Anteriormente, 1

Kilohoras atrás, cuando nos preparábamos para emprender el viaje, Scile había llegado a algún acuerdo con sus patronos y supervisores. Yo no me esforzaba mucho para entender su mundo académico. Por lo que me contó, se había tomado un período sabático, y técnicamente su residencia en la Ciudad Embajada formaba parte de un proyecto minuciosamente financiado por su universidad. Le pagaban una iguala nominal y le mantenían las cuentas de acceso, con el fin de publicar, a la larga, Lenguas bífidas: sociopsicolingüística de los Ariekei.

Otros investigadores habían venido a la Ciudad Embajada con anterioridad, sobre todo científicos de Bremen fascinados por las peculiaridades biológicas de los Anfitriones: todavía había allí uno o dos esperando que les llegara el relevo. Pero no había habido lingüistas venidos de fuera a Arieka desde que se tuviera memoria, al menos desde la época de los pioneros, quienes habían hecho grandes esfuerzos para descifrar el Idioma; de eso hacía casi tres megahoras y media.

—Tengo la suerte de poder aprovechar sus descubrimientos —me dijo Scile—. Ellos partían desde cero cuando se propusieron averiguar cómo funcionaba. Por qué nosotros podíamos entender a los Ariekei pero ellos no podían entendernos a nosotros. Ahora ya lo sabemos.

Mientras nos preparábamos para llegar a la Ciudad Embajada, en lo que él llamaba nuestra luna de miel, Scile buscaba en las bibliotecas de Charo City. Con mi ayuda, indagó en el saber popular de los inmersores sobre el sitio y sus habitantes, y por último, cuando llegamos, buscó en los propios archivos de la Ciudad Embajada, pero no encontró ningún estudio sobre su tema. Eso lo hizo feliz.

—¿Por qué nadie ha escrito sobre eso antes? —le pregunté.

—Nadie viene aquí —me respondió—. Está demasiado lejos. No te ofendas, pero es el culo del mundo.

—Tranquilo, no me ofendo.

—Y además es peligroso. Y Bremen exige demasiado papeleo. Y si he de serte sincero, de todas formas no tiene mucho sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido? ¿El Idioma?

—Sí, el Idioma.

La Ciudad Embajada tenía sus propios lingüistas, pero la mayoría, a los que negaban el salvoconducto suponiendo que se molestaran en solicitarlo, eran eruditos en lo abstracto. Aprendían y enseñaban francés antiguo y moderno, mandarín, panarábico; los hablaban entre ellos para ejercitarse mientras otros jugaban al ajedrez. Algunos aprendían lenguas exot, hasta donde la fisiología lo permitía. Los Pannegetch locales olvidaban sus lenguas nativas una vez que aprendían nuestro Anglo-Ubiq, pero en la Ciudad Embajada se hablaban cinco lenguas Kedis y tres dialectos Shur’asi; a cuatro y a todos respectivamente podíamos aproximarnos.

Los lingüistas locales no trabajaban en la lengua de los Anfitriones. Sin embargo, a Scile no le impresionaban nuestros tabúes.

Scile no era de Bremen, ni de ninguno de sus puestos de avanzada, ni de otra nación de Dagostin. Era de una luna urbana, Sebastapolis, de la que yo había oído hablar alguna vez. Era muy políglota desde pequeño. Nunca supe muy bien qué idioma consideraba su primera lengua, si es que alguna lo era. Mientras viajábamos, yo envidiaba la despreocupación, la absoluta falta de interés con que ignoraba su lugar de origen.

Para llegar a la Ciudad Embajada dimos un gran rodeo. Las naves que utilizamos llevaban tripulaciones de inmersores procedentes de lugares que yo nunca había visto. Conocía los mapas del abarrotado ínmer cognita de Bremen, hubo un tiempo en que podía nombrar las naciones de muchos de sus mundos básicos, y algunas a las que serví de camino a casa no pertenecían a ninguno de ellos. Había Terres de regiones tan lejanas que me tomaban el pelo diciéndome que su mundo se llamaba Fata Morgana, o los Campos Elíseos.

