0.2

Cuando tenía siete años me marché de la Ciudad Embajada. Me despedí de mis padres y de mis ciclohermanos. Regresé a los once años: casada; no exactamente rica, pero con algunos ahorros y algunas propiedades; con ciertos conocimientos de lucha, de cómo obedecer órdenes, de cómo y cuándo desobedecerlas; y de cómo inmersar.

Se me daban medianamente bien varias cosas, pero solo destacaba en una. No era la violencia. Eso es un riesgo cotidiano de la vida portuaria, y en el tiempo que había pasado lejos solo había perdido algunas peleas más de las que había ganado. Parezco más fuerte de lo que soy en realidad, siempre he sido bastante rápida, y, como a muchos luchadores regulares, se me daba bien fingir más destreza de la que tenía. Podía evitar confrontaciones sin parecer cobarde.

Se me daba mal el dinero, pero había acumulado cierta cantidad. No podía afirmar que mi verdadera habilidad fuera el matrimonio, pero se me daba mejor que a muchos. Anteriormente había tenido dos maridos y una esposa. Los había perdido con motivo de cambios de predilección, sin rencor (como digo, no se me daba mal el matrimonio). Scile era mi cuarto cónyuge.

Como inmersora ascendí hasta los rangos a los que aspiraba: los que me aseguraban cierto caché y ciertos ingresos y, al mismo tiempo, me ahorraban responsabilidades fundamentales. En lo que descollaba era en la técnica vital que combina suerte, pereza y cara dura y que llamamos orgulencia.

Creo que fueron los inmersores quienes acuñaron ese término. Todos somos un poco orgulantes. Todos llevamos un demonio sentado en el hombro. No todos los que tripulan aspiran a dominar la técnica —hay quienes quieren capitanear o explorar—, pero, para la mayoría, la orgulencia es indispensable. Hay gente que lo considera mera indolencia, pero en realidad es una técnica más activa y con más matices. Los orgulantes no le temen al esfuerzo: muchos tripulantes se esfuerzan mucho para embarcar antes que nadie. Yo, por ejemplo.

Cuando pienso en mi edad todavía pienso en años, incluso después de tanto tiempo y tanto viajar. Es de mala educación, y la vida a bordo debería haberme curado de eso. «¿Años? —me gritó uno de mis primeros oficiales—. Me la traen floja los chanchullos siderales de tu pueblo de mierda, sea cual sea. Lo que quiero saber es qué edad tienes.»

Contesta en horas. Contesta en horas subjetivas: a ningún oficial le importa si las has ralentizado en comparación con tu pueblo de mierda. A nadie le importa con cuál de las innumerables divisiones del año creciste. Así pues, cuando tenía unas ciento setenta kilohoras me marché de la Ciudad Embajada. Regresé cuando tenía doscientas sesenta y seis kilohoras, casada, con ahorros y habiendo aprendido unas cuantas cosas.

Descubrí que podía inmersar cuando tenía ciento cincuenta y ocho kilohoras. Entonces supe qué haría, y lo hice.

Contesto en horas subjetivas; he de tener vagamente presentes las horas objetivas; pienso en los años de mi lugar natal, que a su vez se regía por los horarios de otro lugar. Nada de todo eso tiene que ver con Terre. Una vez conocí a un joven inmersor de no sé qué lugar atrasado y abandonado que calculaba en lo que él llamaba «años terrestres», el muy idiota. Le pregunté si había estado en el sitio según cuyo calendario vivía. Lógicamente, él no tenía más idea que yo de dónde quedaba eso.

Al hacerme mayor he ido tomando conciencia de lo poco sorprendente que soy. Lo que me sucedió a mí no les ha pasado a muchos moradores de la Ciudad Embajada —de eso se trata, sin duda—, pero la historia del suceso es clásica. Nací en un sitio que, durante miles de horas, creí que era todo un universo. Luego, de pronto, supe que no lo era, pero que no podría marcharme de allí; y luego pude marcharme. Por todas partes oyes lo mismo, y no solo entre los humanos.

