No estaba segura de cómo encajaría Scile en la Ciudad Embajada. Es imposible que fuera el primer colono del exterior al que un retornado había llevado hasta allí, pero nunca había conocido a ningún otro.
Yo había pasado mucho tiempo a bordo de naves por el ínmer, o en puertos de planetas con duraciones diurnas adversas a los humanos. Mi regreso representaba la primera vez en miles de horas que podía prescindir de los implantes circadianos y adaptarme a los ritmos solares reales. Scile y yo nos aclimatamos a los días de diecinueve horas de Arieka por los medios tradicionales, es decir, pasando la mayor parte del tiempo fuera.
—Te lo advertí —le dije—. Es un sitio muy pequeño.
Ahora recuerdo aquellos días con verdadero placer. Todavía. No paraba de hablarle a Scile del sacrificio que suponía para mí volver a aquel sitio tan pequeño —¡volver del exterior!, ¡encerrarme otra vez allí!—, pero cuando emergí del tren estanco en la zona aeólica y respiré los olores de la Ciudad Embajada me sentí más feliz de lo que había imaginado. Era como volver a ser niña, a pesar de que no lo fuera. No hay nada comparable a ser niño. Ser niño es solo ser. Después, cuando lo pensamos, lo convertimos en juventud.
En los primeros días de mi vuelta a la Ciudad Embajada, con ahorros y acompañada de un extranjero, revelaba todo mi atractivo de inmersora. Caminaba con aire arrogante. Me saludaban, encantados, quienes me conocían, quienes habían pensado que no volverían a verme nunca, quienes no habían dado crédito a la noticia de mi regreso que les había llevado el anterior miab.
No puedo afirmar que fuera rica, pero mis ahorros estaban en Eumarks de Bremen. Era la moneda base de la Ciudad Embajada, desde luego, pero raramente se veía: había treinta kilohoras o más entre una y otra visita desde la metrópoli —más de un año de la Ciudad Embajada—, de modo que la poca economía que teníamos era independiente. Por deferencia al Eumark, nuestra moneda, como la de todas las colonias de Bremen, se llamaba Sucedáneo. Los diferentes Sucedáneos no podían relacionarse con ninguna otra moneda, no tenían ningún valor más allá de los límites de su sistema de gobierno. La parte de mi cuenta que yo había descargado y que tenía conmigo, suficiente para vivir unos pocos meses en Bremen, daba para vivir en la Ciudad Embajada hasta el siguiente relevo, y quizá incluso hasta el posterior. Ni siquiera creo que a la gente le molestara mucho, porque había ganado mi dinero en el exterior. Yo les decía que ahora lo que hacía con él era orgulear. En realidad, eso era inexacto —como no había órdenes de las que tuviera que escaparme obedeciendo mínimamente, me limitaba a no trabajar—, pero les encantaba que les hablara en argot del ínmer. Por lo visto consideraban que tenía derecho a hacer el vago.
Aquéllos de mis ciclopadres que todavía trabajaban organizaron una fiesta en mi honor, y me sorprendió un poco comprobar lo feliz que me hacía haber vuelto, estar en la guardería, besar, abrazar, gritar y volver a saludar a aquellos hombres y mujeres amables. Algunos habían envejecido mucho, y eso resultaba desconcertante, mientras que otros apenas habían cambiado. «¡Ya te dije que volverías! —repetía Papá Shemmi mientras bailaba con él—. ¡Te lo dije!» Abrieron los paquetes de baratijas de Bremen que les había llevado. «¡Qué bonito, cielo!», exclamó Mamá Quiller, a la que había regalado un brazalete con augmens estéticos. Los padres y madres recibieron con timidez a mi marido. Scile mantuvo una sonrisa animosa toda la noche en la sala decorada con banderines mientras yo me emborrachaba, y contestó repetidamente las preguntas que le hacían.
Algunos de aquellos con los que yo había crecido volvieron a cruzarse conmigo, como Simmon. No volví a ver a Yohn, pese a que me habría gustado encontrármelo. Hice otros amigos, de estratos que no me eran familiares. Me invitaron a fiestas del Cuerpo, aunque esos no habían sido mis círculos antes de mi partida, cuando no era más que una aprendiz de inmersora. De pronto me codeaba con personas, miembros del Cuerpo y Embajadores a los que hasta entonces solo conocía de vista y por su reputación. Sin embargo, algunos a los que me habría gustado conocer ya no estaban.
«¿Dónde está Oaten?», pregunté; era un hombre que a menudo hacía de portavoz del Cuerpo en el trid de la Ciudad Embajada. «¿Dónde está Papá Renshaw?» «¿Dónde están GaeNor?», la anciana Embajadora que, cuando estaban reclutándome para el Idioma, habían dicho «Avice Benner Cho, ¿verdad?» con una cadencia tan espléndidamente afectada que se había convertido en parte de mi idiolecto interno, así que siempre que me presentaba ofreciendo mi nombre completo, en mi cabeza terminaba la frase con un «¿verdad?», recordando su voz. «¿Dónde están DalTon?», pregunté, un Embajador con fama de inteligente e intrigante, menos preocupados de lo habitual por ocultar disputas con otros colegas, y a quienes estaba deseando conocer desde que me enterara de que habían sido ellos quienes habían expresado su enfado en público cuando se rompió aquel miab, cuando yo era niña.
Oaten se había retirado tras amasar una pequeña fortuna en moneda local. Renshaw había muerto. Joven. Eso me entristeció. GaeNor habían muerto, primero una y la otra casi inmediatamente después, de fallo conexional y de pena. Deduje que DalTon —después de una prolongada disidencia, de que sus colegas agotaran su paciencia, y de luchas intestinas entre sectores opacos del Cuerpo— habían desaparecido voluntariamente o los habían hecho desaparecer. Intrigada, seguí insistiendo, pero no descubrí nada más. Como retornada, tenía cierta licencia para formular abiertamente esas preguntas sobre los Embajadores, lo cual era bastante incorrecto; pero sabía calcular hasta dónde podía llegar y cuándo debía abstenerme.
No tengo ninguna duda de que me equivocaba, pero tenía la impresión de que yo era más rápida, más hábil con el sarcasmo, más ingeniosa, por el tiempo que había pasado en el exterior. La gente era amable con Scile, se mostraba fascinada por él. Él también estaba fascinado. Había estado en varios mundos, pero emergió en la Ciudad Embajada como si entrara por una puerta abierta en la pared. Exploraba. Nuestro estatus no era ningún secreto. Los matrimonios no exclusivos como el nuestro no eran habituales en la Ciudad Embajada, lo que nos convertía en una atracción. Todavía pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, pero cada vez menos, a medida que él expandía sus propios círculos.
