Actualidad, 1

El Salón Diplomacia estaba atestado. Era lo habitual que todos los bailes, todas las bienvenidas a los visitantes que se marchaban, estuvieran muy concurridos, pero no tanto como esa noche. Aun así, no era sorprendente: había muchísima expectación. Por mucho que el Cuerpo nos hubiera insistido a todos en que aquella era una llegada normal y corriente, ni siquiera se había molestado en aparentar que se lo creía.

Me vi empujada entre engalanados invitados. Llevaba joyas, y activé unos pocos augmens que emitieron una corona de bonitas luces a mi alrededor. Me apoyé en una pared recubierta de gruesas hojas.

—Qué guapa estás. —Ehrsul me había encontrado—. Pelo corto. Revuelto. Me gusta. ¿Te has despedido de Kayliegh?

—Gracias. Sí, ya me he despedido. Todavía no puedo creer que haya conseguido los papeles para marcharse.

—Bueno. —Ehrsul apuntó con la barbilla a Kayliegh, que estaba colgada del brazo de Damier, una miembro del Cuerpo que se ocupaba de extender los salvoconductos—. Tal vez haya presentado una solicitud horizontal.

Me reí. Ehrsul era automa. Esa noche su tegumento estaba adornado con plumas de pavo real acrílicas, y unas joyas trid orbitaban alrededor de ella.

—Estoy tan cansada —comentó. Hizo que su cara chisporroteara, como si una interferencia la hubiera interrumpido—. Solo estoy esperando a que llegue nuestro nuevo Embajador para verlos en acción. ¿Cómo no iba a esperar? Luego me iré.

Utilizaba un solo cuerpo, conforme a cierto sentido terréfilo de la cortesía o el civismo. Creo que sabía que tener que relacionarnos con alguien de encarnación física variable podía resultarnos molesto. Era import, por supuesto, aunque no estaba claro de dónde había venido, ni cuándo. Llevaba más tiempo en la Ciudad Embajada de lo que había vivido nadie que yo conociera. Su software Turing era mucho más evolucionado que la tecnología local, y superaba todo lo que yo había visto en el exterior. Estar con un automa suele ser como acompañar a alguien brutalmente dañado cognitivamente, pero Ehrsul era amiga mía.

—Ven a salvarme de los idiotas del pueblo —me decía a veces después de descargarse actualizaciones junto con otros automas.

—¿Bromeas contigo misma cuando nadie te mira? —le pregunté una vez.

—¿Crees que importa? —me contestó por fin, y me avergoncé. Había sido descortés y adolescente plantear la pregunta de su personalidad, de su aparente conciencia, de si lo hacía por mí. La tradición dictaba que los pocos automas cuyo comportamiento era suficientemente humano para dar lugar a una pregunta así no la contestaran.

Era mi mejor amiga, y hasta cierto punto la conocía bien, pese a su rareza. Cuando nos conocimos tuve el convencimiento de haberla visto antes. Al principio no supe dónde; luego, cuando recordé dónde me parecía haberla visto, le pregunté a bocajarro (como si pudiera sobresaltarla):

—¿Para qué te querían allí? En casa de Bren, hace mucho tiempo, cuando los Embajadores recitaron mi símil. Eras tú, ¿verdad? ¿Te acuerdas?

—Avice —dijo ella, con un deje de recriminación, e hizo temblar su cara, como si estuviera disgustada. Eso fue lo único que le sonsaqué sobre el tema, y no insistí más.

Nos arrimamos la una a la otra junto a la hiedra interior y contemplamos las pequeñas cámaras que circulaban por la sala. Los caparazones de los biodispositivos decorativos despedían resplandores de colores.

—¿Ya los conoces? —me preguntó Ehrsul—. A los honorables recién llegados a los que esperamos. Yo no.

Eso me sorprendió. Ehrsul no trabajaba, no estaba supeditada a nadie, pero como ordenador era valiosa para el Cuerpo, y muchas veces actuaba para él. Habría podido afirmar lo mismo de mí —que mi estatus de interna-externa les había sido útil— hasta que dejé de tener aceptación. Suponía que Ehrsul participaría en cualesquiera conversaciones que hubiera en curso, pero por lo visto, desde la llegada del nuevo Embajador, el Cuerpo se había replegado a su camarilla.