Ahí va otro recuerdo: jugábamos a inmersar, corríamos a escondernos unos detrás de otros, agachados como si quisiéramos volvernos invisibles, y entonces gritábamos «¡Emerger!» y nos agarrábamos. Sabíamos muy poco sobre inmersiones, y con el tiempo me di cuenta de que aquella representación no era mucho más errónea que la mayoría de las descripciones que los adultos hacían del ínmer.

A lo largo de toda mi juventud, de manera irregular, programados entre una y otra entrada de naves, vi llegar muchos miabs. Cajas sin tripulación, llenas de restos de serie, dirigidas por ordenador. Algunos se perdían por el camino: más tarde supe que se convertían en un peligro, corroídos, de diferentes y extrañas formas, extraviados en el ínmer por el que habían sido construidos para viajar. Pero la mayoría nos llegaban. Al hacerme mayor, la emoción que me producían aquellas llegadas se tiñó de frustración, de envidia, hasta que comprendí que yo saldría al exterior. Entonces se convirtieron en pistas: débiles susurros.

Cuando tenía cuatro años y medio vi un convoy que transportaba por la Ciudad Embajada un miab recién llegado. Como casi todos los niños y muchos adultos, siempre había querido presenciar su llegada. Éramos un grupito de niños de la guardería; creo que era Mamá Quiller la encargada de vigilarnos discretamente y mantenernos agrupados. Nosotros vigilábamos toscamente a nuestros cicloamigos más pequeños. Nos dejaron subirnos a la reja y, desde allí, contemplar la llegada.

Como siempre, colocaron el miab sobre un camión de plataforma gigantesco. La locomotora biotrucada que lo arrastraba por el ancho trazado de las vías industriales de la Ciudad Embajada tiraba de él con gran esfuerzo, y sacó unas patas musculares provisionales para ayudar al motor. El miab, tumbado boca arriba, era más grande que el vestíbulo de mi guardería. Un contenedor perfectamente real, con forma de bala respingona, que avanzaba bajo una fina lluvia. La superficie brillaba por la espuma que se desprendía del revestimiento de cristal formando hilos que se degradaban hasta desaparecer. Ahora sé que las autoridades actuaron de forma irresponsable al no esperar a que se sosegara aquella superficie manchada de ínmer. Aquél no era el primer miab que traían todavía húmedo después del viaje.

Era como ver cómo movían un edificio: un tren enorme resoplando por el esfuerzo, guiado por prácticos que lo hacían avanzar con grandes trabajos por el tajo. Arrastraron aquella habitación enorme colina arriba hacia el castillo de los Embajadores, rodeada de moradores de la Ciudad Embajada que la vitoreaban y agitaban cintas. Llevaba una escolta de centauros, hombres y mujeres encaramados en la parte delantera de unos vehículos cuadrúpedos biotrucados. Había algunos exots de la ciudad junto a sus amigos Terres: los volantes de los Kedis se alzaban y destellaban colores, los Shur'asi y los Pannegetch emitían sus característicos sonidos. También había automas entre el público: algunos no eran más que cajas que se tambaleaban, y otros tenían un software Turing lo bastante persuasivo para que se confundieran con los entusiasmados espectadores.

Dentro de la nave no tripulada estaba el cargamento: regalos para nosotros procedentes de Dagostin y quizá de más lejos, artículos importados que codiciábamos, libros y otros soportes de lectura, aplicaciones de noticias, alimentos exóticos, tecnología, cartas. La propia nave sería canibalizada. Yo también enviaba artículos fuera, una vez al año, cuando partían nuestros miabs, mucho más pequeños. Contenían artículos resistentes y la parafernalia de las gestiones oficiales (todo meticulosamente copiado antes del envío, pues nadie daba por hecho que un miab fuera a alcanzar su destino), pero se reservaba un pequeño espacio para que los niños nos carteáramos con otros colegiales de escuelas del exterior.

