0.1

En la Ciudad Embajada, cuando éramos pequeños, jugábamos a un juego con monedas y piezas con forma de media luna, del tamaño de monedas, que conseguíamos en un taller. Jugábamos siempre en el mismo sitio, junto a determinada casa, más allá del mercado de una calle empinada de viviendas, donde los anuncios de colores giraban bajo la hiedra. Jugábamos bajo la luz tenue de aquellas viejas pantallas, junto a una tapia que llamábamos la tapia de las monedas. Recuerdo cómo hacía girar una pesada moneda de dos céntimos sobre su borde mientras recitaba: «Giro, inclinación, morro de cerdo, sol», hasta que se tambaleaba y caía. La cara que mostraba la moneda y la palabra a la que yo había llegado en el momento de cesar el movimiento, combinadas, especificaban una recompensa o una prenda.

Me veo claramente en las húmedas primaveras, y en verano, con un dos en la mano, discutiendo sobre interpretaciones con otros niños y niñas. Jamás habríamos jugado en otro sitio, a pesar de que circulaban historias sobre aquella casa y sobre su habitante que nos producían nerviosismo.

Como todos los críos, trazábamos con esmero el mapa de nuestra ciudad, con urgencia e idiosincráticamente. En el mercado, nos interesaban menos los puestos que un alto casillero que habían dejado en la pared unos ladrillos faltantes, y al que nunca conseguíamos llegar. Detestaba la roca enorme que señalaba el límite de la ciudad, la que se había partido y habían vuelto a juntar con argamasa (por motivos que todavía ignoro), y la biblioteca, cuyas almenas y cuya armazón me parecían inseguras. A todos nos encantaba la escuela por el liso plastone de su patio, donde los tapones y los levitadores rodaban varios metros.

Componíamos una ajetreada pequeña tribu y los policías nos regañaban a menudo, pero bastaba con que dijéramos: «No pasa nada, señor, señora, solo queríamos…» y siguiéramos nuestro camino. Bajábamos a toda velocidad por la empinada y concurrida cuadrícula de calles, pasamos al lado de los automas sin hogar de la Ciudad Embajada, y los animales corrían entre nosotros o a nuestro lado por los tejados bajos, y si bien a veces nos deteníamos para trepar a los árboles y las enredaderas, al final siempre llegábamos al intersticio.

Allí, en el borde de la ciudad, los ángulos y las plazas de nuestros callejones se veían interrumpidos, de pronto, por la asombrosa geometría de unos pocos edificios de Anfitriones; luego cada vez había más, hasta que ya no quedaban de los nuestros. Intentábamos entrar en la urbe de los Anfitriones, por supuesto, donde las calles cambiaban de aspecto, y las paredes de ladrillo, cemento o plasma se rendían ante otros materiales más vivos. Yo abordaba esos intentos con sinceridad, pero me reconfortaba saber de antemano que fracasaría.

Competíamos, nos retábamos unos a otros a llegar tan lejos como pudiéramos y marcar nuestros límites. «Nos persiguen los lobos y tenemos que correr», o «El que llegue más lejos es el visir», decíamos. De mi pandilla, yo era la tercera que había llegado más al sur. En nuestro sitio de siempre había un nido de bonitos colores alienígenas atado mediante chirriantes sogas de músculo a una empalizada a la que los Anfitriones, con cierta afectación, habían dado una forma parecida a la de nuestras vallas de mimbre. Yo solía acercarme sigilosamente a él mientras mis amigos me silbaban desde el cruce.

Quien vea imágenes mías de cuando era niña no se llevará ninguna sorpresa: mi cara de entonces era igual que mi cara de ahora, aunque inacabada: la misma mueca suspicaz de la boca, o sonrisa; la misma bizquera de esfuerzo que, más adelante, a veces hizo que se rieran de mí; y entonces, igual que ahora, era larguirucha y nerviosa. Cogía aire, aguantaba la respiración y me lanzaba a través de donde se mezclaban las atmósferas —más allá de aquello que, sin ser exactamente una frontera sólida, constituía una transición gaseosa considerablemente brusca: brisas esculpidas con máquinas de partículas de nanotecnología y gran virtuosismo en el arte de las atmósferas— para escribir «Avice» en la madera blanca. Una vez, por una bravuconada, le di unas palmaditas al sostén de carne del nido, entretejido en los listones. Lo noté tenso al tacto, como tallos de calabaza. Volví corriendo, jadeando, a donde estaban mis amigos.