—Ten cuidado —le dije a Scile después de una fiesta en la que un hombre llamado Ramir había coqueteado con él, utilizando augmens para dar a su cara un aire provocativo según la estética local.
Yo nunca había visto que Scile se interesara por los hombres, pero aun así le expliqué que las relaciones homosexuales no eran del todo legales. Excepto en el caso de los Embajadores.
—¿Y esa mujer, Damier? —me preguntó él.
—Ella pertenece al Cuerpo. Además, ya te digo, tampoco son del todo ilegales.
—Qué curioso.
—Sí, curiosísimo.
—Pero ¿saben que estuviste casada con una mujer?
—He estado en el exterior, amor mío. Puedo hacer lo que me venga en gana.
Le enseñé dónde jugaba de pequeña. Fuimos a galerías y exposiciones de trids. Scile estaba fascinado con los automas vagabundos de la Ciudad Embajada, máquinas mendicantes de aspecto melancólico.
—¿Entran alguna vez en la urbe? —me preguntó.
Sí entraban, pero aunque Scile consiguiera acorralarlos, sus mentes artificiales eran demasiado débiles para describírsela.
Scile había venido por el Idioma, por supuesto, pero no por eso dejaba de fijarse en otras rarezas. Los biodispositivos Ariekene lo dejaron asombrado. En las casas de amigos se quedaba mirando, como si fuera un perito, sus semivivos artefactos, filigranas arquitectónicas, sus ocasionales ajustes médicos, prótesis y similares. Se quedaba a mi lado al borde del pulmón aeólico, en los balcones y los miradores de la Ciudad Embajada, y observaba pacer las manadas de fábricas y centrales de energía. Sí, contemplaba la urbe donde residía el Idioma, pero también contemplaba la urbe en sí misma. En una ocasión agitó una mano, como un niño, y aunque aquellas cosas tan alejadas no pudieran vernos, nos pareció que una central movía las antenas en respuesta al saludo de Scile.
Cerca del centro de la Ciudad Embajada estaba el solar del primer archivo. Habrían podido limpiarlo de escombros, pero llevaba eternidades así, desde su caída: más de una megahora y media, más de medio siglo local. Nuestros primeros urbanistas debieron de pensar que los humanos necesitaban ruinas. Los niños todavía iban, como habíamos hecho nosotros a veces, a aquella parcela llena de maleza donde había animales Terres y formas de vida autóctonas que toleraban el aire que nosotros respirábamos. Scile también pasaba mucho tiempo observando aquella fauna.
—¿Qué es eso?
Una especie de simio rojo con cabeza de perro trepaba por una tubería.
—Se llama zorro —contesté.
—¿Está modificado?
—No lo sé. En todo caso, hace mucho tiempo.
—¿Qué es eso?
—Una grajilla. Un gato espinoso. Un perro. Un indígena, no sé cómo se llama.
—Eso no es lo que nosotros llamamos perro allá de donde vengo —me decía, o repetía los nombres con mucho cuidado—: Grajilla.
Lo que más le interesaban eran los especímenes autóctonos Ariekene que no conocía.
Una vez nos pasamos horas bajo un sol abrasador. Nos sentamos y nos pusimos a hablar, y luego dejamos de hablar, nos quedamos cogidos de la mano el rato suficiente y lo bastante quietos para que los animales y la abflora se olvidaran de que estábamos vivos y nos trataran como si formáramos parte del paisaje. Dos criaturas del tamaño de mi antebrazo peleaban en la hierba.
—Mira —dije en voz baja—. Chis.
Un poco apartado de los animales, un pequeño y torpe bípedo se alejaba poco a poco; su parte trasera era un flequillo de sangre.
—Está herido —observó Scile.
—No exactamente. —Como cualquier niño de la Ciudad Embajada, yo sabía qué era aquello—. Mira —dije—. Aquél es el cazador. —Señalé un pequeño y feroz tejón modificado, con el pelaje blanco y negro salpicado—. Eso con lo que pelea se llama trunc. Igual que esa cosa que huye. Ya sé que parecen animales diferentes. ¿Ves que aquel tiene la cola hecha jirones? ¿Y que la cabeza del que pelea con el tejón modificado también está rasgada? Son la mitad cerebro y la mitad carne del mismo animal. El trunc se separa cuando lo atacan: la mitad carne rechaza al depredador, y la mitad cerebro huye en busca de una última oportunidad de aparearse.
—No se parece a ningún otro animal autóctono —observó Scile—. Pero… ¿es Terre? —La mitad carne del trunc estaba ganando, avasallando al tejón modificado—. Antes de separarse debía de tener ocho patas. En Terre no hay octópodos, ¿no? Quizá acuáticos, pero…
—No son ni Terres ni Ariekene —aclaré—. Los trajeron por equivocación hace kilohoras, en una nave Kedis. Son gitanillos. Deben de oler bien o algo, porque los atacan muchas cosas. Aunque a la mayoría de los predadores la carne de trunc les hace vomitar, o los mata. Pobrecillos refugiados.
La mitad cerebro del autotruncador estaba a la sombra de unas piedras y unos sistemas de circuitos caídos hacía tiempo, observando el triunfo de sus antiguos cuartos traseros. Se tambaleaba como un suricato o un dinosaurio pequeño. La mitad cerebro se había quedado el único par de ojos del trunc, y la mitad carne describía círculos con ciega pugnacidad, olfateando el aire en busca de más enemigos de los que proteger a su huida mente.
En un acto de misteriosa sensibilidad, Scile, no sin esfuerzo, evitó las garras de la mitad carne del trunc —un logro considerable, teniendo en cuenta que el único objetivo de los pensamientos de lo que quedaba de su pescuezo era pelear— y se lo llevó a casa. Lo mantuvo con vida varios días. Lo metió en una jaula en la que puso comida, y el trunc daba vueltas dentro y lanzaba bocados sin dejar de vigilar, aunque ya no tenía cerebro que proteger. Intentaba luchar con cepillos o trapos que hacíamos oscilar delante de él. Murió, y se descompuso muy deprisa, como cuando le echas sal a una babosa, y solo dejó una mancha de suciedad que tuvimos que limpiar.