—Hay discusiones —dijo Ehrsul—. Es lo que he oído. —La gente le contaba cosas a Ehrsul: quizá porque no era humana, pero casi. Creo que también interceptaba la red local, descifraba suficientes chismes codificados para constituir una buena fuente de información para sus amigos—. La población está preocupada. Aunque veo que algunos han quedado prendados… Mira a MagDa. Y ahora Wyatt insiste en meterse.

—¿Wyatt?

—Ha estado citando leyes antiguas, intentando informar exclusivamente al Embajador. Cosas así.

Wyatt, el representante de Bremen, había llegado con su pequeño séquito en la anterior nave comercial, y había relevado a Chettenham, su predecesor. Su partida estaba programada para el final del siguiente turno de servicio. Bremen había establecido la Ciudad Embajada hacía algo más de dos megahoras. Todos éramos jurídicamente bremenís, protegidos de la metrópoli. Pero los Embajadores, que gobernaban formalmente en nombre de Bremen, nacían aquí, por supuesto, igual que los miembros del Cuerpo y quienes conformábamos su cantón. Wyatt, Chettenham y otros agregados confiaban en el Cuerpo, durante sus prolongados turnos de servicio, para obtener información comercial, sugerencias, acceso a los Anfitriones y la tecnología. Era raro que emitieran otras órdenes que no fueran: «Sigue adelante». También eran consejeros del Cuerpo, útiles para evaluar la política de la capital. Me intrigaba que Wyatt interpretara ahora sus competencias de forma tan vehemente.

Era la primera vez desde que se tuviera memoria que un Embajador llegaban del exterior. Sospechaba que si la fiesta no lo hubiera obligado a actuar —la nave iba a partir y el baile no podía aplazarse— el Cuerpo habría intentado poner más tiempo en cuarentena a los recién llegados, y habría continuado con sus intrigas.

—Han venido CalVin —me advirtió en voz baja, mirando más allá de mí con su representación de una cara.

No me di la vuelta. Ehrsul me miró con gesto interrogante, dándome a entender sin palabras que le encantaría saber, algún día, qué había pasado. Negué con la cabeza.

Llegó Yanna Southel, la jefa de investigación científica de la Ciudad Embajada, y con ella un Embajador.

—Qué bien, son EdGar —le susurré a Ehrsul—. Ha llegado el momento del peloteo. Vendré a informarte dentro de un rato. —Avancé despacio entre la multitud hasta llegar a la órbita del Embajador. Una vez allí, en medio de risas y un poco zarandeada por los que bailaban, alcé mi copa y logré que EdGar me vieran.

—Embajador —dije. Ellos sonrieron—. Bueno, ¿estamos preparados?

—«Cristo Faros, no» —dijo Ed o Gar—. «Lo dices como si debiera saber qué está pasando, Avice» —dijo el otro.

Agaché la cabeza. EdGar y yo siempre nos divertíamos con coqueteos exagerados. Les caía bien; eran parlanchines, chismosos, siempre desvelaban un poco más de lo que deberían. Ellos, mayores y atildados, miraron a uno y otro lado, arquearon las cejas fingiendo alarma, como si alguien pudiera abatirse sobre ellos e impedirles hablar. Esa complicidad era su truco. Seguramente, en los últimos meses les habían prevenido sobre mí, pero ellos seguían tratándome con una cortesía informal que yo les agradecía. Sonreí, pero vacilé al darme cuenta de que, pese a sus caras de fiesta, parecían sinceramente atribulados.

—«Nunca habría creído…» «… que fuera posible» —dijeron EdGar—. «Aquí están pasando cosas…» «… que no entendemos.»

—¿Y los otros Embajadores? —pregunté.

