Anteriormente, 3

Hace mucho tiempo realicé un extraño y desagradable ritual en un restaurante abandonado. En alguna ocasión, los Embajadores y el Cuerpo me habían comentado que por ese motivo los Ariekei me tenían en gran consideración. Eso no había significado nada para mí hasta que aquel día, en el festival, después de las mentiras, los Anfitriones descubrieron quién era yo.

Hablaban deprisa, estiraban sus corales-ojo. Más tarde Scile me dijo que me pronunciaban todos los días. Oyó que un Anfitrión se lo decía a CalVin: No sé, dijo refiriéndose a mí, cómo lo hacía sin ella, cómo pensaba lo que necesitaba pensar.

¿Sin ella? Eso remitía a lo que llamábamos el «misterio del cómputo»: ¿consideraban los Anfitriones que cada Embajador era una sola persona con un cuerpo doble y una sola mente? Y si así era, ¿nos consideraban a los demás medias cosas, irrelevancias, máquinas? ¿Una ciudad llena de marionetas de los Embajadores? Cuando me conocieron como símil, me pidieron que volviera, pero nunca supe muy bien si era una invitada, un objeto en exposición o alguna otra cosa. Cuando íbamos, los Anfitriones cuidaban de nosotros, tanto si entendían que éramos personas como si no.

Yo aceptaba sus invitaciones porque Scile podía acompañarme. Para él era un regalo, y me lo agradecía efusivamente, aunque creo que a él le interesaba más que a mí hablar, dar parte, después de cada reunión.

Nos conducían a las salas de los Anfitriones. Normalmente había Embajadores, visires y otras personas, y esos atisbos de los secretos que toda mi vida habían existido, el ir y venir del Cuerpo por la urbe de los Anfitriones, eran para mí casi tan perturbadores como el resto de lo que sucedía en aquellos encuentros. Entreveía a Embajadores que recorrían pasillos de carne conversando con los Ariekei, en sitios donde no se me ocurría qué podían pintar los humanos.

A la mayoría de mis amigos les intrigaban aquellos actos, a los que no tenían acceso. «¿Un festival? ¿De mentiras? —dijo Gharda en una fiesta posterior a la primera—. ¿Los Anfitriones pidieron que asistieras?» Estaban todos apiñados alrededor de mí, preguntándome cómo era la urbe, y yo me reí porque alguien dijo «¡Tope import!» exactamente igual que cuando éramos niños.

Me daba cuenta de que mi ocasional presencia en la urbe resultaba inquietante para los Embajadores. No les gustaba verme por allí. Aquél era su misterio. El Cuerpo me pedía un exhaustivo parte después de cada uno de aquellos viajes, me preguntaba qué había visto, qué había entendido.

La segunda vez que entré en la urbe, en otra sala llena de Anfitriones, me dejaron cerca de una colección de objetos extraños y animales Ariekene anestesiados, y con otros cuatro humanos, en cuyos cascos aeólicos brillaban unas luces enzimáticas. Dos eran la Embajadora LeNa, que me ignoraron. Los otros dos eran dos jóvenes plebeyos como yo.

—Hola —me dijo uno. Me sonrió con entusiasmo y yo no le devolví la sonrisa—. Me llamo Hasser y soy un ejemplo. Davyn es un tópico. Tú eres Avice, ¿verdad? Eres un símil.

Ni esa ni ninguna otra de las veces que fui el evento fue igual que la primera reunión a la que había asistido. Eran más caóticos y, como supe más tarde, estaban menos programados. Durante un tiempo estuvieron de moda entre los Anfitriones una especie de convenciones, las Fiestas de Idioma, cuyos participantes no se limitaban a la enunciación de unas pocas mentiras. Reunían en un mismo sitio a todos los constructos necesarios, todos los elementos introducidos en el Idioma que podían —animados, inanimados, conscientes y no conscientes—, y nos examinaban, nos utilizaban y teorizaban sobre nosotros, sin llegar a ningún consenso. Nosotros permanecíamos educadamente quietos mientras ellos resollaban, balbucían, entonaban discusiones alrededor de nosotros y sobre nosotros. Yo lo encontraba menos cautivador que las fervientes mentiras que había presenciado la primera vez.

El fragor y el susurro de las bocas-Corte y las bocas-Giro me adormecían; mientras tanto, Scile intentaba traducir. Los Anfitriones avanzaban y retrocedían dando patadas en el suelo, discrepando por facciones. Supuse que debía de haber surgido una especie de polémica entre quienes me consideraban una figura retórica útil y quienes no.

Creo que era un debate extraño y difícil. Había Anfitriones que pensaban que podría haberse dicho algo mejor y, por lo tanto, podrían haberse pensado mejores pensamientos, con solo que me hubieran hecho hacer otras cosas que las que me habían hecho hacer. Que habría podido ser un símil mejor para quienes me necesitaran para hablar con propiedad; para hablar de esas otras cosas que no eran yo y sí, habrían podido afirmar, como yo. Pero evidentemente esos críticos no podían decir cuáles habrían sido esos pensamientos, porque no podían formularlos.

—Pero… —dijo Scile, consternado.

—Esos pensamientos deben de estar en el fondo de su mente —razoné—. ¿Es por eso por lo que están enojados? ¿Porque se los han negado?

—Espera —me dijo él—. Uno está diciendo sobre ti: «Es una comparación y… es algo nuevo». No lo entiendo. No lo entiendo.

—Bueno, amor mío, no…

—¡Eh! —susurró—. Están utilizando las otras figuras retóricas. —Señaló a nuestros acompañantes de la Ciudad Embajada, a los que los Anfitriones miraban con fijeza. Giró la cabeza, sorprendido—. Si los entiendo bien… ese tal Hasser nos ha mentido. No es un ejemplo: es un símil, como tú.