«¡Miab, miab, un mensaje en una botella!», cantaba Mamá Berwick mientras recogía nuestras cartas. «Querida clase 7, Bowchurch High, Charo City, Bremen, Dagostin —recuerdo haber escrito—. Me gustaría poder ir a visitaros con mi carta.» Breves y emocionantes coincidencias epistolares, en raras ocasiones.

El miab pasó junto a una de las vías fluviales que llamábamos ríos, que en realidad son pequeños canales, bajo el puente de pilotes. Recuerdo que había allí Anfitriones, con una delegación del Cuerpo de la Embajada, mirando hacia abajo a través de los paneles de cristal del puente, flanqueados por nuestros vigilantes de seguridad en sus monturas biotrucadas.

El miab quedaba fuera de mi campo de visión cuando salió el polizón, pero he visto grabaciones. Cuando empezaron a oírse los chasquidos, en el lado este había viviendas que daban a las vías, y en el lado oeste, unos jardines animales. Si hubiera estado un kilómetro más allá, en las barriadas y bajo las pasarelas de las proximidades de la Embajada, habría sido mucho peor.

En las noticias se ve que había entre el público quien sabía qué estaba pasando. A medida que aumentaba el ruido se oyeron gritos, gente que intentaba avisar a otra gente. Algunos de los que lo entendieron se limitaron a correr. Los niños nos quedamos quietos, creo, aunque Mamá Quiller debió de hacer todo lo posible para sacarnos de allí. Se oye el ruido de la caja de cerámica del miab al forzarse de forma anti-newtoniana. La gente se asoma por encima de la valla para ver; cada vez son más los que se alejan.

El miab se raja, lanza fragmentos de material del casco que salen volando peligrosamente. De su interior sale algo del ínmer, de taxonomía imprecisa. La mayoría de los expertos coinciden en que lo que apareció ese día era una manifestación menor, lo que más tarde yo aprendería a llamar «espinoso». Al principio era solo una insinuación, compuesta de ángulos y sombras. Se acrecentó a partir de su entorno, manifestándose en la oscilación momentánea. Los ladrillos, el plastone y el hormigón de los edificios, la energía de las jaulas y la carne de los animales cautivos de los jardines se derramaron hacia aquella cosa que flotaba y se metieron en ella, contradiciendo las leyes de la física. Le dieron sustancia. Las pizarras de los tejados de las casas se desprendían y caían sobre una presencia cada vez más física, más acorde con su realidad.

Lo sofocaron rápidamente. Lo golpearon con pistolas de momento, esas armas que imponen violentamente el manchmal, esta cosa, nuestro cada día, al siempre del ínmer. Fue desterrado o liquidado minutos después de chillar.

Por suerte no resultó herido ningún Anfitrión. Pero aquella aparición dejó numerosas víctimas mortales. Algunos murieron a causa de la explosión; otros quedaron disminuidos, se habían vertido parcialmente. A partir de ese día, cuando había que recuperar un miab, el Cuerpo cumplía los protocolos de seguridad que no había obedecido en aquella ocasión. Nuestros trids transmitían repetidos debates, rabia y angustia. Quienquiera que fuera a quien despidieran del Cuerpo y condenaran al oprobio, no fue más que un chivo expiatorio del sistema. Un joven, gallardo e indisciplinado Embajador DalTon afirmaron más o menos eso ante una cámara, furiosos, y recuerdo que los padres lo comentaban. Papá Noor me dijo que el desastre significaría el fin de la pompa de las llegadas. En eso se equivocaba, por supuesto; siempre tuvo un carácter lúgubre.

Mis amigos y yo estábamos obsesionados con aquella tragedia, como es lógico. Al poco tiempo ya nos habíamos inventado un juego, hacíamos ruidos imitando el borboteo del ínmer y la ruptura de la cáscara, disparábamos con los dedos imitando una pistola y golpeábamos con palos a aquellos de nosotros a los que les había tocado hacer de monstruos. Yo concebía el «espinoso» como una especie de dragón asesinado.