Echamos un vistazo a la sala. Ya habían llegado muchos de sus colegas. Vi a EsMé con vestidos iridiscentes; a ArnOld toqueteando los apretados cuellos, que les molestaban al remeterse bajo los conectores; a JasMin y HelEn debatiendo complejamente, pues cada Embajadora interrumpía a la otra, y cada mitad de cada Embajadora terminaba las frases de su doppel. Cuando había tantos Embajadores en un sitio se creaba una atmósfera onírica. Enchufados en sus cuellos y diversamente ornamentados, según el gusto de cada uno, los diodos de sus conectores emitían por parejas un staccato simultáneo de colores.

—«¿La verdad?» —dijeron EdGar—. «Están todos preocupados.» «En diferentes grados.» «Algunos creen que estamos…» «… exagerando.» «RanDolph creen que todo nos beneficiará.» «Tener un recién llegado. Para animarnos un poco. Pero nadie confía mucho.»

—¿Dónde están JoaQuin? ¿Y dónde está Wyatt?

—«Están trayendo al chico nuevo. Juntos.» «Ninguno quiere perder de vista al otro.»

Miembros del Cuerpo despejaban la entrada de la sala, preparándose para la llegada de JoaQuin, el jefe de Embajadores; de Wyatt, el agregado de Bremen, y del nuevo Embajador. Había gente a la que no reconocí. Había perdido de vista al timonel, así que no pude preguntarle si eran tripulantes, inmigrantes o temporeros.

En la mayoría de esos bailes, los recién llegados —permanentes o en visita única— estaban rodeados de lugareños. No les faltaba compañía, ni sexual ni para conversar. Su ropa y sus equipos, sus augmens, eran como santos griales. Cualquier soporte lógico que exhibieran sería pirateado, y durante semanas la red local estaría llena de exóticos nuevos algoritmos. Sin embargo, esa vez a nadie le importaba nada que no fuera el nuevo Embajador.

—¿Qué más ha llegado? ¿Algo útil?

La Embajadora JasMin estaban lo bastante cerca para oírme, y dejé claro que se lo preguntaba a ellas y no a EdGar. JasMin no me tenían simpatía, así que les hablaba siempre que podía para que supieran que no me intimidaban. No me contestaron, y fui a saludar a Simmon, un oficial de seguridad. Llevábamos años sin relacionarnos, pero nos caíamos bien; nuestra amistad era lo bastante sincera para que no nos sintiéramos incómodos, aunque yo estuviera allí como invitada, y como invitada que había perdido el favor, y él estuviera trabajando.

Me estrechó la mano con su brazo derecho biotrucado, que llevaba desde que una pistola le explotara en un campo de tiro y le destrozara el suyo.

Me paseé entre la gente; saludaba a mis amigos, veía interactuar la tenue luz de los augmens; oía fragmentos de argot del ínmer, me volvía hacia los inmersores que lo hablaban y decía un par de palabras en el mismo dialecto, o levantaba una mano haciendo la señal que les indicaba cuál era la última nave en que había servido, lo que les complacía mucho. Quizá entrechocara mi copa con las suyas; luego continuaba.

En realidad, como todos los demás, lo que quería era ver al nuevo Embajador.

Y entonces aparecieron, en un momento de anticlímax. Fue Wyatt quien abrió las puertas, más cuidadoso y vacilante que de costumbre. JoaQuin sonreían a su lado, y admiré lo bien que disimulaban la ansiedad que debían de sentir. Los asistentes dejaron de hablar. Yo contuve la respiración.

Hubo una pequeña conmoción detrás de ellos, una breve discusión entre las figuras que los seguían. El nuevo Embajador avanzaron dejando atrás a sus guías y entraron en el Salón Diplomacia. Fue un momento palpable.

Uno de ellos era alto y delgado, con marcadas entradas; un hombre de piel cetrina que parpadeaba y sonreía tímidamente. El otro era fornido, musculoso y como un palmo más bajo. Miraba alrededor y sonreía abiertamente. Se pasó la mano por el pelo. Llevaba augmens en la sangre: vi el resplandor que generaban alrededor de su cuerpo. Su acompañante no parecía tener ninguno. El más bajo tenía un perfil romano, y el otro, una nariz pequeña y gruesa. Su piel y sus ojos eran de colores diferentes. No se parecían, ni se miraban.

El nuevo Embajador sonreían, cada uno a su manera, monstruosos e imposibles.