0.3

El segundo segmento de diciembre del curso escolar siempre se dedicaba a las evaluaciones. La mayoría investigaban lo que habíamos aprendido con nuestras lecciones; unas pocas comprobaban habilidades más rebuscadas. Pocos de nosotros obteníamos notas muy altas en estas últimas, en los diversos talentos valorados en otros lugares del exterior. Nos decían que en la Ciudad Embajada partíamos de un tronco deficiente: teníamos malos mutágenos, mal equipamiento, falta de aspiraciones. Muchos niños ni siquiera se presentaban a los exámenes más arcanos, pero a mí me animaron a hacerlo. Y supongo que eso significa que mis maestros y mis ciclopadres habían visto algo en mí.

Obtenía muy buenos resultados en casi todo; bastante buenos en retórica y en algunos elementos performativos de la literatura, lo que me satisfacía, y en lectura de poesía. Pero en lo que descollaba, por lo visto, sin que yo supiera qué estaba haciendo, era en ciertas actividades cuyos propósitos no podía adivinar. Contemplaba una pantalla-cuestionario donde aparecían extraños plasmas. Tenía que reaccionar a ellos de diferentes maneras. La prueba duraba cerca de una hora y estaba bien diseñada, como un juego, de modo que no me aburría. Luego pasaba a otras tareas, ninguna de las cuales evaluaba conocimientos, sino reacciones, intuiciones, control del oído interno, nerviosismo. Lo que medían era la habilidad potencial para inmersar.

La mujer que dirigía las sesiones, joven y chic, vestida con elegante ropa prestada, trocada o pedida a algún miembro del Cuerpo de Bremen, de moda en el exterior, repasó conmigo mis resultados y me explicó qué significaban. Comprendí que estaba un poco impresionada. Hizo hincapié, sin crueldad pero para evitar disgustos posteriores, en que aquello no decidía nada y solo era la primera etapa, a la que seguirían muchas más. Pero mientras ella me lo explicaba, yo supe que me convertiría en inmersora, y así fue. En esa época solo había empezado a sentir lo pequeña que era la Ciudad Embajada, a quejarme de claustrofobia, pero con las evaluaciones de aquella mujer llegó la impaciencia.

Cuando tuve edad suficiente, me las arreglé para conseguir invitaciones para los Bailes de Bienvenida, y me codeé con hombres y mujeres del exterior. Me encantaba y envidiaba la aparente indiferencia con que mencionaban países de otros planetas.

Tuvieron que pasar kilohoras o años para que entendiera realmente lo no-inevitable que había sido mi trayectoria. Que muchos alumnos más capacitados que yo no lo habían conseguido; que verdaderamente podría haber fracasado. Mi historia era el tópico, pero la suya era, con mucho, la más habitual, la más real. Esa eventualidad me ponía enferma, como si todavía corriera el riesgo de fracasar, aunque ya estuviera fuera.

Hasta los que nunca han inmersado creen saber —más o menos, quizá concedan— qué es el ínmer. Pero no lo saben. Una vez tuve esta discusión con Scile. Fue la segunda conversación que mantuvimos (la primera fue sobre lenguaje). Empezó a exponer sus opiniones, y le dije que no me interesaba oír lo que los apegados pensaban del ínmer. Estábamos tumbados en la cama, y él se burlaba de mí mientras yo seguía poniendo en evidencia su ignorancia.

—Pero ¿de qué me hablas? —dijo—. Ni siquiera crees en lo que dices; eres demasiado inteligente. Lo único que haces es soltar la típica perorata del inmersor. Yo sé hacerlo dormido: «¡Nadie lo entiende como nosotros, ni los científicos, ni los políticos, ni el maldito público!». Ésa es vuestra historia favorita, porque deja fuera a todos los demás.

Su imitación me hizo reír. Aun así, le dije, el ínmer era indescriptible. Pero en eso tampoco quiso ceder.

—No conseguirás engañar a nadie con eso. ¿Acaso crees que no os he oído hablar? Ya lo sé, ya lo sé, tú no eres de las que se echan parrafadas, tú solo eres una orgulante, bla, bla, bla. Como si no leyeras poesía, como si dieras por descontado el lenguaje. —Sacudió la cabeza—. Además, con ese discurso me quitas el trabajo. «Está más allá de las palabras», claro. Nada está más allá.