Si hubiera viajado en otras direcciones, habría podido ir a regiones del ínmer y el cada día donde Bremen era una fábula. La gente se pierde en los traslapados escenarios del espacio conocido. Quienes sirven en naves exot, y aprenden a soportar las extrañas tensiones de su propulsión —progneimpulsos, pliegues de extraluz, bansheetecnología—, llegan aún más lejos con trayectorias menos previsibles, y se pierden aún más. Es así desde hace megahoras, desde que hombres y mujeres encontraron el ínmer y nos convertimos en la homodiáspora.

La fascinación que sentía Scile por la lengua de los Anfitriones siempre me produjo cierta excitación. No sé si, como extraño no solo en la Ciudad Embajada sino también en el espacio de Bremen, podía apreciar el escalofrío que me producía cada vez que decía «Ariekei» en lugar de emplear el término «Anfitriones», más respetuoso, cada vez que analizaba sintácticamente sus frases y me explicaba su significado. Estoy segura de que es una paradoja, o una ironía, que fuera a través de las investigaciones de mi marido extranjero como aprendí la mayor parte de lo que sé sobre la lengua de la urbe en uno de cuyos guetos nací.

La LCA —Lingüística de Contacto Acelerado— era, según me contó Scile, una especialidad que combinaba pedagogía, receptividad, programación y criptografía. La utilizaban los exploradores-eruditos de las naves pioneras de Bremen para establecer una comunicación muy rápida con los indígenas a los que encontraban o que los encontraban a ellos.

En los diarios de esos primeros viajes, la emoción de los lingüistas LCA es conmovedora. En continentes, en mundos vívidos y monótonos, registran los primeros momentos de comprensión con colecciones de exots. Idiomas táctiles, palabras bioluminiscentes, todo tipo de sonidos que puedan producir los organismos. Dialectos comprensibles únicamente como palimpsestos de referencias a todo lo ya dicho, o en los que los adjetivos son de mala educación y los verbos, pecaminosos. He visto el diario trid de un lingüista LCA atrincherado en su cabina, en cuya nave han embarcado lo que entonces él todavía no sabe que son Corscans, pues es el primer contacto. Tiene miedo, como es lógico, de esas cosas enormes que aporrean su puerta, pero registra la emoción que siente por haber comprendido las estructuras tonales de su habla.

Cuando los lingüistas LCA y las tripulaciones vinieron a Arieka, empezaron más de doscientas cincuenta kilohoras de perplejidad. No se trata de que la lengua de los Anfitriones sea especialmente difícil de entender, ni especialmente variable, ni excesivamente diversa. Sorprendentemente, había pocos Anfitriones en Arieka, desperdigados alrededor de una única urbe, y todos hablaban el mismo idioma. Con el material de audio y los programas informáticos de los lingüistas no fue difícil acumular una base de datos de palabras-sonido (los recién llegados las consideraban palabras, aunque la separación que hacían era un tanto arbitraria). Los eruditos entendieron rápidamente la sintaxis. Como todas las lenguas exot, tenía su parte de estupefacción. Pero no había nada lo bastante extraño para derrotar a los lingüistas LCA o a sus máquinas.

Los Anfitriones se mostraban pacientes, parecían intrigados por sus huéspedes y, hasta donde podía deducirse de su educada reserva, los toleraban. No podían acceder al ínmer, ni dar paseos exóticos, ni siquiera tenían motores sublux; nunca abandonaban su atmósfera, pero por lo demás eran avanzados. Manipulaban la vida con una finura asombrosa, y no parecía extrañarles que hubiera vida en otros lugares.

Los Anfitriones no aprendían nuestro Anglo-Ubiq. No parecía que lo intentaran siquiera. Pero en cuestión de unos pocos miles de horas, los lingüistas Terres entendían casi todo lo que decían los Anfitriones, y sintetizaban preguntas y respuestas en el único idioma Ariekene. La estructura fonética de las frases que hacían pronunciar a sus máquinas —los cambios tonales, las vocales y el ritmo de las consonantes— era precisa, exacta hasta donde podía comprobarse.