En la tapia de las monedas, le describí a Scile mi primer encuentro con Bren. Había estado dudando si debía llevarlo allí o contarle la historia, y eso me picó la curiosidad, así que decidí hacerlo. Scile se quedó mirando largamente la casa.
—¿Todavía vive ahí? —le pregunté a un puestero.
—No lo veo mucho, pero sí. —El hombre hizo una señal contra la mala suerte con el dedo.
Atraía a Scile hacia mi infancia. Una mañana, durante el desayuno, al fondo de la plaza donde estábamos sentados, vi, y se lo señalé a Scile, a un grupito de jóvenes aprendices de Embajador en una de sus expediciones controladas, pastoreadas y protegidas a la ciudad por la que algún día tendrían que interceder. Eran cinco o seis, o eso parecía, todos de la misma tanda, diez o doce niños, a pocas kilohoras de la pubertad, escoltados por maestros, vigilantes de seguridad, dos Embajadores adultos, un hombre y una mujer a los que desde aquella distancia no pude identificar. Los conectores de los aprendices parpadeaban frenéticamente.
—¿Qué hacen? —me preguntó Scile.
—Juegan a la búsqueda del tesoro. Dan clase. No lo sé —contesté—. Les enseñan su feudo.
Para ligero bochorno mío y gran diversión de los otros clientes del local, Scile se levantó para verlos marchar, sin dejar de masticar una de aquellas espesas tostadas de la Ciudad Embajada que afirmaba que le encantaban (para mí ya eran demasiado ascéticas).
—¿Eso pasa a menudo?
—No mucho —respondí.
Únicamente había visto grupos como aquel cuando yo también era niña. Si en ese momento estaba con mis amigos, quizá intentáramos llamar la atención de alguno de los proyectos de Embajador; si lo conseguíamos, reíamos y echábamos a correr, perseguidos o no por sus escoltas. Luego jugábamos, burlones y un tanto nerviosos. Seguí desayunando y esperé a que Scile se sentara.
—¿Qué opinas de tener hijos?
Miré en la dirección en que se habían ido aquellos jóvenes doppels.
—Interesante asociación de ideas —dije—. Aquí, sería como…
En el país donde él había nacido, en el mundo donde había nacido, a los niños los criaban de dos a seis adultos, emparentados por genética directa con ellos y entre ellos. Scile había mencionado a su padre, su madre, sus tías-padres o comoquiera que los llamara, más de una vez y con cariño. Llevaba mucho tiempo sin verlos: esos lazos casi siempre se atenúan en el exterior.
—Ya lo sé —dijo—. Solo… —Agitó una mano—. Esto es bonito.
—¿Bonito?
—Tiene algo.
—«Algo.» Menos mal que las palabras son tu especialidad. Pero, bueno, haremos como si no te hubiera oído. ¿Por qué iba a imponerle vivir en un sitio tan pequeño como este…?
—Déjalo, en serio. —Sonrió, pero con un deje de amargura—. Saliste de aquí, ya lo sé. Esto no te disgusta ni la mitad de lo que aparentas, Avice. O yo no debo de gustarte tanto, si me haces venir aquí cuando esto es un purgatorio para ti. —Volvió a sonreír—. Además, ¿por qué tendría que disgustarte?
—Olvidas una cosa. Esto no es el exterior. En Bremen consideran que casi todo lo que hacemos aquí (exceptuando los biodispositivos, y los obtenemos gracias al buen talante de quien tú sabes) es canallesca medicina de campo. Y eso incluye la tecnología sexual. ¿Te acuerdas de cómo se hacen los niños? No puede decirse que tú y yo…
—Punto para ti —dijo riendo, y me cogió una mano—. Compatibles en cualquier sitio excepto en la cama.
—¿Quién ha dicho que yo quisiera hacerlo en la cama? —repuse.
Era una broma, no un juego de seducción.
Ahora que lo recuerdo, todo tiene un tinte de preludio. La primera vez que vi exots de especies con las que no había crecido fue en una bulliciosa ciudad de un mundo diminuto que llamamos Sebzi. Me presentaron a un grupo de seres con forma de colmena. No tengo ni idea de qué eran, ni de dónde era originaria su raza. Nunca he vuelto a ver ningún ejemplar. Uno se adelantó sobre un pseudópodo, inclinó su cuerpo de guitarra hacia mí y a través de un diminuto ventrículo dentado dijo, en un Anglo-Ubiq perfecto: «Encantado de conocerla, señorita Cho».
No tengo ninguna duda de que Scile reaccionó a los Kedis, los Shur’asi y los Pannegetch con más aplomo que yo aquella vez. Daba charlas en el este de la Ciudad Embajada, sobre su trabajo y sus viajes (a mí me impresionaba cómo se las ingeniaba para decir la verdad y, al mismo tiempo, hacer que su vida pareciera una trayectoria bien definida y coherente). Después se le acercó una troika Kedis, con células de color titilando en sus volantes, y el portavoz hermafrodita le dio las gracias con su peculiar dicción, al tiempo que le estrechaba la mano con sus genitales prensiles.
Se presentó él mismo al tendero Shur’asi al que llamábamos Gusty —Scile me reveló, con ostentación y placer, su verdadera serie nominal— y cultivó una breve amistad con él. A la gente le embelesaba verlos por la ciudad: Scile con un brazo alrededor del tronco principal de Gusty, y el Shur’asi sacudiendo sus cilios para seguirle el paso a Scile. Intercambiaban historias. «Siempre hablas del ínmer —decía Gusty—. Tendrías que probar la espirotransportación. Caray, eso sí que es viajar.» Nunca supe discernir si verdaderamente su mente se parecía tanto a la nuestra como sus anécdotas hacían pensar. Se desenvolvía bien charlando como hacemos nosotros, desde luego, y una vez llegó a imitar el mal Anglo-Ubiq de un vecino suyo Kedis con un complicado chiste.
Scile quería conocer a los Ariekei, por supuesto. Era a los Ariekei a los que estudiaba todas las noches, cuando aparcaba sus actividades sociales. Ellos eran los que lo eludían.
—Sigo sin averiguar prácticamente nada sobre ellos —me dijo—. Cómo son, qué piensan, qué hacen, cómo funcionan. Hasta los documentos en que los Embajadores describen su trabajo, ya sabes, sus interacciones con los Ariekei, son… increíblemente vacíos. —Me miró como si quisiera algo—. Saben qué tienen que hacer —añadió—, pero no saben qué están haciendo.
Tardé un poco en entender su queja.
—El trabajo de los Embajadores no consiste en entender a los Anfitriones —dije.