Le tapé la boca con una mano. Era la pura verdad, le dije.

—De acuerdo —continuó hablando con el mismo tono profesoral, aunque con voz amortiguada, porque yo no le había destapado la boca—. Las palabras no pueden ser referentes, eso lo admito, he ahí la tragedia del lenguaje, pero nuestros esfuerzos asintóticos de utilizarlas tampoco son nada.

—Cállate —le dije—. Es todo cierto —insistí—, lo digo como un Anfitrión.

—Bueno —cedió él—, en ese caso me rindo ante la verdad.

Llevaba mucho tiempo estudiando el ínmer, pero mi primer momento de inmersión había sido tan imposible de describir como yo aseguraba. Junto con un puñado de nuevos tripulantes y emigrantes que habían recibido su salvoconducto, y con algunos bremenís del Cuerpo de la Embajada que habían terminado sus comisiones, había llegado por queche a mi nave. Mi primera comisión fue con la Avispa de Kolkata. Era casi autónoma, una nave-ciudad que inmersaba bajo su propia bandera, subcontratada por Dagostin para realizar aquel trayecto. Recuerdo que estaba con todos los otros novatos en la cofa; Arieka era un muro contra el cielo por el que avanzábamos, con hermoso cuidado, hacia nuestro punto de inmersión. En algún lugar bajo la nube de apariencia estática estaba la Ciudad Embajada.

El timonel nos acercó al Naufragio. Costaba verlo. Al principio parecían líneas trazadas en el espacio, y luego, brevemente, adquiría cierta apariencia corpórea. Fluía y refluía en su solidez. Tenía cientos de metros de ancho. Rotaba, y todas sus extrusiones se movían, cada una a su propio ritmo, una estructura de lágrimas coaguladas y vigas afiligranadas que giraban complejamente.

La arquitectura del Naufragio tenía un tosco parecido con la de la Avispa, pero era anticuada, y parecía superar varias veces nuestras dimensiones. Era como un original del que nosotros éramos una maqueta, hasta que de pronto alteraba sus planos y se empequeñecía o se alejaba. De vez en cuando no estaba allí, y en ocasiones solo se adivinaba.

Los oficiales, con los augmens brillando con luz tenue bajo la piel, nos recordaban a los novatos qué era lo que nos disponíamos a hacer, los peligros del ínmer. Aquello, el Naufragio, demostraba qué y por qué Arieka era un reducto tan difícil de alcanzar, tan subdesarrollado, sin satélites después de aquella primera catástrofe.

Creo que actué con profesionalidad. Sí, estaba a punto de inmersar por primera vez, y habría hecho cualquier cosa que me hubieran ordenado y creo que lo habría hecho bien. Pero los oficiales recordaban lo que era ser principiante, y nos tenían, al puñado de nuevos inmersores, en un puesto de observación donde pudiéramos reaccionar como debíamos, pues las técnicas que habíamos practicado no garantizaban que la primera vez no nos mareásemos; donde pudiéramos estar un momento con nuestro sobrecogimiento y experimentarlo como fuese que lo experimentáramos. En el ínmer hay corrientes y frentes de tormenta. En el ínmer hay tramos que precisan una destreza y un tiempo tremendos para cruzarlos. Ésas eran algunas de las técnicas que yo ya dominaba, además del control somático, la atención mántrica y la naturalidad instrumentalizada que me convertían en inmersora, que nos permitían a los inmersores permanecer conscientes y serenos cuando inmersábamos.

Sobre el mapa, no hay tantos miles de millones de kilómetros desde Dagostin u otros centros. Pero esos mapas celestes euclidianos solo los utilizan los cosmólogos, algunos exoterres cuya física nosotros no podemos emplear, nómadas religiosos a la deriva a un insoportable ritmo sublux. La primera vez que los vi me escandalicé —en la Ciudad Embajada no se fomentaba el uso de mapas— y de todas formas esos mapas son irrelevantes para los viajeros como yo.