Los Anfitriones escuchaban, y no entendían ni un solo sonido.

—¿Cuántos conseguís salir? —me preguntó Scile.

—Lo dices como si nos fugáramos de una cárcel —repuse.

—Venga, si no recuerdo mal, más de una vez me has dicho que «conseguiste salir». Y también recuerdo que me has dicho, ejem, que nunca volverías. —Me miró con picardía.

Touché —dije. Estábamos a punto de iniciar la última etapa del viaje a la Ciudad Embajada.

—¿Cuántos?

—No muchos. ¿Te refieres a cuántos inmersores?

—Inmersores o no inmersores.

—Un par de no inmersores deben de conseguir salvoconductos de vez en cuando. Aunque no muchos los solicitan, ni siquiera los que aprueban los exámenes.

—¿Sigues en contacto con tus compañeros de clase?

—¿Compañeros de clase? ¿Te refieres a los inmersores de mi grupo, los que salieron conmigo? No mucho. —Agité los dedos para indicar lo desperdigados que estábamos—. Además solo había otros tres. No teníamos una relación muy estrecha.

Aunque los aspectos prácticos de la correspondencia, transportada mediante miabs, no lo hubieran hecho casi imposible, yo no lo habría intentado, y ellos tampoco. El clásico acuerdo tácito de quienes han huido de un pueblo pequeño: no mirar atrás, no hacer de ancla unos a otros, nada de nostalgia. Dudaba mucho que alguno de ellos regresara.

En aquel viaje a la Ciudad Embajada, Scile había hecho que le corrigieran el sopor, que le añadieran gerones para poder envejecer mientras durara. Es un gesto conmovedor asegurarte de que el sueño del viaje no te mantiene joven mientras tu acompañante, que tiene que trabajar, envejece.

De hecho no pasó todo el tiempo en sopor. Con la ayuda de fármacos y augmens, pasó una pequeña parte del viaje despierto, estudiando cuando el ínmer lo permitía, parando para vomitar o ahuyentar el pánico con profilácticos químicos cuando fuera necesario.

—Escucha esto —me dijo. Estábamos sentados a una mesa, atravesando unos bajíos del ínmer muy tranquilos. Por deferencia a las molestias que le provocaba el siempresíndrome, yo comía fruta deshidratada, casi inodora—. «Ya sabemos que todo Hombre tiene dos bocas o voces.» Aquí —señaló con el dedo el texto que estaba leyendo— tienen relaciones sexuales cantándose unos a otros. —Era un libro antiguo sobre una tierra llana.

—¿Qué interés tienen esas tonterías? —pregunté.

—Estoy buscando epígrafes. —Probó con otras historias antiguas. Buscándoles parientes inventados a los Anfitriones, me enseñó descripciones de Chorians y Tucans, Ithorians, Wess’har, bestias inventadas de lengua doble. Yo no podía compartir su entusiasmo por esos esperpentos—. Podría usar Proverbios 5:4 —dijo con la mirada fija en su pantalla.

No le pedí una explicación: a veces competíamos así. Pero cuando me quedé sola cargué una Biblia y encontré esto: «Pero al final es amarga como el ajenjo, cortante como una espada de dos bocas».

Los Anfitriones no son los únicos exots polivocales. Por lo visto existen razas que al hablar emiten dos, tres o innumerables sonidos simultáneamente. Los Anfitriones, los Ariekei, son comparativamente simples. Su lenguaje es un entretejido de solo dos voces, demasiado complejamente diversas para etiquetarlas como «graves» o «agudas». Dos sonidos inextricables —no pueden pronunciar ninguna de las dos voces por separado— debido a la fortuita coevolución de una boca de ingestión vocalizadora y lo que seguramente fue, en los orígenes, un órgano especializado de alarma.

Los primeros LCA los escucharon, los grabaron y los entendieron.