Existe la opinión tradicional, por así decirlo, de que los inmersores no recuerdan su infancia. Eso, evidentemente, es falso. Es algo que se dice para enfatizar lo extraño del ínmer; lo que se insinúa es que hay algo en esa alter-realidad de base que desbarata la mente humana. (Y puede hacerlo, desde luego, pero no de esa forma.)

No es verdad, pero se da el caso de que yo, y la mayoría de los inmersores que he conocido, tenemos recuerdos superficiales, o vagos, o inconexos de cuando éramos pequeños. No lo considero ningún misterio: creo que es un corolario del modo de pensar de quienes queremos salir al exterior.

Recuerdo con gran precisión episodios, pero solo episodios, no una cronología. Los momentos más relevantes, los definitorios. Todo lo demás está desorganizado en mi cabeza, y en general no me importa. Por ejemplo: hubo otra ocasión en mi infancia en que estuve en compañía de Anfitriones. Una mañana del tercer segmento de julio me convocaron a una reunión.

Enviaron a Papá Shemmi a buscarme. Me llevó, cogida por el hombro, hasta uno de los despachos de la guardería, desordenados y llenos de papeles y depósitos de datos. Era la habitación de Mamá Solfer, y era la primera vez que yo entraba allí. Casi todo lo que había era terretecno, aunque una papelera retacona biotrucada se comía tranquilamente su basura. Mamá Solfer era una mujer mayor, amable, distraída; sabía mi nombre (no sabía el de todos mis ciclohermanos). Me hizo señas para que entrara; era evidente que se sentía incómoda. Se levantó, miró alrededor como si buscara un sofá, cuando en la habitación no había ninguno, y volvió a sentarse. Detrás de su mesa, a su lado —en retrospectiva resulta gracioso, pues la mesa era demasiado pequeña y estaba demasiado abarrotada—, estaba Papá Renshaw, un ciclopadre relativamente nuevo, serio y concienzudo, que me sonrió; y para gran sorpresa mía, la tercera persona que estaba esperándome era Bren.

Había pasado casi un año, casi veinticinco kilohoras, desde el accidente de Yohn, y desde que ninguno de nosotros hubiéramos vuelto a la casa. Yo había crecido, por supuesto, y más que muchos de mis hermanos, pero nada más entrar en el despacho, Bren sonrió al reconocerme. Él estaba igual que siempre. Hasta la ropa que llevaba parecía la misma.

Mamá Solfer se removió en la silla. Aunque estaba sentada con los otros a un lado de la mesa, y yo enfrente, en la silla rígida que me había indicado, por cómo me miraba y movía las cejas de pronto sentí que ella y yo estábamos juntas en aquello tan raro.

Dijo que me pagarían (una subida considerable, resultó); no era peligroso; era un honor. Lo que decía no tenía mucho sentido. Papá Renshaw la interrumpió con delicadeza. Se volvió hacia Bren y le hizo una seña cediéndole la palabra.

—Te necesitan —me dijo Bren—. Es simplemente eso. —Abrió las manos con las palmas hacia arriba, como si el hecho de estar vacías fuera prueba de algo—. Los Anfitriones te necesitan y, otra vez, no sé por qué, me he encontrado en medio. Están preparando algo. Van a celebrar un debate. Unos cuantos están convencidos de que pueden expresar claramente su punto de vista mediante… una comparación. —Me miró para saber si lo seguía—. Se les ha… ocurrido una. Pero los hechos que describe todavía no han ocurrido. ¿Entiendes lo que eso significa? Quieren poder formularla. Por eso necesitan organizarlo. Con exactitud. Y eso implica a una niña humana. —Me sonrió—. Entenderás que haya preguntado por ti. —Supongo que no conocía a ningún otro niño.

Bren sonrió por cómo se movía mi boca.

—¿Queréis… que… represente un símil? —pregunté al fin.

—¡Es un honor! —me aseguró Papá Renshaw.