En cambio, coge un mapa del ínmer. Una esencia tan enorme y sometida a tantas mareas. Levántalo, gíralo, comprueba sus proyecciones. Examina ese fantasma de luz de todas las formas que puedas, y aun reconociendo que es una representación plana o trid de un topos que se rebela contra nuestros cálculos, la situación es ostensiblemente diferente.

Los alcances de ínmer no se corresponden en absoluto a las dimensiones del manchmal, este espacio donde vivimos. Lo mejor que podemos hacer es decir que el ínmer subyace o sobreyace, infunde, es una base, es langue de la que nuestra realidad es una parole, etcétera. Aquí, en el cada día, en décadas luz y petámetros, Dagostin está mucho más lejos de Tarsk y Hodgson's que de Arieka. Pero en el ínmer, entre Dagostin y Tarsk hay unos pocos cientos de horas con viento preponderante; Hodgson's está en el centro de profundidades sedadas y abarrotadas; y Arieka está muy lejos de todo.

Está más allá de una convulsión donde violentas corrientes de ínmer ondulan unas contra otras, donde hay bajíos, peligrosos salientes y bancos de materia de espacio cotidiano en el siempre. Está ubicado, solo, al borde del ínmer conocido, en los límites de lo que conocemos del ínmer. Sin grandes dosis de pericia y valor, y sin la habilidad de los inmersores, nadie podría llegar a mi mundo.

El rigor de mis exámenes finales adquiere sentido cuando ves esos mapas. La aptitud no era suficiente. También había políticas de exclusión, desde luego: como es lógico, Bremen quería tenernos bien controlados a los moradores de la Ciudad Embajada; pero solo los tripulantes más hábiles podían venir sin peligro a Arieka, o marcharse. Algunos llevábamos mecanismos para conectarnos a las rutinas de la nave, y las inmeraplicaciones y los augmens ayudaban; pero nada de todo eso era suficiente para convertirte en inmersor.

Por cómo lo explicaban los oficiales, parecía como si las ruinas del Pionier, que yo tenía que dejar de llamar Naufragio ahora que para mí ya no era una estrella sino un ataúd de colegas, fueran un aviso para prevenir la falta de atención. Como parábola era injusta. El Pionier no había embarrancado entre dos estados porque los oficiales o la tripulación hubieran subestimado el ínmer: eran precisamente la atención y la exploración respetuosa lo que lo habían destruido. Como otras naves que cruzaban diferentes tracta cognita en las primeras horas de todo aquello, había caído en una trampa. Por culpa de lo que había interpretado como un mensaje, una invitación.

Cuando los inmernautas empezaron a traspasar la superficie del espacio cotidiano, entre los muchos fenómenos que los habían dejado atónitos estaba el hecho de que, incluso con sus rudimentarios instrumentos, habían recibido señales de algún lugar del protoespacio. Regulares y resonantes, pruebas evidentes de conciencia. Habían intentado dirigirse hacia la fuente de esas señales. Durante mucho tiempo creyeron que era falta de habilidad, inmersión neófita, lo que hacía que sus naves acabaran una y otra vez en desastre cuando se embarcaban en aquellas búsquedas. Naufragaban una tras otra, explotaban al asomar del ínmer hacia el manchmal corpóreo.

El Pionier era una víctima de esa época, de antes de que los exploradores comprendieran que aquellas pulsaciones las emitían los faros. No eran invitaciones. Eso hacia lo que se habían dirigido las naves eran advertencias para que se mantuvieran alejadas.

Así pues, hay faros por todo el ínmer. No todas las zonas peligrosas están marcadas mediante balizas, pero muchas sí. Por lo visto, son al menos tan viejas como este universo, que no es el primero. La oración que se suele murmurar antes de la inmersión es de agradecimiento a esos desconocidos que los colocaron. «Misericordioso Farotekton, vela ahora por nosotros.»

La primera vez que salí al exterior no vi el Faro Ariekene; no lo vi hasta miles de horas más tarde. Para ser exactos no lo he visto nunca, obviamente, ni lo veré; eso requeriría luz y reflexión y otros elementos físicos que aquí carecen de sentido. Pero he visto las representaciones que ofrecen las ventanas de las naves.

