Capítulo 3

Incluso en pleno verano, hacía fresco en el salón de la fortaleza de Calais. Los gruesos muros de piedra aislaban la estancia del calor del exterior. Un buen fuego crepitaba en el hogar y, frente a la chimenea, de piedra también, se veía una espesa alfombra, dos divanes y seis sabuesos adormilados. El resto de la estancia era todo de fría piedra. De una de las paredes, colgaban unas cuantas espadas; unas lanzas con puntas de hierro reposaban en unos caballetes. Unos gorriones revoloteaban entre las vigas del techo. Abiertas como estaban las contraventanas del extremo occidental de la cámara, Hook tuvo ocasión de escuchar el incesante ir y venir del mar.

El comandante de la guarnición y su refinada mujer ocupaban uno de los canapés. Aunque le habían dicho cómo se llamaban, Hook había olvidado sus nombres y no sabía a quién se dirigía. A sus espaldas, seis soldados que, con mirada recelosa y hostil, observaban a Hook y a Melisenda, permanecían de pie; al borde de la alfombra, un cura, también de pie, inclinaba la cabeza para observar a los dos fugitivos, de rodillas en las losas de piedra.

—Lo que no acabo de entender —decía el clérigo, con voz nasal y desagradable— es por qué abandonaste el servicio de lord Slayton.

—Porque me negué a matar a una joven, padre —repuso Hook.

—¿Había decidido lord Slayton que muriese?

—Fue cosa del cura, señor.

—Se refiere al hijo de sir Giles Fallowby —apuntó el hombre sentado; por el tono que empleó, estaba claro que sir Martin no era santo de su devoción.

—De modo que un hombre de Dios había decidido que tenía que morir —continuó el cura, sin hacer caso del comentario intencionado del comandante—, pero tú sabías lo que había que hacer mejor que él —concluyó, con una frase preñada de amenazas.

—Sólo era una muchacha —adujo Hook.

—De manos de la mujer, llegó el pecado al mundo —puntualizó el cura, sin rebozo.

La elegante dama se llevó una mano a la boca para disimular un bostezo. Sostenía un perrito en el regazo, un ovillo de pelo blanco con dos ojos relucientes, que no dejaba de acariciar.

—Me aburro —comentó, sin dirigirse a nadie en particular.

A lo que siguió un prolongado silencio. En sueños, uno de los sabuesos se estremeció; el comandante de la guarnición se inclinó y le pasó la mano por la cabeza. Era un hombre fornido, de negra barba, que no dejaba de señalar a Hook con el dedo.

—Pregúntele qué fue lo que pasó en Soissons, padre —ordenó.

—Eso iba hacer, sir William —contestó el cura.

—Pues no sé a qué espera —añadió la mujer, con frialdad.

—¿Eres un proscrito? —quiso saber el cura, sin embargo; al ver que el arquero no decía nada, repitió la pregunta, alzando la voz, pero Hook no respondió.

—Responde —rezongó sir William.

—Creo que su silencio es más que elocuente —aventuró la dama—. Pregúntele por Soissons.

El cura torció el morro al reparar en el tono con que se dirigía a él, pero obedeció.

—Cuéntanos qué pasó en Soissons —le exigió, y Hook repitió una vez más cómo los franceses habían entrado en la ciudadela por la puerta sur, cómo habían violado y matado a todo bicho viviente, y cómo sir Roger Pallaire había traicionado a los arqueros ingleses.

—¿Y sólo tú lograste escapar? —insistió el cura, con acritud.

—Con la ayuda de san Crispiniano —dijo Hook.

—¿Así que tuviste a san Crispiniano de tu lado? —afirmó el cura, con cara de asombro—. ¡Qué detalle por su parte!

Se oyó un bufido. Uno de los soldados trataba de sofocar una risotada, mientras los otros miraban con ojos suspicaces al arquero arrodillado. Como el humo que salía por la enorme bocana de la chimenea, la desconfianza se paseaba por el salón de la fortaleza. Otro de los soldados, que no apartaba los ojos de Melisenda, susurró algo al oído del compañero que estaba a su lado, que se echó a reír.

—¿No será que los franceses te dejaron marchar? —dijo el cura, con toda intención.

—¡Claro que no, señor! —repuso Hook.

—Sus razones tendrían.

—¡De ninguna manera!

—Hasta un miserable arquero sabe contar —replicó el cura—, y si nuestro rey se dispone a reclutar un ejército, los franceses querrán saber con qué efectivos cuenta.

—¡Le digo que no, señor!

—Así que te dejaron marchar libremente, y te recompensaron con una furcia —dejó caer el cura.