Por muchas dudas que hubiera respecto a mi eficacia, yo debía de tener cierta utilidad: durante las semanas en que estuvieron de moda esos actos, los Anfitriones siguieron llevándome.

Algo se deterioró entre CalVin y yo. Durante semanas, cuando teníamos relaciones sexuales yo bromeaba y les decía que podía distinguir su forma de tocarme; seguramente sabían que había algo de verdad en ello. La primera vez yo estaba inmaduramente emocionada por la idea de estar acostándome con un Embajador. Pero ese atolondramiento un tanto teatral no duró mucho.

Recuerdo su tacto, la frialdad de los conectores que llevaban en el cuello, joyas minimalistas que amplificaban los pensamientos que se transmitían. Recuerdo que los veía tocarse el uno al otro con un erotismo peculiar, único. Después, tal vez yo sonriera lascivamente cuando los distinguiera, pero era un juego tenso. «Cal», diría yo señalando a uno, y luego al otro: «Vin». «Cal… Vin.» Ellos tal vez sonrieran, tal vez desviaran la mirada. A veces, sobre todo por la mañana, encontraba diferencias. Las marcas que dejaba en ellos la noche: la impronta de la almohada en la cara, las ojeras. CalVin nunca dejaban pasar mucho tiempo antes de las abluciones; cerraban con llave la puerta de la cámara de corrección y salían con todas aquellas pequeñas diferencias borradas o copiadas.

No les gustaba que siguieran pidiéndome que asistiera a las conferencias y convenciones. Pero el Cuerpo no podía rechazar aquellas peticiones de los Anfitriones. Una vez, uno de los dos me dijo, repentinamente furioso, sin venir a cuento, que los Embajadores no tenían ningún poder, que eran el Cuerpo, los visires y los demás quienes tomaban todas las puñeteras decisiones, que él y su doppel no pintaban nada.

Últimamente, a veces discutía con ellos. Tras un altercado verdaderamente desagradable que juro no haber iniciado, Cal o Vin se quedó unos segundos en el umbral, mirándome con una expresión que no supe interpretar, mientras su doppel se marchaba. Quizá no me hubiera gustado que ellos también pudieran inmersar, pero dudo que me hubiera importado.

—No es lo mismo —le dije al que seguía allí—. Vosotros habláis Idioma. Yo soy Idioma.

Había Anfitriones que preferían mi símil por encima de todos los otros, y asistían a todos los actos en los que yo estaba presente. Ensalzaban mis utilidades, por encima de todas las alegorías o mecanismos retóricos incrustados por diversos métodos en hombres y mujeres y otras cosas allí presentes. «Tienes admiradores», me dijo Scile. Aquéllos fueron mis meses de fama de símil.

Volví a ver a Hasser varias veces; esperábamos juntos mientras los Anfitriones nos utilizaban en acaloradas discusiones. Había disidentes del Idioma que instaban a una reconcepción de lo que habríamos podido ser los otros símiles y yo. A juzgar por la reacción de los otros Anfitriones, aquel experimento de pensamiento era de mal gusto. Después de uno, pregunté a Scile si había oído a los Anfitriones hablarle a Hasser, y si se había enterado de algo.

Scile entendía el Idioma tan bien como un Embajador, pero me contestó:

—No sé cómo demonios funcionáis. Nunca veo ninguna relación entre lo que significáis y eso de lo que ellos hablan, entre la cosa con que os comparan y eso para lo que os utilizan. ¿Me preguntas qué piensan con Hasser? No tengo ni idea.

—No me refería a eso.

—¿Te refieres a qué significa literalmente?

—Sí. No sé, cuál es su hecho básico. Como yo, que significo «La chica que comió…». Bueno, ya lo sabes.

Scile titubeó.

—No estoy seguro —dijo—, pero creo que era… Han dicho: «Es como el chico al que abrieron y volvieron a cerrar».

Nos quedamos mirándonos.

—Dios mío —dije.

—Sí. No estoy seguro, así que no… Pero sí.

—Madre mía.

En el córvido, de regreso a la Ciudad Embajada, pregunté a Hasser:

—¿Por qué no me dijiste que eras un símil?

—Lo siento —repuso—. Te has enterado, ¿no? —Sonrió—. Es complicado. Es algo en lo que pienso mucho, en ser un símil. Pero no sé cómo te sientes tú… Para algunos de nosotros, si eres… Si te interesa hablar de estas cosas… —dijo, ilusionado y a la vez un tanto receloso—. Entre nosotros hay quienes creemos que es importante.

—¿Algunos símiles? —pregunté—. ¿Qué hacéis? ¿Salís juntos?

Bueno, conocían a otros tropos y momentos de Idioma, por supuesto, me explicó. Pero determinados símiles habían fundado una comunidad. Los detesté en cuanto me habló de ellos.

—No sé cómo te nos escapaste —dijo—. Sé que te dicen «Pero ¿cómo han podido los Anfitriones pasar sin ti en tantos actos?». Pero‚ ¿cómo has pasado tú sin nosotros?

—Supongo que ser Idioma nunca ha sido lo más importante de mi vida —dije.

Creo que, sin proponérmelo, mostré mi desprecio. Si no hubiera aprendido a inmersar y no hubiera salido al exterior, me recordé, quizá me habría pasado la vida en los bares, salones y tabernas donde se reunían los símiles. Debía de ser un tipo de vida extraño, y una notoriedad extraña, pero al menos era algo. Quise disculparme por haber revelado mi desdén. Le pregunté qué significaba todo aquello para él. Tras la cautela inicial, me dijo:

—¡Formar parte! ¡Del Idioma!