«Lo has tocado», dijeron, admirados. Me miré la mano. Regresamos hacia el norte, donde soplaba el aeoli, y comparamos nuestras hazañas.

En la casa donde jugábamos con monedas vivía un hombre tranquilo y bien vestido que era un motivo de malestar para los vecinos. A veces salía cuando estábamos allí jugando. Nos miraba y fruncía los labios, componiendo lo que podría haber sido una mueca de saludo o de desaprobación; luego se daba la vuelta y se iba.

Creíamos saber qué era aquel hombre. Nos equivocábamos, por supuesto, pero solo sabíamos lo que habíamos oído y lo considerábamos mermado, y su presencia, inapropiada. «Eh», les dije más de una vez a mis amigos, al verlo salir, y lo señalé: «Eh». Cuando nos sentíamos valientes lo seguíamos por callejones de setos hacia el río o algún mercado, o hacia las ruinas del archivo o la Embajada. Creo que en un par de ocasiones uno de nosotros lo abucheó. Un transeúnte nos hizo callar al instante.

«Sed más respetuosos», nos reprendió con severidad un vendedor de ostras modificadas. Dejó en el suelo su cesto de marisco y le dio un bofetón a Yohn, que era quien había gritado. El vendedor ambulante se quedó mirando al anciano, que estaba de espaldas. Recuerdo que de pronto pensé, aunque no tenía palabras para expresarlo, que nosotros no éramos los únicos destinatarios de su rabia, y que aquellos chasquidos de lengua expresaban también, al menos en parte, desaprobación hacia aquel hombre.

«No les gusta dónde vive», dijo el ciclopadre de aquella noche, Papá Berdan, cuando le hablé de ello. Conté la historia más de una vez, describiendo con cautela y reparo al hombre al que habíamos seguido, e interrogué al padre sobre aquel individuo. Le pregunté por qué a los vecinos no les gustaba, y él sonrió, turbado, y me dio un beso de buenas noches. Me quedé mirando por la ventana y no me dormí. Contemplaba las estrellas y las lunas, la débil luz del Naufragio.

Puedo fechar con exactitud los sucesos posteriores, pues ocurrieron el día después de mi cumpleaños. Estaba de un humor melancólico que ahora me resulta gracioso. Era por la tarde, a última hora, del tercer 16 de septiembre, un Domindía. Estaba sentada, sola, cavilando sobre mi edad (¡un absurdo Buda en miniatura!) mientras hacía girar mi propina de cumpleaños junto a la tapia de las monedas. Oí que se abría una puerta, pero no levanté la cabeza, de modo que tal vez el hombre de la casa se quedara mirándome unos segundos mientras yo jugaba. Cuando me percaté de que estaba allí, lo miré desconcertada y asustada.

—Niña —me dijo, y me hizo una seña—. Ven conmigo, por favor.

No recuerdo haberme planteado echar a correr. ¿Qué otra cosa podía hacer sino obedecer?

Su casa era asombrosa. Había una habitación alargada de colores oscuros, atestada de muebles, biombos y estatuillas. Las cosas se movían, había automas realizando sus tareas. En las paredes de nuestra guardería también teníamos enredaderas, pero no podían compararse con aquellos tendones de hojas negras y brillantes que formaban florituras y espirales tan perfectas que parecían grabados. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y plasmas cuyos movimientos se alteraron al entrar yo. La información cambiaba en unas pantallas con marcos antiguos. Imágenes fantasma del tamaño de una mano se movían entre tiestos de plantas sobre un trid que parecía un tablero de juego de nácar.

—Tu amigo. —El hombre señaló el sofá, sobre el que estaba tendido Yohn.

Dije su nombre. Llevaba las botas puestas y tenía los ojos cerrados. Estaba colorado y respiraba con dificultad.

Miré al hombre; temía que me hiciera a mí lo mismo que le había hecho a Yohn, pues algo le había hecho. Él no me miró, y se puso a toquetear una botella.

—Me lo han traído —dijo. Miró alrededor, como si buscara inspiración sobre cómo debía hablarme—. He llamado a la policía.