Las aplicaciones informáticas de esos ojos de buey representan el ínmer y todo lo que hay en él en términos útiles para la tripulación. He visto faros que eran como complejos coágulos, como sombreados, moldeados para ofrecer información. Cuando regresé a la Ciudad Embajada, el capitán, creo que para hacerme un regalo, puso las pantallas en tropoware: cuando nos acercábamos a los nudos de ínmer de los peligrosos embates que rodean Arieka, vi un rayo en el negro fractal, un brazo de luz que señalaba al mismo tiempo que giraba una lámpara. Y cuando apareció el faro, flotando en medio del no-sitio, era una torre de ladrillo coronada con una linterna de bronce y cristal.

Cuando lo conocí le hablé de esas cosas, y Scile, que más tarde sería mi marido, quiso que le describiera mi primera inmersión. Él había atravesado el ínmer, por supuesto —no era indígena del mundo donde dormíamos juntos—, pero, como pasajero de modestos ingresos y ninguna inmunidad particular, había permanecido en sopor. Aunque me contó que una vez había pagado para que lo despertaran un poco pronto y así poder experimentar la inmersión. (Yo había oído que había gente que hacía eso. Los tripulantes no debían permitirlo, y como mucho solo en bajíos muy poco profundos.) Scile sufrió un grave inmersíndrome.

¿Qué podía decirle? Protegida por el campo cotidiano, aquella primera vez que la Avispa se lanzó e inmersó ni siquiera sentí como si tuviera el ínmer contra la piel. La verdad es que me había sentido más directamente conectada al ínmer cuando, siendo todavía una aprendiz en la Ciudad Embajada, me había enchufado a un visor que imitaba el efecto de la inmersión. Entonces sí había visto a través de él, muy de cerca, y eso me había cambiado. «No me pidáis que lo describa», había dicho.

La Avispa entró con fuerza. Yo era inexperta, pero no me costó mucho contener las náuseas que tuve pese a mi entrenamiento. Incluso mimada por aquel campo manchmal, noté todos los tirones de extraña velocidad a medida que nos desplazábamos en lo que en realidad no eran direcciones, y la engañosa burbuja de gravedad que nos habíamos llevado hizo lo que pudo. Pero yo estaba demasiado preocupada por no desacreditarme como para ceder a la turbación. Eso no vino hasta más tarde, después de que terminara nuestra indulgencia, después de que nos asignaran frenéticas tareas y también cuando las hubimos terminado, cuando hubimos alcanzado la profundidad de crucero de la inmersión.

Lo que hacemos los inmersores, lo que estamos capacitados para hacer, no es solo mantenernos estables, conscientes y sanos en el ínmer, capaces de andar y pensar, comer, defecar, obedecer y dar órdenes, tomar decisiones, analizar inmermateria y los paradatos que aproximan distancias y condiciones sin quedar paralizados por el siempresíndrome. Y eso ya es mucho. No es solo que tengamos, como afirman algunos (y algunos niegan), cierta falta de imaginación que impide que el ínmer nos deje inhabilitados. Hemos aprendido sus caprichos, a viajarlo, pero el conocimiento siempre puede aprenderse.

Las naves, cuando todavía están en el manchmal —me refiero a las naves Terres; nunca he viajado a bordo de una nave exot de las que renuncian al ínmer y no sé nada de cómo se mueven—, son cajas pesadas llenas de gente y material. Cuando inmersan, cuando entran en el ínmer, donde las traducciones de sus torpes líneas tienen un propósito, y son gestalts de los que formamos parte, cada uno de nosotros es una función. Sí, somos una tripulación que trabaja conjuntamente, pero algo más. Los motores nos sacan del momento, pero somos también nosotros quienes nos sacamos; somos nosotros quienes empujamos la nave al mismo tiempo que ella tira de nosotros. Somos nosotros quienes viramos e involucionamos por el protoespacio, cuyos cambios llamamos mareas. Los civiles, incluso los que permanecen despiertos sin vomitar ni llorar, no pueden hacer eso. De hecho, gran parte de las tonterías que contamos sobre el ínmer son ciertas. Aunque cuando os las contamos jugamos con vosotros: la historia se dramatiza, aunque no mienta.