—Entonces ¿quién se encarga de eso?
—Nadie. No es el trabajo de nadie entenderlos.
Creo que fue entonces cuando vi realmente, por primera vez, la brecha que había entre nosotros.
Por entonces ya conocíamos a Gharda, a Kayliegh y a otros, miembros del Cuerpo y personas cercanas a ellos. Yo me había hecho amiga de Ehrsul. Ella se burlaba de mí porque no tenía profesión (a diferencia de la mayoría de los moradores de la Ciudad Embajada, Ehrsul estaba al tanto del término «orgulante» antes de que yo lo introdujera), y yo me burlaba de ella por el mismo motivo. Como automa, Ehrsul no tenía derechos ni deberes; su último propietario, un colono de una generación anterior, había muerto intestado, y ella nunca había vuelto a ser propiedad de nadie. Existían variantes de leyes de salvamento según las cuales teóricamente alguien podría haber intentado reclamarla, pero eso habría parecido abominable.
—Solo es software Turing —decía Scile cuando ella no estaba delante, aunque admitía que superaba a todos los que él conocía.
Le divertía ver cómo nos relacionábamos con ella. A mí no me gustaba esa actitud, pero Scile era tan educado con ella como si la considerara una persona, de modo que no discutí con él por eso. Solo mostró interés verdadero por Ehrsul cuando se le ocurrió que, como no respiraba, podría entrar en la urbe. Le dije la verdad: que me había dicho, cuando se lo pregunté, que nunca había entrado ni entraría; que yo no sabía por qué; y que, tal como me había contestado, yo no tenía ninguna intención de preguntárselo.
A veces le pedían a Ehrsul que hiciera pequeños ajustes en los automas y los procesadores de la Ciudad Embajada, y por esa razón se relacionaba con el Cuerpo: a menudo asistíamos a las mismas veladas oficiales. Yo iba porque también les era útil. Últimamente había salido más que cualquiera de mis superiores: solo unos pocos miembros del Cuerpo habían ido por asuntos oficiales a Bremen y habían regresado. Yo era una fuente, podía informarlos sobre temas políticos y culturales recientes de Charo City.
La primera vez que salí de la Ciudad Embajada, Papá Renshaw me había llevado a un rincón de la habitación donde se celebraba mi fiesta de despedida. Yo me esperaba algún sermón paternal que me advirtiera de los falsos rumores sobre la vida en el exterior; pero lo que me dijo fue que si regresaba algún día, la Ciudad Embajada estaría muy interesada en cualquier información que pudiera aportar sobre la situación en Bremen. Fue tan correcto y tan natural que tardé un rato en convencerme de que acababa de pedirme que me convirtiera en espía. Esa posibilidad me pareció tan disparatada que la encontré graciosa, sencillamente. Miles de horas más tarde, de vuelta en la Ciudad Embajada, volví a sonreírme, aunque con cierta amargura, cuando comprendí que estaba siendo útil, tal como me habían pedido.
Scile y yo habríamos sido objetos de interés hiciéramos lo que hiciéramos: él, un forastero apasionado y fascinado, era una curiosidad; yo, una parte del Idioma, y una inmersora retornada, una pequeña celebridad. Pero gracias a que suministraba información sobre Bremen, yo, una plebeya, y mi plebeyo marido éramos recibidos en los círculos del Cuerpo con mayor soltura aún. Seguimos recibiendo invitaciones después de que los modestos medios de comunicación de la Ciudad Embajada dejaran de emitir entrevistas e historias sobre la inmersora pródiga.
Me abordaron al poco de mi llegada. No fueron los Embajadores, desde luego, sino unos visires y unos engreídos de alto rango.
Solicitaron mi presencia en una reunión donde dijeron cosas tan imprecisas que tardé un poco en descifrar su intención, hasta que de repente recordé la intercesión de Papá Renshaw, y comprendí que las veladas consultas sobre «ciertas tendencias de Bremen y poderes asociados» y sobre «posibles actitudes ante dominios y sus aspiraciones» eran, en realidad, solicitudes de inteligencia política. Y que me estaban ofreciendo una remuneración.
Eso último me pareció absurdo. No acepté dinero por contarles lo poco que sabía. Rechacé las diplomáticas explicaciones que alguien intentó darme para justificar sus preocupaciones políticas: no me importaban. Les enseñé conductos de noticias y descargas; les ofrecí, quizá, cierta idea del equilibrio de poder en el partido Democrático Cosmopolita que gobernaba en Bremen. Las guerras, intervenciones y exigencias de Bremen nunca me habían fascinado, pero para quienes estaban más concentrados en ellas, lo que revelé quizá arrojara luz sobre vicisitudes recientes. La verdad es que dudo mucho de que nada de lo que dije fuera algo que sus ordenadores y sus analistas no hubieran podido predecir o adivinar.
No puede decirse que fuera alto espionaje. Unos días más tarde me presentaron a Wyatt, que entonces era el nuevo hombre de Bremen en la Ciudad Embajada, a quien mis interlocutores del Cuerpo habían mencionado y sobre quien me habían prevenido indirectamente. Lo primero que hizo fue tomarme el pelo por aquella reunión anterior. Me preguntó si le había puesto una cámara en el dormitorio, o algo parecido. Me reí. Me gustó que nuestros caminos se cruzaran. Me dio su número personal.
Fue en esos círculos, en la alta sociedad de la Ciudad Embajada, donde conocí al Embajador CalVin y me convertí en su amante. Uno de los favores que me concedieron fue darle a Scile la oportunidad de conocer a los Anfitriones.
Cal y Vin eran altos, de tez grisácea, un poco mayores que yo, con cierta picardía y la cautivadora arrogancia de los mejores Embajadores. Nos invitaban, a mí y, tras pedirlo yo, a Scile, a funciones, y también venían con nosotros a la ciudad, donde un Embajador paseando por las calles sin un séquito del Cuerpo eran lo bastante inusual para llamar la atención.
—Embajador —dijo Scile tras reunir el valor suficiente, al principio con cautela—, me gustaría hacerles una pregunta sobre… sus contactos con los Anfitriones.
Y dicho eso, formuló una serie de preguntas muy detalladas y crípticas. CalVin se mostraron pacientes con Scile, y yo se los agradecí; aunque sus respuestas fueron sin duda decepcionantes.