—Sí, es un honor —coincidió Bren—. Veo que ya lo sabes. ¿«Representar»? —Movió un poco la cabeza, como diciendo «Bueno, sí y no»—. No voy a mentirte. Te dolerá. No será agradable. Pero te prometo que no te pasará nada. Te lo prometo. —Se inclinó hacia mí—. Te pagarán, como ya ha dicho tu Mamá. Y además… tendrás el agradecimiento del Cuerpo. Y de los Embajadores.

Renshaw levantó la cabeza. Yo no era tan joven como para no saber valorar esa gratitud. Por entonces ya tenía una idea de lo que quería hacer cuando fuera suficientemente mayor, y una buena relación con el Cuerpo era algo que ambicionaba.

También acepté la solicitud porque creí que me llevaría a la urbe de los Anfitriones, pero no fue así. Los Anfitriones vinieron a nosotros, a una parte de la ciudad donde yo había estado muy pocas veces. Me llevaron allí en un córvido —mi primer vuelo, pero estaba demasiado nerviosa para disfrutarlo—, y no escoltada por policías sino por agentes secretos del Cuerpo de la Embajada, con augmens y tecs ocultos bajo la piel.

Me acompañó Bren. No vino nadie más, ningún ciclopadre. Pese a que ya no ostentaba ningún cargo oficial en la Ciudad Embajada, todavía no se había retirado de sus últimos cargos informales en el Cuerpo. (Entonces yo no lo sabía.) Intentó ser amable conmigo. Recuerdo que bordeamos los límites de la Ciudad Embajada y vi por primera vez la escala de las enormes gargantas que nos proporcionaban biodispositivos y suministros. Se flexionaban, extremos húmedos y calientes de sifones que se extendían varios kilómetros más allá de nuestras fronteras. Vi otras naves que sobrevolaban la urbe: algunas biotrucadas, pero también viejas terretecnos y algunas quiméricas.

Descendimos en un barrio descuidado que nadie se había molestado en desconectar de la red de suministro. Aunque estaba casi vacío, las calles estaban iluminadas mediante neón permanente y espectros trid que danzaban suspendidos en el aire y anunciaban restaurantes cerrados hacía mucho tiempo. En las ruinas de uno de esos locales esperaban los Anfitriones. Me habían advertido que su símil requería que yo me quedara sola con ellos, así que Bren me dejó a su cuidado.

Antes de irse me miró y sacudió la cabeza, como si coincidiéramos en que todo aquello era un poco absurdo. Me susurró que no duraría mucho, y que me estaría esperando.

Lo que ocurrió en aquel restaurante en ruinas no fue, ni mucho menos, lo peor que me ha pasado, ni lo más doloroso, ni lo más repugnante. Fue bastante soportable. Sin embargo, fue lo menos comprensible que me había y que me ha pasado jamás. Me sorprendió lo mucho que eso me trastornó.

Durante bastante rato los Anfitriones no me prestaron atención, y se dedicaron a realizar minuciosas pantomimas. Levantaban las utensilias, daban pasos adelante y atrás. Percibía su dulce olor. Estaba asustada. Me había preparado, pues era imprescindible para el éxito del símil que interpretara mi papel a la perfección. Hablaban entre ellos. Yo solo entendía lo más elemental de lo que oía, pillaba alguna palabra de vez en cuando. Estaba atenta por si oía el susurro traslapado que, según me habían informado, significaba «ella», y cuando lo oí caminé hacia ellos e hice lo que querían que hiciera.

Ahora sé que lo que hice se llama disociación. Lo observaba todo, incluso a mí misma. Estaba impaciente por que aquello terminara; no notaba que creciera nada, ninguna conexión especial entre los Anfitriones y yo. Me limitaba a observar. Mientras realizábamos las acciones necesarias, que les permitirían pronunciar su analogía, pensaba en Bren. Él, como es lógico, ya no podía hablar con los Anfitriones. Lo que estaba ocurriendo lo había organizado la Embajada, y supuse que los antiguos colegas de Bren, los Embajadores, debían de alegrarse de que los hubiera ayudado a organizarlo. Me pregunto si lo harían para darle algo que hacer.