«Hoy les hemos oído hablar de un nuevo edificio —nos decían a Scile y a mí las figuras que aparecían en el viejo trid—. Hoy estaban hablando de su biotrabajo. Hoy enumeraban los nombres de las estrellas.»

Vimos a Urich y Becker y a sus colegas, cuando ninguno era famoso todavía, imitando los sonidos de los lugareños, repitiéndoles sus frases. «Sabemos que eso es un saludo. Lo sabemos.» Vimos a una lingüista fallecida hacía mucho tiempo reproduciéndole sonidos a un Ariekes. «Sabemos que pueden oír —decía—. Sabemos que entienden oyéndose unos a otros; sabemos que si uno de sus amigos dijera exactamente lo que acabo de reproducir, se entenderían.» En las imágenes, la mujer sacudía la cabeza, y Scile sacudió la suya.

De la epifanía en sí solo existen los testimonios escritos de Urich y Becker. Como suele ocurrir con estas cosas, otros de su grupo denunciaron más tarde el documento por considerarlo tergiversado, pero fue el manuscrito Urich-Becker lo que marcó un hito histórico. Tiempo atrás yo había visto la versión para niños, y recordaba la ilustración del momento clave. El caricaturista se había regodeado con las facciones de Urich: tanto él como Sura Becker, que tenía un rostro más sutil, estaban representados exageradamente, con los ojos salidos de las órbitas, mirando fijamente a un Anfitrión. Nunca había leído el manuscrito sin expurgar hasta que Scile me lo mostró.

Conocíamos muchas palabras y frases —leí—. Conocíamos el saludo más importante: suhailljarr. Lo oíamos todos los días y lo repetíamos todos los días, sin ningún resultado.

Programamos nuestro equipo de fonación y le hicimos pronunciar la palabra repetidamente. Y los Ariekei volvieron a ignorarla repetidamente. Al final, frustrados, nos miramos el uno al otro y gritamos media palabra cada uno, como si soltáramos una imprecación. Lo hicimos simultáneamente, por casualidad. Urich gritó «suhaill», y Becker, «jarr», a la vez.

El Ariekes nos miró. Y habló. No nos hizo falta el software para entender lo que había dicho.

Nos preguntó quiénes éramos.

Nos preguntó qué éramos, y qué habíamos dicho.

No nos había entendido, pero se había dado cuenta de que había algo que entender. Hasta ese momento, siempre había percibido las voces sintetizadas como simple ruido: pero esa vez, pese a que nuestros gritos eran mucho menos exactos que los sonidos que ofrecía nuestro equipo de fonación, supo que habíamos intentado hablar.

Había oído numerosas versiones de esa improbable historia. A partir de ese momento, o a partir de lo que fuera que pasara en realidad, mediante errores de cálculo e instrucciones erróneas, en setenta y cinco kilohoras, nuestros predecesores entendieron el extraño carácter del lenguaje.

—¿Es único? —le pregunté una vez a Scile; él dijo que sí con la cabeza, y por primera vez sentí verdadero asombro ante aquello, como si yo también fuera una forastera.

—No existe nada igual en ningún sitio —dijo—. En ningún sitio. No se trata de los sonidos. No es en los sonidos donde vive el significado.

Hay exots que hablan sin hablar. En este universo no hay telépatas, creo, pero hay empáticos, con lenguas tan silenciosas que es como si compartieran pensamientos. No es el caso de los Anfitriones. Ellos son otra clase de empáticos.

Para los humanos, cuando decimos «rojo» son el r, el o y el j combinados, esos fonemas en su contexto, los que comunican el color. Ése es el caso si lo digo yo, o si lo dice Scile, o un Shur’asi, o un programa mecánico que no tiene conciencia de estar hablando. Pero en el caso de los Ariekei no sucede lo mismo.

Su idioma es sonido organizado, como lo son todos los nuestros, pero para ellos cada palabra es un conducto. Así como para nosotros cada palabra significa algo, para los Anfitriones cada palabra es una abertura, una puerta a través de la que puede verse el pensamiento de ese referente, el propio pensamiento que asió esa palabra.