En compañía de CalVin vi, oí e intuí detalles sobre aspectos de la vida en la Ciudad Embajada de los que de otro modo nunca me habría enterado. Aprendí de las esporádicas referencias de mis amantes, sus insinuaciones y sus apartes. No siempre me contestaban cuando les insistía —quizá comentaran algo sobre algún colega que se había descarriado, o sobre facciones Ariekene, y luego se negaban a dar más explicaciones—, pero yo aprendía incluso de lo que oía por casualidad.
Les pregunté por Bren.
—No lo veo a menudo —comenté—. Por lo visto no viene a las reuniones.
—«Había olvidado que tienes un vínculo con él» —dijeron CalVin; ambos me observaban, aunque de forma ligeramente diferente—. «No, Bren es un autoexiliado, más bien. Aunque nunca se marcharía, no sé si me explico.» «Eso no encajaría con lo que cree que es para el resto de nosotros.» «Y tuvo su oportunidad. Habría podido marcharse.» «Después de que se hendiera.» «Pero…» —Rieron—. «Viene a ser algo así como nuestro amargado oficial.» «Se entera de casi todo lo que pasa. Y no solo aquí: sabe cosas que no debería saber.» «No puede decirse que sea leal. Pero es útil.» «Pero desde luego no puede decirse que sea leal, ya no, si es que lo fue alguna vez.»
Scile los escuchaba con avidez.
—¿Cómo es? —me preguntó Scile—. No sé, yo ya he estado con dos personas, y estoy seguro de que tú también, pero supongo que no es lo…
—No, Faros, no. Dios mío, eres terrible. Claro que no es lo mismo.
Entonces era categórica; ahora tengo mis dudas.
—¿Se concentran los dos en ti? —me preguntó.
Nos reímos, él de su estúpida lascivia, yo, de lo que parecía casi una blasfemia.
—No, es todo muy igualitario. Cal, yo y Vin, todos juntos. Sinceramente, Scile, como si fuera la única persona con la que un Embajador hayan…
—Pero eres la única con la que puedo hablar. —Por entonces yo ya no estaba segura de que eso fuera cierto—. Tenía entendido que la homosexualidad no estaba permitida —dijo retomando el hilo.
—¿Pretendes impresionarme? No es eso lo que hacen juntos. Ni ellos ni ningún otro Embajador. Ya lo sabes. Es… masturbación. —Ésa era la descripción más común, aunque escandalosa, y al decirlo me sentí como una niña pequeña—. Imagínate cómo es cuando se juntan dos Embajadores.
Scile pasaba horas, muchas horas, escuchando grabaciones de Ariekei, viendo trids y bids de encuentros entre ellos y los Embajadores. Yo le veía mover los labios y escribir notas ilegibles que introducía con una sola mano en su nube de datos. Aprendió deprisa, lo que no me sorprendió. Cuando CalVin nos invitaron por fin a un acto al que iban a asistir Anfitriones, Scile ya entendía el Idioma casi a la perfección.
Se trataba de una de esas reuniones que los Embajadores mantenían con los Anfitriones cada pocas semanas. El comercio intermundos se producía a intervalos de miles de horas, pero estaba respaldado y construido sobre una negociación exhaustiva y meticulosa. Con la llegada de cada inmernave, se comunicaban los términos acordados entre el Cuerpo y los Anfitriones (con el visto bueno del representante de Bremen), y la nave se marchaba con esos detalles y los artículos y la tecnología Ariekene, para volver en la siguiente ronda con lo que fuera que nosotros les hubiéramos prometido a los Ariekei. Los Anfitriones tenían mucha paciencia.
—Hay una recepción —nos dijo uno de CalVin—. ¿Queréis venir?
No estábamos autorizados para presenciar las negociaciones en sí, por supuesto. Scile lo lamentaba.
—¿Qué más te da? —le dije—. Será un aburrimiento. ¿Charlas comerciales? ¿En serio? ¿Cuánto de esto, qué quieres de…?
—Quiero saber, es exactamente eso. ¿Qué es lo que quieren? ¿Sabes siquiera qué es lo que intercambiamos con ellos?
—Pericia, sobre todo. Para inteligencia artificial, soportes lógicos y cosas así. Que ellos no pueden…
—Lo sé, por el Idioma. Pero me encantaría oír cómo se relacionan con esa tecnología, cuando la tienen en sus manos.
Los Ariekei no podían teclear en un ordenador, como es lógico: la escritura era incomprensible para ellos. Las entradas orales no eran una solución: los especialistas en exopsique habían llegado a la conclusión de que los Anfitriones no sabían interactuar con máquinas. El ordenador les contestaba en lo que nosotros oíamos como una lengua vernácula impecable, pero para los Ariekei esas palabras eran solo ruido, porque detrás no había una conciencia.
Por eso nuestros diseñadores habían creado ordenadores que «fisgaban». Los construíamos a partir de los sencillos animales-megáfono y animales-teléfono que los Ariekei biotrucaban. Eran capaces —aunque nadie sabía cómo— de entender sus voces (y las de nuestros Embajadores) reproducidas mediante altavoces o incluso grabadas: siempre que lo que se dijera o se hubiera dicho tuviera esa conciencia, siempre que lo pronunciara una mente verdadera, ni la distancia ni el tiempo rebajaban su comprensión, su significado, eso que Scile tenía la osadía de llamar «alma». Cogíamos esos pequeños mediadores y los mejorábamos, los alterábamos y a veces, a la larga, los sustituíamos por tecnología de comunicación que los Anfitriones no habrían podido crear. Hacíamos pasar sus voces por las mentes artificiales.
Los programas estaban diseñados para funcionar entre interlocutores, para crear sus propias instrucciones mediante insinuación. Los Ariekei hablaban entre ellos como habían hecho siempre, y si su conversación daba ciertos giros teóricos, el ordenador escuchaba, realizaba cálculos, alteraba la producción, ejecutaba tareas automatizadas. Lógicamente, yo no sabía qué era lo que los Ariekei entendían que estaba ocurriendo, pero, según me contaron, sabían que les habíamos dado algo. Al fin y al cabo, ellos pagaban.
—Y ¿qué recibimos nosotros? —preguntó Scile.
CalVin señalaron la araña de luces del techo que tiraba de sí misma con lenta elegancia hacia las zonas más oscuras de la habitación, extrudiendo y reabsorbiendo sus zarcillos luminosos.
—«Biodispositivos, por supuesto» —respondieron—. «Ya lo sabes.» «Y lo has visto en Bremen. Mucha comida. Y algunas gemas y cosas así.» —Como la mayoría de los moradores de la Ciudad Embajada, yo sabía muy poco sobre los detalles de los trueques que CalVin estaban describiendo—. «Y oro.»