—Éste es el tercer universo —le dije a Scile—. Antes de este hubo otros dos. ¿Vale? —No sabía cuánto sabían los civiles: esas cosas se habían convertido en mi sentido común—. Cada uno nació de forma diferente. Cada uno tenía sus propias leyes; creen que en el primero la luz era el doble de rápida de lo que lo es ahora aquí. Cada uno nació, creció, envejeció y se derrumbó. Tres a veces diferentes. Pero debajo de todo eso, o alrededor, o donde sea, solo ha habido un ínmer, un único siempre.

Resultó que Scile ya sabía todo eso. Pero el hecho de que un inmersor te contara esos hechos cotidianos les confería novedad, y Scile me escuchaba como un niño.

Estábamos en un hotel cutre de las afueras de Pellucias, una pequeña ciudad muy frecuentada por los turistas porque se encuentra junto a unas espléndidas cascadas de magma. Es la capital de un pequeño país de un mundo cuyo nombre no recuerdo. En el cada día no está en nuestra galaxia, sino en algún lugar a eones luz de distancia, pero Dagostin y el mundo son vecinos a través del ínmer.

Por entonces yo ya era bastante veterana. Había viajado a numerosos lugares. Acababa de realizar una misión y pasaba un par de semanas locales de permiso que yo misma me había concedido antes de abordar la siguiente, y entonces conocí a Scile. Me dedicaba a recoger rumores: de la nueva inmertecnología, de exploraciones, de misiones sospechosas. El bar del hotel estaba lleno de inmersores y otros portuarios, viajeros convalecientes, y, esa vez, académicos. Yo ya estaba bastante familiarizada con todos, excepto con el último grupo. En el vestíbulo había un anuncio de un curso sobre «El poder curativo del relato», y al leerlo se me escapó la risa. Un trid de palabras que giraban y cambiaban flotaba por los pasillos, y daba la bienvenida a los huéspedes a la reunión inaugural de la Junta de Circuitos de Oro y Plata; a una asamblea de filósofos-burócratas Shur'asi; a la CLHE, la Conferencia de Lingüística Humana-Exoterre.

Estaba en el bar, borracha, con un puñado de amigos que hacían escala allí, todos ellos recuerdos meticulosamente vagos ya. Estábamos todos odiosos. Coqueteé sin ganas con un barman y me burlé de una mesa de eruditos de la CLHE, ni menos borrachos ni menos bulliciosos que nosotros. Les habíamos estado escuchando, y luego les dijimos, con arrogancia de inmersores, que no sabían nada de la vida ni de las lenguas del exterior, etcétera.

—Adelante, pregúntame algo —fue lo primero que le dije a Scile. Sé exactamente cómo debía de verme él: sentada en un taburete alto, inclinada hacia un lado y con la espalda apoyada en la barra, la cabeza hacia atrás para poder mirarlo desde arriba. Debí de hacer un ademán conciliador y sonreír con remilgo para no darle todavía ninguna satisfacción. Scile era el que estaba menos ebrio de su mesa, y arbitraba las pullas de ambos bandos—. Lo sé todo sobre idiomas raros —añadí—. Mucho más que vosotros, gilipollas. Soy de la Ciudad Embajada.

Tardó un momento en creerme, pero nunca he visto a un hombre tan asombrado, tan encantado. No dejó de jugar, pero me miraba de otra manera, y más aún cuando descubrió que ninguno de mis compañeros eran compatriotas míos. Yo era la única moradora de la Ciudad Embajada, y eso a Scile le encantó. Su atención no fue lo único que me gustó: me gustó cómo aquel tipo compacto, duro, polemizaba conmigo, y cómo divertía a todos mientras formulaba preguntas con verdadero contenido. Al cabo de un rato salimos de allí tambaleándonos y pasamos una noche y un día intentando disfrutar del sexo juntos, durmiendo, volviendo a intentarlo, varias veces, sin ningún éxito pero con buen humor. Después, durante el desayuno, me dio la lata, me insistió y me suplicó; y yo, fingiendo desdén y pasándomelo en grande, consentí entre bromas y dejé que me llevara, cansada pero no lo bastante dolorida, a la conferencia.