—Si programo mi software con una palabra Anglo-Ubiq y la reproduzco, tú la entiendes —me explicó Scile—. Si hago lo mismo con una palabra en Idioma, y se la reproduzco a un Ariekes, yo la entiendo, pero para él no significa nada porque solo es sonido, y no es ahí donde habita el significado. Necesita que haya una mente detrás.

La mente de los Anfitriones era inextricable de su doble lengua. No podían aprender otros idiomas, no podían concebir su existencia, ni que los ruidos que nos hacíamos unos a otros fueran palabras. Un Anfitrión no podía entender nada que no estuviera dicho en Idioma, por un hablante, con un propósito, con una mente detrás de las palabras. Era por eso por lo que los pioneros LCA estaban tan desconcertados. Sus máquinas hablaban, y los Anfitriones solo oían ladridos sin sentido.

—No existe ningún otro idioma que funcione así —dijo Scile—. «La voz humana puede percibirse a sí misma como el sonido de la propia alma.»

—¿Quién dijo eso? —pregunté. Era evidente que estaba citando a alguien.

—No sé. Algún filósofo. Pero no es cierto, y él lo sabía.

—O ella.

—O ella. No es cierto, al menos en el caso de la voz humana. Pero los Ariekei… Cuando hablan, ellos sí oyen el alma en la voz del otro. Así es como el significado habita allí. Las palabras tienen… —Sacudió la cabeza, vacilante, y al final se resignó a usar ese término religioso—. Tienen el alma en ellas. Y el significado tiene que estar allí. Tiene que ser fiel al Idioma. Por eso hacen símiles.

—Como yo —dije.

—Como tú, pero no solo como tú. Hacían símiles mucho antes de que llegarais vosotros. Con cualquier cosa que tuvieran a mano. Animales. Sus alas. Y para eso es esa roca partida.

—Partida y vuelta a juntar. De eso se trata.

—Sí, más o menos. Tuvieron que hacerlo para poder decir: «Es como la roca que se partió y volvieron a juntar». Para referirse a lo que sea que quieran referirse.

—Pero creo que no hicieron muchos símiles. Antes de nosotros.

—No —dijo Scile—. Eso es… No.

—Yo puedo pensar cosas que no tengo delante —dije—. Y ellos también. Es evidente. Tienen que poder pensarlas, de entrada, para planear los símiles.

—No exactamente. No hacen conjeturas —dijo—. Como mucho, tendrán preimágenes mentales. En el Idioma, todo es aserto, enunciación de verdades. Necesitan los símiles para compararlos con cosas, para hacer verdaderas cosas que todavía no están ahí, que necesitan decir. Podría no tratarse de que lo pensaran: quizá el Idioma lo exija. Esa alma, esa alma de que te hablaba es también lo que ellos oyen cuando hablan los Embajadores.

Los lingüistas inventaron una notación semejante a la de una partitura musical para analizar el habla entretejida de los Anfitriones, y nombraron las dos partes de acuerdo con alguna confusa referencia: la voz-Corte y la voz-Giro. Su, nuestra, versión humana del Idioma era más flexible que el original del que era una burda copia fonética. Se podía reproducir mediante ordenadores, y se podía transcribir, pero los Anfitriones, para los que el Idioma era el habla de un pensador que pensaba pensamientos, no podían entender ninguna de esas dos formas.

—No podemos aprenderlo —me explicó Scile—. Lo único que podemos hacer es aprender algo compuesto de los mismos sonidos, que funciona de forma bastante diferente.

Apañamos una metodología, porque era lo que había que hacer. Nuestra mente no es como la suya. Teníamos que entender mal el Idioma para aprenderlo.

Cuando Urich y Becker hablaron a la vez, compartiendo un intenso sentimiento, y uno pronunció el Corte y el otro, el Giro, transmitieron un esbozo de significado, triunfaron donde los zettabytes del software habían fracasado.

Volvieron a intentarlo, por supuesto: sus colegas y ellos practicaban duetos, palabras que significaban «Hola» o «Nos gustaría hablar». Scile y yo escuchábamos sus grabaciones. Les oíamos aprenderse los textos.