Pese a estar de servicio, CalVin nos atendieron muy bien en aquella primera fiesta. Scile se quedó esperando junto a la mesa de los manjares, humanos y Ariekene.
—¿Confraternizando con los lugareños, por fin?
Ehrsul se había colocado sigilosamente detrás de mí, y cuando habló me sobresaltó. Me reí.
—Se porta tan bien —dije apuntando a Scile.
—Tiene paciencia —dijo ella—. Pero, claro, tú no la necesitas, porque ya has conocido a los Anfitriones.
Me dijo que solo pasaba por allí, camino de alguna misión de mejora. Giró sobre sí misma y al pasar al lado de Scile le susurró algo, y él la saludó y la vio marchar.
—¿Sabes qué me han dicho CalVin? —me dijo en voz baja. Apuntó con su copa a Ehrsul, que se alejaba—. Que ella lo habla. Que suena a la perfección. Todos los Embajadores saben exactamente qué está diciendo. Pero si lo intenta con los Anfitriones, ellos no entienden ni una palabra. —Me miró a los ojos—. En realidad, lo que habla no es Idioma.
Siguió intentando disimular su impaciencia; al menos no era grosero. CalVin se aseguraron de presentarle a los miembros del Cuerpo y los Embajadores a los que no conocía. Y por supuesto, por fin, cuando llegaron y se produjo aquella alteración de siempre, a los Anfitriones.
Era la primera vez desde hacía miles de horas que yo los veía desde tan cerca. Había cuatro. Tres estaban en la flor de la vida, en su tercer estadio, y toda su corpulenta figura estaba recubierta de temblorosos bigotes. El último estaba in finis: chocheaba. Tenía un abdomen enorme y fláccido y las extremidades muy delgadas. Caminaba con firmeza, pero mecánicamente. Sus hermanos lo habían llevado en un acto de caridad. Los seguía por instinto, guiándose por la vista y el rastro químico. Una de las estrategias evolutivas en Arieka, compartidas por más de un filo, consistía en que la última encarnación de un animal era la de reserva de alimento para los jóvenes. Podían mordisquear durante días las tiras nutricionales de su abdomen sin matarlo. Nuestros Anfitriones habían abandonado esa práctica hacía varias generaciones, suponíamos que por considerarla un signo de barbarie. Lloraban cuando sus congéneres entraban en su penúltima forma, cuando moría su mente, y guiaban respetuosamente a sus itinerantes cadáveres hasta que se derrumbaban.
Aquella cosa casi muerta chocó contra la mesa, volcando vino y canapés, y HenRy, LoGan, CalVin y los otros Embajadores rieron educadamente como si alguien hubiera contado un chiste.
—Por favor —dijeron CalVin, e hicieron avanzar a Scile hacia los indígenas. No supe interpretar la expresión del rostro de mi marido—. Scile Cho Baradjian, le presentamos al Hablante. —Y entonces, en Corte y Giro a la vez, pronunciaron el nombre del primer Anfitrión.
Nos miró con su prominente y coralina extrusión, cada uno de cuyos brotes independientes llevaba incrustado un ojo.
— korashahundi —dijeron Cal y Vin a la vez. Solo los Embajadores podían pronunciar el nombre de los Anfitriones.
Con su boca-Corte, que oscilaba sobre un tallo-garganta junto al cuello, asombrosamente similar a unos labios humanos, el Anfitrión murmuró algo; y a la altura donde nosotros tenemos el pecho, donde su cuerpo se hinchaba, su boca-Giro se abrió y tosió, emitiendo pequeños y fluidos sonidos vocálicos, tao dao zao.
Llevaba los órganos de diminutos animales enrollados alrededor del cuello. Algo serpenteaba entre sus dos pies como estiletes, un animal de compañía. Todos los Ariekei llevaban uno, excepto el viejo del cerebro muerto. Era del tamaño de un bebé, una especie de larva con patas como muñones y antenas afiligranadas, la espalda salpicada de agujeros, algunos cercados de incrustaciones metálicas. Su locomoción estaba entre un correteo y una convulsión. Era un zelle, una bestia biotrucada, una batería en la que podían encajarse sondas y cables, y de los que, dependiendo de con qué lo alimentara su dueño, salían diferentes energías. La urbe Ariekene estaba llena de esas fuentes.
Largo, excesivamente articulado, de pelo oscuro, korashahundi avanzó sobre sus cuatro piernas con un movimiento semejante al de una araña y extendió las alas: en la espalda, el abanico auditivo, multicolor; en la parte delantera, debajo de la boca más grande, el miembro de interacción y manipulación, la utensilia.
Nos gustaría estrechar tu utensilia con las manos, dijeron CalVin en Idioma, y Scile, cuyo rostro yo seguía sin descifrar, frunciendo ligeramente los labios, le tendió una mano. El Anfitrión asió la mano de mi marido representando un saludo que para él no debía de tener sentido alguno, y a continuación asió la mía.
Así pues, Scile los oyó hablar en Idioma. Los escuchó. Interrumpió varias veces a CalVin mientras estos dialogaban con el Anfitrión, y CalVin, para sorpresa mía, dejaron que les preguntara lo que quisiera.
—¿Cómo? ¿Está insinuando que no aceptaríais…?
—«No, es…» «… más complicado.» «Espera.» —Entonces Cal y Vin hablaron a la vez—: suhaishko —les oí decir; estaban diciendo «por favor».
—Lo entendí casi todo —me dijo Scile más tarde. Estaba muy ilusionado—. Cambian los tiempos verbales. Cuando mencionaron las negociaciones, los Ariekei estaban en presente discontinuo, pero luego pasaron al presente-pasado elidido. Eso se usa para…
Le dije que ya sabía para qué se usaba. Ya me lo había explicado. ¿Cómo no iba a sonreírle? Le había escuchado cientos de horas con cariño, aunque no siempre con interés.
—¿Has pensado alguna vez que esta lengua es imposible, Avice? —dijo—. Im-po-si-ble. No tiene sentido. No tienen polisemia. Las palabras no significan nada: son sus referentes. ¿Cómo pueden ser conscientes y no tener lenguaje simbólico? ¿Cómo funcionan sus números? No tiene sentido. Y los Embajadores son gemelos, y no individuos. No hay una sola mente detrás del Idioma cuando lo hablan…
—No son gemelos, amor mío —dije.