—¡No es ninguna puta! —se revolvió Hook, encendido, mientras los soldados intercambiaban sonrisas.

Melisenda no había abierto la boca todavía. La habían intimidado aquellos hombretones con sus cotas de malla, la arrogancia del cura y el desdén de la dama, tan ricamente sentada en el diván. Pero, en aquel momento, Melisenda recuperó el habla. Quizá no hubiera entendido las ignominiosas acusaciones del cura, pero sí el tono en que las había formulado. De improviso, se irguió y habló, y lo hizo en francés, con voz rápida y desafiante, y tan atropelladamente que Hook no entendió nada de lo que dijo. Pero los presentes en aquella estancia hablaban su lengua, y la escucharon con atención. Indignada, se expresaba con el corazón en la mano, y ni el comandante de la guarnición ni el cura se atrevieron a interrumpirla. Hook supo que estaba relatando la caída de Soissons: los ojos se le llenaron de lágrimas, que le resbalaron por las mejillas, pero alzó la voz para acallar las insidias del cura con su testimonio. Sin palabras, hizo un gesto a Hook, inclinó la cabeza y comenzó a sollozar.

Hubo un breve silencio. Un sargento con cota de malla abrió las puertas del salón, reparó en quiénes ocupaban la estancia y se retiró con tanto alboroto como había llegado. No sin respeto, sir William se quedó mirando a Hook y le preguntó a bote pronto:

—¿Es cierto que mataste a sir Roger Pallaire?

—Así fue, señor.

—No está mal para un proscrito —dijo, con aplomo, la mujer de sir William—, siempre y cuando sea cierto lo que cuenta la muchacha.

—Exacto —comentó el cura.

—Yo la creo —replicó la dama; se levantó del diván, acomodó al perrito en un brazo y se dirigió al borde de la alfombra, se inclinó y ofreció el otro brazo a Melisenda. Habló con ella en un francés amable, se la llevó a un extremo del aposento y las dos abandonaron la estancia por una puerta disimulada tras un cortinaje.

Sir William esperó a que su mujer se hubiera ido, y se puso en pie.

—Creo que es cierto lo que dice, padre —aseveró.

—Podría ser —admitió el cura.

—Pienso que es verdad —insistió sir William.

—¿Por qué no le sometemos a prueba? —propuso el cura, con impaciencia apenas disimulada.

—No pensaréis someterlo a tortura… —aventuró sir William, sorprendido.

—La verdad es sagrada, mi señor —dijo el cura, con una leve inclinación de cabeza—. Et cognoscetis veritatem —añadió con voz impostada—, et ventas liberabit vos —tras lo cual se santiguó—. Conoceréis la verdad, mi señor —tradujo—, y la verdad os hará libres.

—Ya soy libre —refunfuñó el hombre de barba negra—, y entre nuestras obligaciones no se cuenta la de arrancar la verdad a un pobre arquero mediante tortura. Dejemos eso en manos de otros.

—Como ordenéis, mi señor —repuso el cura, incapaz de ocultar su decepción.

—Ya sabe lo que hay que hacer con él.

—Por supuesto, mi señor.

—Pues dispóngalo todo —concluyó sir William, antes de acercarse a Hook, indicándole que se pusiera en pie—. ¿Mataste a algún francés? —le preguntó.

—A muchos, mi señor —repuso el muchacho, acordándose de las flechas que había disparado sobre la brecha casi en tinieblas.

—Bien —dijo sir William, con ferocidad—. Pero también mataste a sir Roger Pallaire, lo que te convierte en un héroe o en un asesino.

—Soy arquero —insistió Hook, sin dar su brazo a torcer.

—Un arquero cuyas hazañas llegarán al otro lado del mar —añadió sir William, al tiempo que ponía en sus manos una moneda de plata—. Habíamos oído cosas de Soissons —añadió con gesto severo—, pero eres el primero en confirmarlas.

—Si es que estuvo allí —comentó el cura, con malicia.

—Ya ha oído a la muchacha —rezongó sir William al clérigo, que recogió velas al oír la advertencia, para, de espaldas a Hook, añadir—: Ve y cuenta en Inglaterra lo que hiciste.

—Soy un proscrito —dijo Hook, sin saber a qué atenerse.

—Harás lo que se te ordene —replicó sir William—. Así que volverás a Inglaterra.