Me presentó a sus colegas. La CLHE tenía como objeto el estudio Terre de todas las lenguas exot, pero las que fascinaban a sus miembros eran las generalmente consideradas más raras. Vi chapuceros trids temporales que anunciaban sesiones sobre comunicación intercultural cromatófora, sobre comunicación táctil entre los invidentes Burdhan, y sobre mí.

—Estoy trabajando en el Homash. ¿Lo conoces? —me preguntó una joven sin venir a cuento. Se alegró mucho cuando le dije que no—. Hablan mediante regurgitación. Unas bolas que llevan incrustadas enzimas, en diferentes combinaciones, son las frases, y los interlocutores se las comen.

Vi mi propio trid al fondo. «¡Invitada de la Ciudad Embajada! La vida entre los Ariekei.»

—Eso es incorrecto —les dije a los organizadores de la conferencia—. Son Anfitriones.

—Solo para vosotros —me contestaron ellos.

Los colegas de Scile estaban deseando hablar conmigo: no había allí nadie que hubiera conocido a un morador de la Ciudad Embajada. Ni a ningún Anfitrión, por supuesto.

—Todavía están en cuarentena —les dije—, pero de todas formas nunca han pedido salir. Ni siquiera sabemos si soportarían la inmersión.

Estaba dispuesta a ser una curiosidad, pero los decepcioné. Ya se lo había advertido a Scile. La discusión se volvió vaga y sociológica cuando se dieron cuenta de que no iba a poder contarles casi nada del Idioma.

—Yo apenas lo entiendo —dije—. Solo aprendemos un poco, excepto los miembros del Cuerpo y los Embajadores.

Uno de los participantes puso unas grabaciones en que hablaban Anfitriones, y recitó un poco de vocabulario. Me alegré de poder matizar un par de definiciones, pero la verdad es que había al menos dos personas en la sala que entendían el Idioma mejor que yo.

En lugar de eso les conté historias de la vida en nuestro puesto de avanzada. No habían oído hablar del aeoli, el sistema de tratamiento del aire que mantenía una bóveda respirable sobre la Ciudad Embajada. Algunos habían visto biodispositivos exportados, pero ayudándome de sus anticuados trids pude describirles infraestructuras de mayores dimensiones: las manadas de casas, o un joven puente que evolucionaba a partir de una célula de pontón hasta conectar regiones de la urbe por razones que yo no podía explicar. Scile me preguntó sobre la religión, y le contesté que, que yo supiera, los Anfitriones no tenían ninguna. Mencioné los Festivales de Mentiras. Scile no fue el único que se interesó por ese tema.

—Tenía entendido que no podían —dijo alguien.

—Bueno, se trata de eso —repuse—. De luchar por lo imposible.

—¿Cómo son esos festivales?

Reí y dije que no tenía ni idea; nunca había asistido a ninguno, por supuesto, nunca había entrado en la urbe de los Anfitriones.

Empezaron a debatir entre ellos sobre el Idioma. Para devolverles su hospitalidad con una anécdota, les conté lo que me había sucedido en aquel restaurante abandonado. Volvieron a prestarme toda su atención. Scile me miraba fijamente, con su precisión obsesiva.

—¿Participaste en un símil? —me preguntaron.

—Soy un símil —les corregí.

—¿Eres una historia?

Me alegré de poder darle algo a Scile. Sus colegas y él se emocionaron más que yo misma al saber que me habían hecho símil.

A veces bromeaba con Scile diciéndole que solo me quería por mi conocimiento de la lengua de los Anfitriones, o porque soy parte de un vocabulario.

Él había concluido la parte más importante de su investigación. Se trataba de un estudio comparativo de un grupo determinado de fonemas, en diferentes idiomas, y no todos de la misma especie, ni de un solo mundo, lo que para mí no tenía mucho sentido.

—¿Qué buscas? —le pregunté.

—Secretos. Ya sabes. Esencias. Inherencias.