Me sentó en un taburete junto a mi amigo, que apenas respiraba, y me tendió un vaso de cordial. Lo miré con recelo, hasta que él le dio un sorbo, tragó y me demostró que había bebido abriendo la boca y echándome el aliento. Me puso el vaso en la mano. Le miré el cuello, no vi ningún conector.

Di un sorbo de aquello que me había dado.

—Va a venir la policía —dijo—. Os he oído jugar. He pensado que quizá le ayudaría que hubiera una amiga con él. Podrías darle la mano. —Dejé el vaso e hice lo que me había sugerido—. Podrías decirle que estás aquí, que se pondrá bien.

—Yohn, soy yo, Avice. —Tras una pausa, le di unas palmadas en el hombro—. Estoy aquí, te pondrás bien, Yohn.

Estaba francamente preocupada. Levanté la cabeza y miré al hombre por si quería darme más instrucciones; él sacudió la cabeza y rio.

—Muy bien, dale la mano —dijo.

—¿Qué ha pasado, señor? —pregunté.

—Lo han encontrado. Fue demasiado lejos.

El pobre Yohn parecía muy enfermo. Yo sabía qué había hecho.

Yohn era el segundo de la pandilla que había llegado más al sur. No podía competir con Simmon, que era el mejor de todos, pero Yohn podía escribir su nombre en la valla varios listones más lejos que yo. Desde hacía unas semanas, yo cada vez aguantaba más la respiración, y mis marcas se acercaban poco a poco a las suyas. Yohn debía de haber estado practicando en secreto. Debía de haberse alejado demasiado del soplo aeólico. Me lo imaginé jadeando, abriendo la boca y aspirando un aire con el amargor de la interzona, tratando de volver pero tambaleándose debido a las toxinas, a la falta de oxígeno limpio. Debió de quedarse tumbado, inconsciente, respirando aquel guiso repugnante durante minutos.

—Me lo han traído —volvió a hablar el hombre.

Hice un débil ruido al notar, de pronto, que, semioculto por un ficus enorme, algo se movía. No sé cómo no lo había visto antes.

Era un Anfitrión. Se colocó en medio de la alfombra. Me levanté al instante, en señal de respeto, como me habían enseñado a hacer, y también por mi temor infantil. El Anfitrión avanzó con su grácil balanceo, mediante complicadas articulaciones. Me miró, creo: la constelación de piel ramificada de sus ojos sin lustre me contempló. Extendió una extremidad y volvió a plegarla. Pensé que quería cogerme.

—Está esperando. Quiere ver si el chico se recupera —dijo el hombre—. Si mejora, será gracias a este Anfitrión. Deberías darle las gracias.

Así lo hice, y el hombre sonrió. Se agachó a mi lado y me puso una mano en el hombro. Miramos los dos a aquella presencia extrañamente conmovedora.

—Huevito —dijo el hombre con ternura—. ¿Sabes que no puede oírte? O… bueno, que te oye pero solo percibe ruido. Pero tú eres una buena chica, bien educada.

Me dio una pasta de adultos, inadecuadamente dulce, de un cuenco que había en una repisa. Me puse a cantarle a Yohn en voz baja, y no solo porque el hombre me hubiera pedido que lo hiciera. Estaba asustada. La piel de mi pobre amigo no parecía piel, y sus movimientos eran perturbadores. El Anfitrión cabeceaba impulsándose con las piernas. A sus pies se movía una presencia del tamaño de un perro, su compañero. El hombre levantó la cabeza y miró lo que debía de ser la cara del Anfitrión. Creo que me pareció apenado, o quizá lo diga por cosas que supe más tarde.

El Anfitrión habló.

Yo había visto aquello muchas veces, por supuesto. Algunos vivían en el intersticio donde nosotros nos atrevíamos a jugar. A veces los veíamos caminar con precisión de cangrejo realizando sus tareas, fueran cuales fuesen, o incluso correr de forma que parecía que fueran a caerse, pero sin caerse. Los veíamos cuidar las paredes de carne de sus nidos, o a lo que nosotros considerábamos sus mascotas, esas susurrantes compañías animales. En su presencia, nos callábamos de golpe y nos apartábamos. Imitábamos la esmerada cortesía con que los trataban nuestros ciclopadres. Nuestro desasosiego, como el de los adultos de quienes lo aprendíamos, superaba nuestra curiosidad ante las extrañas acciones que pudiéramos ver realizar a los Anfitriones.