Y así fue cómo Hook y Melisenda acabaron a bordo de un barco que zarpaba para Inglaterra. Una vez allí, se dirigieron a Londres en compañía de un mensajero que era portador de correos para Londres, y que llevaba dinero suficiente para pagar la comida y la cerveza que los tres consumieron durante el viaje. Melisenda cabalgaba a lomos de una yegua pequeña que el emisario había elegido en las caballerizas de la fortaleza de Dover, y vestía ropas adecuadas, que le había proporcionado lady Bardolf, la mujer de sir William. Llegó a Londres dolorida de tanto cabalgar. Tras cruzar el puente, dejaron las monturas en manos de unos mozos de la Torre.

—Esperad aquí —fue todo lo que les dijo el mensajero; Melisenda y Hook se las compusieron para dormir un rato en una cuadra; nadie parecía estar al tanto de la razón de su presencia en la imponente fortaleza.

—No estáis presos —les aclaró un sargento de arqueros.

—Ya, pero no se nos permite salir del recinto —dijo Hook.

—No, no podéis marcharos —admitió el ventenar—, pero no sois prisioneros —añadió, con una sonrisa—. Si así fuera, muchacho, no podrías yacer todas las noches junto a esta joven. ¿Dónde está tu arco?

—Lo perdí en Francia.

—Habrá que procurarte uno nuevo —dijo el oficial, que se llamaba Venables, y había luchado a las órdenes del difunto rey en la batalla de Shrewsbury, donde una flecha le había acertado en una pierna dejándole cojo. Condujo a Hook hasta una cripta de la enorme torre donde, en amplios estantes de madera, se amontonaban cientos de arcos recién hechos.

—Elige uno —le invitó Venables.

Era un sótano oscuro, repleto de duelas curvadas, más largas que un hombre de buena estatura. Ninguna estaba encordada aunque, en los remates de los extremos, se observaban las muescas de hueso para sujetar las cuerdas. Hook fue tocando uno por uno, pasando la mano por su pronunciada panza. En su opinión, eran unos magníficos arcos. Algunos tenían nudos allí donde el artesano había decidido dejar la madera como estaba, en lugar de alisarla; la mayoría resultaban un poco grasientos al tacto, embadurnados como estaban en una mezcla de cera y sebo. Había unos cuantos sin encerar: como la madera aún estaba sin templar, no estaban listos para encordar. Hook los desechó.

—La mayoría proceden de Kent —le explicó Venables—, aunque algunos han sido hechos aquí, en Londres. Ya sabes que no disponemos de muy buenos arqueros en esta parte del mundo, pero hacemos unos espléndidos arcos.

—Desde luego que sí —convino Hook.

De uno de los anaqueles, sacó una de las tablas más largas. La madera se curvaba formando una enorme panza, que sujetó con la mano izquierda, doblando un poco el brazo. Acercó el arco a una reja herrumbrosa por donde se colaba un rayo de sol.

La albura era una maravilla, pensó. El tejo debía de proceder de un país meridional, donde el sol es más intenso, y la madera se había extraído del interior del tronco del árbol. Era robusto y no tenía nudos. Hook pasó la mano por la duela, recorriendo su curvatura, palpando las pequeñas irregularidades, fruto de la indecisión del artesano que había manejado la plana. No había duda de que era un arma recién fabricada, porque la albura de la cara interna del arco era casi blanca. Sabía que, con el paso del tiempo, se volvería del color de la miel, pero en aquel instante y desde esa perspectiva, que se alejaría de él cuando tensase la cuerda, le recordaba los lechosos senos de Melisenda. La curvatura externa del arco, extraída de la parte central del tronco del árbol, era de color marrón oscuro, como la tez de Melisenda, como si el arco lo formasen dos planchas de madera, una blanca y otra marrón, perfectamente ensambladas, aunque en realidad la albura era de una sola pieza de madera, extraída de aquella parte del tronco del tejo donde albura y duramen se confunden, y tallada con esmero.

Igual que al hombre y la mujer, así Dios hizo el arco, o eso le había dicho un cura en la iglesia de su pueblo en cierta ocasión. El clérigo, que estaba de paso, quería darle a entender que Dios había unido la albura y el duramen y que, fruto de aquella coyunda, había nacido el imponente y mortífero arco largo. El oscuro tronco del punto medio del arco era rígido y duro, resistente a la compresión; la madera clara de la albura cedía a la presión hasta curvarse aunque, como el tronco, tendía a volver a la posición inicial, con una elasticidad que, al ceder la fuerza de tracción, recuperaba como un resorte. Gracias a la flexibilidad de la albura y a la rigidez del tronco se podían disparar largas flechas.