—Bueno, lo que sea. Tienes razón. Clones. Doppels. Los Ariekei creen que están oyendo una mente, pero no es así. —Arqueé una ceja, y añadió—: No, no es así. Si podemos hablar con ellos es solo gracias a un malentendido mutuo. Lo que llamamos sus palabras no son palabras: no significan nada. Y lo que ellos llaman nuestras mentes no son mentes. —Me reí, pero él no—. Es lógico preguntarse cómo consigue el Cuerpo que dos personas crean que son una sola, ¿no?
—Sí, pero no son dos —dije—. Ésa es la gracia de los Embajadores. Ahí es donde falla toda tu teoría.
—Pero podrían haberlo sido. Deberían haberlo sido. ¿Cómo lo consiguen?
A diferencia de lo que ocurre con los monocigóticos, hasta las huellas dactilares de los doppels eran idénticas. Al menos, de partida. Los Embajadores se corregían todas las noches y todas las mañanas. Mediante microcirugía, los procesadores descubrían cualquier pequeña marca o abrasión que cada mitad de la pareja hubiera acumulado a lo largo del día o la noche anterior, y si no podían ser erradicadas, se las replicaban en la mitad intacta. Scile se refería a eso, y más. Quería ver a los niños: los jóvenes doppels del vivero. Todavía conseguía escandalizarme con esas peticiones, aunque nunca obtenían respuesta. Quería ver cómo los criaban.
Los miembros del Cuerpo y los Embajadores entraban regularmente en la urbe, pero solo los jóvenes o muy torpes pedían detalles de esas incursiones. De niños pirateábamos comunicaciones y encontrábamos imágenes e informes que creíamos secretos (y que en realidad no lo eran, por supuesto) y que nos ofrecían pistas de lo que ocurría allí.
—«A veces —nos dijeron CalVin— nos hacen ir para lo que llamamos “concilios”. Entonan salmodias, no de palabras, o no de palabras que nosotros conozcamos.» «Y cuando terminan, nosotros nos turnamos y, uno a uno, les cantamos.»
—¿Para qué sirven? —les pregunté, y Cal y Vin me contestaron simultáneamente:
—No lo sabemos. —Y sonrieron.
Todos volvían a llevar sus mejores galas para asistir a otro acto, muy diferente de todos los anteriores. Yo llevaba un vestido tachonado de jade color rojo oscuro. Scile llevaba un esmoquin y una rosa blanca en el ojal. El aéreo que fue a buscarnos era un híbrido biotrucado, engendrado mediante técnicas Ariekene pero con un interior semivivo adecuado a las necesidades de los Terres, y pilotado por nuestros ordenadores.
Nos quedamos muy impresionados cuando CalVin nos anunciaron que podíamos acompañarlos. Aquello no era una fiesta en la Embajada. Íbamos a entrar en la urbe de los Anfitriones para asistir a un Festival de Mentiras.
Yo había pasado miles de horas en el ínmer. Había estado en puertos de decenas de países, en decenas de mundos; hasta había experimentado ese síndrome del viajero que los orgulantes llamábamos el retour, consistente en que, tras prepararte para la otredad de un nuevo mundo, paseabas por una capital completamente inhumana y contemplabas a unos intrincados indígenas, y empezabas a sospechar que ya habías estado allí antes. Sin embargo, la noche que Scile y yo nos arreglamos para entrar en la urbe estaba nerviosa como no lo había estado desde que me marchara de Arieka.
Miré por las ventanas de la nave mientras sobrevolábamos la hiedra y los tejados de mi pequeña ciudad-gueto. Espiré cuando pasamos por encima de la zona donde la arquitectura de ladrillo y madera recubierta de hiedra de mi juventud dejaba paso a los polímeros y la carne biotrucada de los Anfitriones; y los laberintos de callejones, a las analogías de calles de otras topografías. Unas cosas semejantes a inmuebles eran derribadas y reemplazadas. Había solares donde se construían lo que parecían combinaciones de matadero, vivero de crías y cantera.
Éramos unos veinte: cinco Embajadores, un puñado de miembros del Cuerpo, y nosotros dos. Scile y yo nos sonreímos detrás de las máscaras y aspiramos las exhalaciones de nuestro pequeño aeoli portátil. Tras un brevísimo trayecto, aterrizamos en un tejado; salimos detrás de nuestros acompañantes y entramos en un edificio de la urbe.
Se trataba de un lugar complejo, con numerosas particiones, cuyos ángulos me dejaron atónita. Quien hubiera oído hablar de mi aplomo se habría reído al ver cómo me tambaleaba, literalmente. Las paredes y los techos se movían, recubiertos de un engranaje de seres vivos mecánicos que parecían cruces de cadena y cangrejo. Un miembro muy amable del Cuerpo nos guió a Scile y a mí. Seguimos adelante; en nuestro grupo no iba ningún acompañante Ariekene. Quería tocar las paredes. Oía los latidos de mi corazón. Oí voces de Anfitriones, y de pronto estábamos entre ellos. Nunca había visto a tantos.
Las habitaciones estaban vivas, y al entrar nosotros, sus células reflejaron los colores del iris. Los Ariekei hablaron por turnos, y los Embajadores cantaron en consonancia con la cortesía alienígena. Varios Anfitriones en sus últimos estadios pululaban con circunspecta inanidad por un pasillo peristáltico. Un puente nos silbaba.
Por primera vez en mi vida vi a Anfitriones jóvenes: humeantes y efervescentes caldos de nutrientes llenos de angulas. Más allá estaba el vivero de lucha, donde los pequeños y salvajes del segundo estadio jugaban unos con otros y se mataban. En una sala donde se entrecruzaban pasarelas sujetas con tendones y plataformas sostenidas sobre extremidades de músculo había cientos de Ariekei, con las utensilias extendidas y los bonitos abanicos decorados con tinta y pigmentos naturales, reunidos para celebrar el Festival de Mentiras.
Para los Anfitriones, el habla era pensamiento. Para ellos, era tan inconcebible que un hablante pudiera decir algo sabiendo que era falso como lo era para mí que yo pudiera creer algo sabiendo que no era cierto. Como no tenían Idioma para designar las cosas que no existían, ni siquiera podían pensarlas; eran mucho más vagas que los sueños. Cualquier imaginario que pudieran evocar debía de ser muy borroso y estar atrapado en sus cabezas.