—Bravo. Qué palabra tan fea. ¿Y?

—Pues que no hay ninguna.

—Mmm —dije—. Raro.

—Eso es derrotismo. Ya compondré algo. Un erudito nunca debe permitir que una mera equivocación obstaculice una teoría.

—Bravo otra vez. —Brindé por él.

Nos quedamos juntos en aquel hotel mucho más tiempo del que él o yo teníamos pensado, y entonces yo, que no tenía planes ni comisiones, busqué trabajo en la nave que iba a llevarlo a él a casa por una ruta comercial. Tenía experiencia y buenas referencias, y no me costó conseguir el empleo. Era un viaje corto, de unas cuatrocientas horas. Cuando me di cuenta de lo mal que reaccionaba Scile a la inmersión me conmovió que hubiera decidido no viajar en sopor esa primera vez juntos. Era un gesto inútil: Scile soportaba mis turnos de servicio con tremendas náuseas, solo, y pese a los fármacos apenas podía hablar conmigo cuando yo estaba de permiso. Pero aunque su estado me fastidiaba, estaba emocionada.

Por lo que pude ver, no le habría costado mucho poner en orden sus últimos capítulos, los mapas, archivos de audio y trids. Pero de pronto Scile me anunció que no iba a presentar su tesis.

—Después de todo lo que has trabajado, ¿no vas a dar el salto definitivo?

—A la mierda —dijo él con ampulosa indiferencia. Me hizo reír—. ¡La revolución se ha parado!

—Mi pobre radical fracasado.

—Sí. Bueno. Empezaba a aburrirme.

—Pero, pero… ¿lo dices en serio? Seguro que valdría la pena…

—Ya está hecho, olvídalo. Además tengo otros proyectos de investigación, símil mío. Como… ¿qué eres?

Agachó la cabeza reconociendo que el chiste era pésimo, chasqueó los dedos y cambió de tema. Me hizo muchas preguntas sobre la Ciudad Embajada. Su intensidad era emocionante, pero la diluía riéndose de sí mismo, lo que me hacía pensar que su comportamiento, a veces obsesivo, era en parte teatro.

No nos quedamos mucho tiempo en su ciudad universitaria provinciana. Me dijo que me seguiría y me daría la lata hasta que yo cediera y lo llevara a ya sabía dónde. Yo no me creía nada, pero cuando me asignaron mi siguiente comisión, él pidió un tránsito para acompañarme como pasajero.

En ese viaje, cuando pasábamos por una zona poco profunda y tranquila del ínmer, saqué a Scile del sopor para enseñarle un banco de predadores del ínmer a los que llamamos hai. He hablado con capitanes y científicos que no creen que sean seres vivos, sino solo conglomerados de ínmer; y que sus ataques y sus precisas maniobras solo son los empujones de un caos del ínmer cuyo profundo azar nuestros cerebros manchmal no pueden comprender. Yo siempre los he considerado monstruos. Scile y yo, él fortalecido por los fármacos, vimos cómo nuestras cargas de momento sacudían el ínmer y hacían salir a los hai como flechas.

Cuando emergíamos donde fuese que emergiéramos, cada vez que nuestra nave tenía que entregar o recoger algo, Scile se registraba en la biblioteca local, retomaba sus investigaciones y empezaba su nuevo proyecto. Si había lugares de interés, los visitábamos. Compartíamos la cama, pero no tardamos mucho en dejar el sexo.

Scile aprendía las lenguas de todos nuestros destinos, con una concentración feroz, y argot si ya conocía el vocabulario formal. Yo había viajado mucho más que él, pero solo hablaba y leía Anglo-Ubiq. Su compañía me complacía, a menudo me divertía, siempre me interesaba. Lo ponía a prueba aceptando trabajos que nos obligaban a viajar por el ínmer durante cientos de horas seguidas, nada cruelmente largo, pero sí lo bastante largo. Scile aprobó por fin, según mi imprecisa contabilidad emocional, cuando comprendí que no solo lo vigilaba para ver si aguantaría a mi lado, sino que quería que se quedara.