Los oíamos hablar entre ellos con esas voces precisas, tan parecidas a las nuestras. De mayores, unos pocos de nosotros quizá llegáramos a entender parte de lo que decían, pero entonces todavía no, y yo, en realidad, nunca llegué a entenderlo.

Era la primera vez que estaba tan cerca de un Anfitrión. Mi preocupación por Yohn me distraía de todo lo que, en otras circunstancias, habría sentido por aquella proximidad a la cosa, pero no la perdía de vista, para que no pudiera sorprenderme, y cuando se meció un poco más hacia mí, la rehuí bruscamente y me puse a susurrarle a mi amigo.

No eran los únicos exoterres que había visto. Había habitantes exot en la Ciudad Embajada —unos pocos Kedis, un puñado de Shur’asi y otros—, pero con ellos, si bien había rareza, por supuesto, nunca había esa abstracción, esa brutal distancia que uno sentía con los Anfitriones. Había un tendero Shur’asi que hasta bromeaba con nosotros, con un acento raro pero con un humor muy claro.

Más tarde comprendí que aquellos inmigrantes eran exclusivamente de especies con las que compartíamos modelos conceptuales, conforme a diversas medidas. Los Anfitriones, los indígenas, en cuya urbe se nos había permitido gentilmente construir la Ciudad Embajada, eran presencias impasibles, incomprensibles. Fuerzas como dioses subalternos, que a veces nos observaban como si fuéramos un polvo curioso e interesante; y que nos proporcionaban nuestros biodispositivos, y con quienes solo hablaban los Embajadores. A los niños nos recordaban a menudo que les debíamos cortesía. Cuando nos los cruzábamos por la calle, les mostrábamos el debido respeto, y luego echábamos a correr, riendo. Sin embargo, sin mis amigos yo no podía camuflar mi miedo con tonterías.

—Pregunta si el chico se pondrá bien —dijo el hombre. Se frotó los labios—. Coloquialmente, algo así como «¿Después correrá o se enfriará?». Quiere ayudar. Ya ha ayudado. Seguramente me considera maleducado. —Suspiró—. O enfermo mental. Porque no le contesto. No ve que estoy disminuido. Si tu amigo no muere, será gracias a que él lo ha traído aquí.

»Lo han encontrado los Anfitriones. —Me daba cuenta de que el hombre trataba de hablarme con cordialidad. Parecía inexperto—. Ellos pueden venir aquí, pero saben que nosotros no podemos salir. Saben, más o menos, qué es lo que necesitamos. —Señaló la mascota del Anfitrión—. Han hecho que sus motores le introduzcan oxígeno. Es posible que Yohn se recupere. La policía no tardará. Tú te llamas Avice. ¿Dónde vives, Avice? —Se lo dije—. ¿Sabes cómo me llamo?

Había oído su nombre, por supuesto. No estaba segura de la manera correcta de nombrarlo.

—Bren —respondí.

—Bren. Pero no es correcto. ¿Lo entiendes? Tú no puedes decir mi nombre. Podrías deletrearlo, pero no puedes pronunciarlo. Pero yo tampoco puedo decir mi nombre. «Bren» es lo máximo que podemos acercarnos. Él… —Miró al Anfitrión, que asintió con la cabeza, con gravedad—. Él sí puede decir mi nombre. Pero eso no sirve de nada: él y yo ya no podemos hablar.

—¿Por qué se lo han traído a usted, señor? —Su casa estaba cerca del intersticio, de donde Yohn había caído, pero no tan cerca.

—Me conocen. Me han traído a tu amigo porque, aunque, como digo, saben que estoy disminuido, de alguna forma también me reconocen. Hablan, y deben de confiar en que yo les conteste. Soy… debo de ser… muy confuso para ellos. —Sonrió—. Es una estupidez, ya lo sé. Créeme que lo sé. ¿Sabes tú qué soy, Avice?

Asentí con la cabeza. Ahora, por supuesto, sé que entonces no tenía ni idea de qué era el hombre, y dudo que él mismo lo supiera.

Por fin llegó la policía con un equipo médico, y la habitación de Bren se convirtió en un quirófano improvisado. Intubaron, drogaron y monitorizaron a Yohn. Bren me apartó con suavidad de los expertos. Nos quedamos de pie a un lado, Bren, el Anfitrión y yo; el animal del Anfitrión me lamía los pies con una lengua como una pluma. Un policía saludó con una inclinación de cabeza al Anfitrión, que a modo de respuesta movió la cara.