—A mí me suena impecable —dijo Scile, y hasta yo reconocí algunas frases; pero los Ariekei no entendían nada—. Urich y Becker no compartían una sola mente. No había un pensamiento coherente detrás de cada palabra.

En esos nuevos experimentos, los Anfitriones no reaccionaban con la misma perplejidad que cuando oían voces sintetizadas. La mayoría los dejaban indiferentes, pero a algunas de aquellas balbuceantes parejas las escuchaban con atención. No las entendían, pero parecían saber que estaban diciendo algo.

Lingüistas, cantantes y psicoespecialistas habían investigado a las parejas que ejercían un impacto más evidente. Los científicos habían intentado descubrir qué era lo que compartían. Así fue como se creó el Test de Empatía Diádica de Stadt. Si juntos alcanzaban cierto umbral en su pronunciada curva de comprensión mutua, y se conectaban mediante máquinas diversas ondas cerebrales, sincronizándolas y vinculándolas, determinada pareja de humanos quizá pudiera convencer a los Ariekei de que los ruidos que hacían tenían significado.

Aun así, megahoras después del contacto, la comunicación seguía siendo imposible. Pasó mucho tiempo, desde aquellas primeras revelaciones, hasta que los investigadores de la empatía nos ofrecieron algún resultado. Muy pocas parejas de personas obtenían buena puntuación en la escala Stadt, una puntuación lo bastante alta para acreditar una mente unificada tras el Idioma que ventriloquizaban. Eso era lo mínimo que haría falta para que hubiera comunicación entre las dos especies.

Alguien comentó, en broma, que lo que necesitaba la colonia eran individuos partidos en dos. Y de esa ocurrencia surgió la solución.

Los primeros interlocutores de los Anfitriones fueron gemelos monocigóticos exhaustivamente entrenados. Pocos de esos hermanos conseguían mejores resultados con el Idioma que el resto de los humanos, pero los que sí lo lograban constituían una minoría ligeramente mayor que en cualquier otro grupo de control.

Ahora sabemos que hablaban muy mal, y se producían innumerables malentendidos entre los Ariekei y ellos, pero eso significaba que por fin existía intercambio, e interés por aprender.

A lo largo de mi vida, fuera de la Ciudad Embajada solo había conocido a una pareja de idénticos. Fue en un puerto de Treony, una luna fría. Eran dos bailarines que actuaban en una función. Eran humanos, por supuesto, no androides, pero aun así me causaron una profunda impresión. Por lo mucho que se parecían, pero solo hasta cierto punto. El pelo y la ropa no eran exactamente iguales, sus voces se distinguían, se movían por diferentes partes de la sala, hablaban con diferentes personas.

En Arieka, desde siempre, desde hacía dos megahoras, nuestros representantes no eran gemelos, sino doppels, clones. Era la única forma viable. Se criaban por parejas en la granja de Embajadores, donde se los ajustaba para acentuar ciertas características psicológicas. Los gemelos naturales estaban proscritos desde hacía mucho tiempo.

Se podía enseñar, inducir con fármacos y tecnoacoplar una empatía limitada entre dos personas, pero eso no habría sido suficiente. Los Embajadores se creaban y se criaban para ser uno solo, con una mente unificada. Tenían los mismos genes, pero mucho más: era la mente que esos genes cuidadosamente cultivados configuraban lo que podían oír los Anfitriones. Si los educabas bien, si les enseñabas a tener una concepción correcta de sí mismos y los vinculabas mediante conectores, podían hablar Idioma, acercándose lo suficiente a una sola conciencia como para que los Ariekei pudieran entenderlos.

En el exterior, estudiantes de psique e idiomas seguían realizando el test de Stadt. Pero eso ya no tenía ninguna utilidad práctica: en la Ciudad Embajada producíamos nuestros propios Embajadores, y no necesitábamos buscar ese valioso potencial entre parejas de gemelos muy jóvenes. Yo daba por hecho que el test había quedado obsoleto como fuente de hablantes de Idioma.