—Creía que eran radicales —dijo. Parecía tan triste que me dieron ganas de abrazarlo.

—¿Ésos? Depende de a quién se lo preguntes —dije—. Sí, según Bremen son traidores. Pero son más leales al Cuerpo que el propio Cuerpo.

Una política de plebiscitos habría sido absurda en la Ciudad Embajada. ¡Como si muchos de nosotros pudiéramos hablar con los Anfitriones! Y en cuanto a los asiduos de El Fular, dejando aparte el inevitable colapso de la Ciudad Embajada en caso de su ausencia, sin Embajadores, ¿quién iba a enunciar a esos hombres y mujeres tan orgullosos de ser los símiles de los Anfitriones?