Cuando terminé y fui al centro juvenil, mis amigos me pidieron que les contara todos los detalles. Éramos duros, como la mayoría de los niños de la Ciudad Embajada.

—¿Has estado con los Anfitriones? ¡Tope import, Avvy! ¿Lo juras? ¿Lo dices como un Anfitrión?

—Lo digo como un Anfitrión —dije con la solemnidad adecuada para el juramento.

—Qué pasada. ¿Qué han hecho?

Les enseñé los cardenales. Quería hablar de ello, y al mismo tiempo no quería. Al final disfruté embelleciendo el relato. Eso me proporcionó estatus durante días.

Hubo otras consecuencias más importantes. Dos días más tarde, Papá Renshaw me acompañó a la casa de Bren. Era la primera vez que estaba allí desde el accidente de Yohn. Bren sonrió y me dio la bienvenida, y allí conocí a mis primeros Embajadores.

Llevaban la ropa más bonita que jamás había visto. Sus conectores destellaban, sus luces parpadeaban en sintonía con los campos que generaban. Me acobardé. Eran tres, y la habitación estaba abarrotada. Más aún porque, detrás de ellos, moviéndose de un lado a otro, hablándole en susurros a Bren o a uno de los Embajadores, había un automa, un ordenador en un cuerpo segmentado, que al hablar movía la cara de mujer que se daba a sí mismo. Comprendí que los Embajadores trataban de ser cariñosos conmigo, una niña, tal como había hecho Bren; eran inexpertos.

Una mujer mayor con una voz asombrosa, magnífica, dijo:

—Avice Benner Cho, ¿verdad? Ven. Siéntate. Queríamos darte las gracias. Creemos que debes oír cómo has sido canonizada.

Los Embajadores me hablaron en la lengua de nuestros Anfitriones. Me hablaron: me dijeron. Me advirtieron que la traducción literal del símil resultaría inadecuada y engañosa.

—Había una niña humana que con dolor comió lo que le dieron en una vieja habitación construida para comer donde no se había comido durante cierto tiempo.

—Con el uso se irá acortando —me explicó Bren—. Pronto empezarán a decir que eres una niña que comió lo que le dieron.

—Señores, señoras, ¿qué significa?

Sacudieron la cabeza, torcieron el gesto.

—Eso no tiene mucha importancia, Avice —dijo uno de ellos. Le susurró algo al ordenador y vi que la cara artificial asentía—. Y de todas formas no sería exacto.

Volví a preguntarlo con una formulación diferente, pero no me aclararon nada. Siguieron felicitándome por estar en el Idioma.

A lo largo del resto de mi adolescencia, en dos ocasiones me oí pronunciar a mí misma, oí pronunciar mi símil: una vez fue un Embajador, y la otra, un Anfitrión. Años, miles de horas después de haberlo representado conseguí por fin que me lo explicaran, o algo parecido. Fue una interpretación rudimentaria, por supuesto, pero creo que es más o menos una locución que pretende expresar sorpresa e ironía, una especie de fatalismo resentido.

No volví a hablar con Bren en todo el resto de mi infancia y mi juventud, pero me enteré de que él visitó a mis ciclopadres como mínimo una vez más. Estoy convencida de que fue mi servicio para crear el símil, y la vaga influencia de Bren, lo que me ayudó a superar los exámenes. Me esforzaba, pero nunca fui una intelectual. Tenía lo que hacía falta para la inmersión, pero no más que otros, y menos que algunos que no aprobaron. Se concedían muy pocos salvoconductos a civiles, o a aquellos de nosotros con aptitudes para surcar el ínmer sin someterse al sopor. No había ninguna razón obvia para que unos meses más tarde, después de esos exámenes, incluso después de reconocidas mis capacidades, me concedieran, como me concedieron, el derecho a desmundar, salir al exterior.