Nos casamos en Dagostin, en Bremen, en Charo City, el lugar adonde yo enviaba mis cartas cuando era niña. Me decía a mí misma, y era cierto, que para mí era importante emerger de vez en cuando en mi puerto capital. Pese a la lentitud de la correspondencia intermundos, Scile se había carteado con investigadores locales; y yo, que nunca había sido una solitaria, tenía contactos y las amistades rápidas e intensas que suelen entablar los inmersores; así que sabíamos que tendríamos un número considerable de invitados. Allí, en mi capital nacional, que muchos moradores de la Ciudad Embajada jamás habían visto, tuve ocasión de registrarme en el sindicato, descargar ahorros en mi cuenta principal, acumular noticias sobre la jurisdicción de Bremen. Mi piso de propiedad estaba en una parte de la ciudad pasada de moda pero agradable. Alrededor de mi casa casi nunca veía a nadie equipado con la absurda tecnología de lujo importada de la Ciudad Embajada.

Estar casados bajo la ley local facilitaría a Scile las visitas a cualquier provincia o territorio de Bremen. Durante mucho tiempo respondí a su latosa fascinación, mucho más seria de lo que al principio él pretendía hacerme creer, afirmando que no tenía ninguna intención de volver a la Ciudad Embajada. Pero creo que cuando nos casamos yo ya estaba dispuesta a hacerle el regalo de llevarlo a mi primer hogar.

No fui del todo franca: Bremen controlaba la entrada a algunos de sus territorios casi con la misma meticulosidad con que controlaba las salidas. Teníamos intención de desembarcar allí, así que yo no solo estaba inscribiéndome en un trayecto comercial. En la Casa de Tránsito, unos oficiales perplejos me hicieron pasar por una cadena de autoridad. Ya me lo esperaba, pero me sorprendió un poco ver hasta qué altura llegaba el juego de escurrir el bulto, si mi interpretación de los muebles de oficina no andaba muy errada.

—¿Quieres volver a la Ciudad Embajada? —me preguntó una mujer que solo debía de estar uno o dos peldaños por debajo del jefe—. Tienes que comprender que eso es… inusual.

—Eso me dicen todos.

—¿Echas de menos tu hogar?

—No mucho. Las cosas que hacemos por amor. —Suspiré con aire teatral, pero ella no me siguió la corriente—. No me seduce mucho la idea de quedar atrapada tan lejos del centro.

Me miró a los ojos y no dijo nada.

Me preguntó qué tenía pensado hacer en Arieka, en la Ciudad Embajada. Le dije la verdad: orgulear. Eso tampoco le hizo gracia. ¿A quién me presentaría a mi llegada? Le dije que a nadie: allí no tenía superiores, era una civil. Me recordó que la Ciudad Embajada era un puerto de Bremen. ¿Dónde había estado desde que entrara en el exterior? Todos los sitios, puntualizó, y ¿quién podía acreditarlo? Tuve que revisar mis salvoconductos y montones de registros, aunque ella debía de saber que en muchos lugares esas formalidades de llegada eran meras chapuzas. Leyó mi lista, que incluía terminales y breves escalas que yo ni siquiera recordaba. Me interrogó sobre la política local de un par de destinos, y solo pude sonreír, porque no estaba preparada para contestar. Ella me escrutaba mientras yo hablaba atropelladamente.

No sabía muy bien qué sospechas abrigaba aquella mujer sobre mí. Al final, como inmersora natural de la Ciudad Embajada con salvoconducto, acompañada por mi novio y a cargo de él, solo fue cuestión de tenacidad que a Scile le concedieran permiso para entrar y a mí para regresar. Él se había estado preparando para realizar su trabajo allí: leía, escuchaba grabaciones, veía los pocos trids y vids que había conseguido. Hasta había decidido cómo titularía su libro.

—Solo un turno —le dije—. Solo nos quedaremos allí hasta el siguiente relevo.

En Charo City, en una catedral consagrada a Jesucristo Reiniciado —a petición de Scile, lo que me sorprendió—, nos casamos según la ley de Bremen, en el segundo grado, y nos registramos como matrimonio por amor sin allegamiento. Y lo llevé a la Ciudad Embajada.