—Gracias por ayudar a tu amigo, Avice. Es posible que se recupere. Y tú y yo volveremos a vernos pronto, estoy seguro. ¿«Giro, inclinación, morro de cerdo, sol»? —Bren sonrió.

Mientras un policía me acompañaba por fin afuera, Bren se quedó junto al Anfitrión, que lo abrazó amistosamente con una extremidad. Bren no se apartó de él. Se quedaron mirándome en silencio.

En la guardería todos se interesaron por mí. Aunque el policía les había asegurado que yo no había hecho nada malo, los ciclopadres parecían recelar un poco sobre el lío en que me había metido. Pero se portaron bien conmigo, porque nos querían. Se dieron cuenta de que estaba conmocionada. ¿Cómo iba a olvidarme de los temblores de Yohn? Y más aún, ¿cómo iba a olvidarme de que había estado tan cerca del Anfitrión, del sonido de su voz? Me obsesionaba que, sin ninguna duda, me hubiera dedicado toda su atención.

—Así que hoy alguien ha estado tomando algo con gente del Cuerpo, ¿no? —bromeó mi ciclopadre cuando me llevó a la cama. Era Papá Shemmi, mi favorito.

Más tarde, en el exterior, me interesé un poco por todas las variedades de familia. No recuerdo que ni yo ni la mayoría de los niños de la Ciudad Embajada sintiéramos celos de nuestros ciclohermanos cuyos padres biológicos los visitaban en ocasiones: allí eso no era la norma. Nunca le di muchas vueltas, pero más adelante sí me pregunté si nuestro sistema de paternidad por turnos sería la continuación de prácticas sociales de los fundadores de la Ciudad Embajada (desde hace mucho tiempo, Bremen incluye con relajamiento diversas costumbres en su esfera de gobierno), o si se habría implantado un poco más tarde. Quizá en vaga consonancia socioevolutiva con la formación institucional de nuestros Embajadores.

No importa. De vez en cuando oías historias terribles en las guarderías, sí, pero en el exterior también oí historias aterradoras, sobre personas criadas por quienes les habían dado la vida. En la Ciudad Embajada todos teníamos nuestros favoritos y otros a los que temíamos; unos cuyas semanas de servicio celebrábamos más que otras; unos a los que acudíamos en busca de consuelo o consejo, otros a los que evitábamos, etcétera; pero nuestros ciclopadres, en general, eran buena gente. Shemmi era el que más me gustaba.

—¿Por qué a la gente no le gusta que el señor Bren viva allí?

—Señor Bren no, Bren a secas. Hay quien piensa que no está bien que viva así, en la ciudad.

—Y tú, ¿qué piensas?

—Creo que tienen razón —dijo tras una pausa—. Creo que es… impropio. Existen lugares para los hendidos. —Había oído esa palabra otras veces; se la había oído a Papá Berdan—. Refugios específicamente para ellos, de modo que… No es agradable de ver, Avvy. Es un tipo raro. Un poco gruñón. Pobre hombre. Pero no es bueno ver esa clase de heridas.

Más tarde, algunos de mis amigos dijeron que era asqueroso. Habían aprendido esa actitud de otros ciclopadres menos liberales.

Dijeron que aquel lisiado repugnante debería irse al sanatorio. «Dejadlo en paz —les dije yo—. Salvó a Yohn.»

Yohn se recuperó. Su experiencia no interrumpió nuestro juego. Yo llegué un poco más lejos, un poco más lejos cada semana, pero nunca alcancé las marcas de Yohn. Los frutos de su peligroso experimento, una última marca, estaba unos metros más allá de todas sus otras marcas, la inicial de su nombre muy mal escrita. «Allí fue donde me desmayé —nos decía—. Casi me muero.» Después del accidente, nunca volvió a llegar tan lejos. Seguía siendo el segundo mejor a causa de su historia, pero yo ya podía vencerlo.

—¿Cómo se deletrea el nombre de Bren? —le pregunté a Papá Shemmi, y él me lo enseñó.

—Bren —dijo pasando el dedo por la palabra: siete letras; cuatro las pronunció; tres no pudo.