Pero nuestros Embajadores eran humanos. Ellos podían mentir en Idioma igual de bien que en nuestra propia lengua, para infinito deleite de los Anfitriones. Esos festivales de falsedad no existían —¿cómo iban a existir?— antes de que llegáramos los Terres. Los Festivales de Mentiras se remontaban casi hasta los inicios de la Ciudad Embajada: fueron de los primeros regalos que hicimos a los Anfitriones. Yo había oído hablar de ellos, pero nunca se me había ocurrido pensar que presenciaría uno.
Nuestros Embajadores se colocaron entre los cientos de relinchantes Ariekei. Los miembros del Cuerpo, Scile y yo —los que no podíamos hablar allí— nos limitamos a observar. La sala estaba perforada por unos ventrículos, y la oía respirar.
—Nos están dando la bienvenida —me dijo Scile, que escuchaba todas las voces—. Ése dice que… verán milagros, creo, ahora. Está pidiendo que nuestro primer no-sé-qué dé un paso adelante. Es un compuesto, espera… —Parecía tenso—. Nuestro primer mentiroso.
—¿Cómo forman esa palabra? —le pregunté.
—Bueno, ya sabes. «El que dice cosas que no son», algo así.
Los muebles de la habitación se transformaron y se reorganizaron hasta formar algo parecido a un anfiteatro. La Embajadora MayBel, dos mujeres ancianas y elegantes, se colocaron ante un Ariekes, que levantó con la utensilia lo que parecía un gran hongo del que pendían fibras. Insertó esos filamentos en las tomas del zelle que brincaba alrededor de sus piernas, y aquella cosa-seta emitió un ruido y resplandeció cambiando rápidamente de color, pasando a un azul nacarado.
El Anfitrión habló.
—Dice: «Descríbelo» —susurró Scile.
MayBel contestaron: May con la voz-Corte, Bel con la voz-Giro.
Los Ariekei se irguieron y se encogieron en repentina armonía, embargados por una tensa emoción. Se tambaleaban y hablaban entre ellos.
—¿Qué han dicho? —pregunté—. MayBel. ¿Qué han…?
Scile me miró como si no me creyera.
—Han dicho «Es rojo».
MayBel inclinaron la cabeza. El barullo Ariekene continuó mientras el Embajador LeRoy las sustituían. El Ariekes acarició a su zelle, y el objeto que llevaba sujeto a él cambió de forma y color, convirtiéndose en una gran lágrima verde.
—«Descríbelo» —volvió a traducir Scile.
Le y Roy se miraron y hablaron.
—Han dicho «Es un pájaro» —dijo Scile. Los Ariekei mascullaron. El sustantivo era una abreviatura de una especie local con alas, y también se refería a los pájaros de la Ciudad Embajada. LeRoy volvieron a hablar, y varios Ariekei gritaron, eufóricos—. LeRoy dicen que se aleja volando —me dijo Scile acercándose a mi casco. Juro que vi a unos Anfitriones estirar sus corales-ojo como si aquel plasma inánime hubiera echado a volar. Le y Roy volvieron a hablar a la vez—. Dicen… —Scile arrugó la frente, atento a lo que oía—. Dicen que se ha convertido en una rueda —y elevó la voz para hacerse oír por encima del extraño pandemónium del público.
Uno a uno, todos los Embajadores mintieron. Los Anfitriones estaban cada vez más bulliciosos, como yo nunca los había visto, hasta acabar total y literalmente ebrios de falsedad, lo que me produjo alarma. Scile estaba en tensión. La habitación susurraba, devolviendo el eco del furor de sus habitantes.
Les llegó el turno a CalVin, que empezaron a declamar.
—«Y las paredes están desapareciendo» —tradujo Scile—. «Y la hiedra de la Ciudad Embajada se nos enrosca en las piernas…» —Los Anfitriones se miraron las extremidades—. «… y la habitación se está volviendo de metal y yo estoy creciendo y la habitación y yo estamos convirtiéndonos en una sola cosa.»
«Ya basta», pensé, y alguien debió de pensar lo mismo que yo, y les susurró algo a CalVin, que inclinaron la cabeza y se apartaron.
Poco a poco, los Ariekei se calmaron. Creí que todo había terminado, pero entonces unos pocos Anfitriones se adelantaron.
—«Es un deporte» —dijo Cal o Vin; se me habían acercado, sudorosos, al ver mi cara de sorpresa—. «Un deporte extremo» —dijo el otro—. «Llevan años intentando imitarnos.» «Hay algunos que no lo hacen del todo mal.»
Seguí observando a los Ariekei.
—¿De qué color es? —preguntó a los contrincantes el Ariekes que sujetaba el objetivo, como había hecho con los Terres. Uno a uno, los Anfitriones intentaron mentir.
La mayoría no podían. Se esforzaban, pero solo emitían canturreos y chasquidos.
—«Rojo» —tradujo Scile.
El bulbo era rojo, y el participante profirió un doble gemido; deduje que era una expresión de decepción. «Azul», dijo otro, y también era azul; el objetivo cambiaba cada vez. «Verde.» «Negro.» Algunos producían ruidos que eran solo ruidos, chasquidos y resuellos de frustración, pero no palabras.
Cada minúsculo éxito se celebraba. Cuando el objetivo se puso amarillo, el Anfitrión que intentaba mentir, un Ariekes con unas tijeras dibujadas en el abanico, se estremeció y retrajo varios de sus ojos, se preparó y, con sus dos voces, dijo una palabra que, traducida, venía a ser algo así como «amarillo-beige». Como falsedad no era nada muy espectacular, pero, al oírla, el público se quedó extasiado.
Se nos acercó un grupo de Anfitriones.
—Avice —dijo educadamente Cal o Vin—. Te presento a… —y empezaron a decir nombres.
Nunca entendí a qué venían aquellos cumplidos entre los Ariekei y yo. Si daban por sentado que únicamente los hablantes de Idioma estaban dotados de mente, debía de parecerles extraño que los Embajadores pusieran tanto empeño en presentarles a aquellas semicosas amputadas y sin habla. Debía de ser como si un Ariekes insistiera en que un humano saludara educadamente a su batería animal.
Eso pensé, pero no resultó así. Los Ariekei me estrecharon la mano con sus utensilias cuando CalVin les pidieron que lo hicieran. Tenían la piel fría y seca. Cerré la boca para disimular cualquier emoción que estuviera surgiendo en mí (todavía no estoy segura de cuál era). Los Ariekei registraron algo cuando los Embajadores les dijeron mi nombre. Hablaron, y Scile me lo tradujo rápidamente al oído.
—Dicen: «¿Ésta?» —me dijo—. «¿Es ésta?»