—Muy fuerte tienes que ser para atreverte con ése —comentó Venables, con un asomo de duda—. ¡Vaya usted a saber en qué estaría pensando el artesano que lo fabricó! A lo mejor se imaginó que a Goliat no le vendría mal disponer de un arco.

—Prefirió no acortar la madera, que es perfecta —apuntó Hook.

—Si crees que vas a ser capaz de manejarlo, puedes quedártelo, muchacho. Elige un brazalete —añadió Venables, indicándole un montón de piezas de cuerno— y también una cuerda —señalando un tonel lleno de cuerdas.

Para su sorpresa, las cuerdas también estaban pringosas: las habían revestido de grasa de caballo para protegerlas de la humedad. Hook eligió un par de cuerdas largas, hizo una lazada en el extremo de una de ellas y la enganchó al extremo inferior, terminado en cuerno, del arco. Con todas sus fuerzas, curvó un poco el arco para calcular qué longitud debería tener la cuerda y, con los músculos en tensión, lo dobló por completo, antes de ajustar la cuerda en el extremo superior. El centro de la cuerda, allí donde había que asentar la hendidura de cuerno del extremo posterior de la flecha, estaba provisto de un revestimiento de cáñamo como refuerzo para el momento de disparar la flecha.

—Pruébalo —le propuso Venables.

Era un hombre de mediana edad, al servicio del condestable de la Torre, buena gente, deseoso de hablar con alguien que estuviese dispuesto a escuchar sus anécdotas de antiguas batallas durante todo el día. Cuando salía, siempre iba cargado con una aljaba manchada de barro y hierba, que dejaba caer al suelo con estruendo. Hook se colocó el brazalete en el antebrazo izquierdo, y lo ató cuidando que la protección de cuerno le cubriera la cara interna de la muñeca para resguardar la piel cuando la cuerda volviera a su ser. Se oyó un grito, y se quedó cohibido.

—El hermano Bailey —le aclaró Venables.

—¿El hermano Bailey?

—Un benedictino —añadió Venables—, el jefe de los sayones del rey, que trata de arrancar la verdad de boca de algún pobre hijo de puta.

—En Calais, quisieron someterme a tortura —comentó Hook.

—¿Lo hicieron?

—Un cura lo intentó.

—Les encanta eso de dar vueltas al potro, ¿verdad? Es algo que nunca me ha entrado en la cabeza. Por un lado, te dicen que Dios te ama y, por otro, hacen que te cagues de miedo. En cualquier caso, si te topas con ellos, amigo, procura decir la verdad.

—Eso fue lo que hice.

—Ya; pero, a veces, no resulta de mucha ayuda —continuó Venables; se oyó otro grito, y volvió la cabeza hacia el lugar de donde procedía el lamento ya sofocado—. Es probable que ese miserable cabrón le haya dicho la verdad, pero el hermano Bailey quiere estar seguro. Vamos a ver qué tal dispara el arco.

Hook clavó un montón de flechas boca abajo en el suelo. Delante y por encima de un montón de heno podrido, había una diana machacada y llena de agujeros. No era mucha la distancia que le separaba del blanco, apenas cien pasos, y éste era tan grande como dos hombres. Hook calculó que sería fácil hacer diana en cada disparo, pero se temía que las primeras flechas irían a parar a cualquier sitio.

El arco ya estaba en tensión, pero en su mano estaba que se habituara a encorvarse. La primera vez, sólo lo tensó un poco, y la flecha apenas llegó a rozar la diana. Poco a poco, lo intentó de nuevo, acercando cada vez más la cuerda a la cara, aunque sin tensarlo del todo. Disparó flecha tras flecha, habituándose a las características del arco, al tiempo que el arma aprendía a ceder a la presión que ejercía el arquero, y así siguió durante no menos de una hora, antes de llevarse la cuerda hasta la oreja y disparar la primera flecha con la máxima potencia.

Sin darse cuenta, estaba sonriendo. Era un momento hermoso: la belleza del tejo y la cuerda, del hilo de seda y las plumas, del acero y el astil, del hombre y el arma, de la fuerza en estado puro, de la anormal tensión del arco que, liberada por los dedos desnudos que acariciaban la basta cuerda, lanzaba la flecha que, sibilante, volaba hasta incrustarse en el blanco elegido. La última flecha surcó limpiamente el aire y se empotró hasta las plumas en la diana que estaba sobre el montón de heno.

—Se nota que tienes práctica —comentó Venables, con una sonrisa.

—Pues claro, pero hacía mucho que no practicaba —replicó Hook—. ¡Me duelen los dedos!

—Pronto se habituarán, chaval —repuso Venables—, y si no te torturan y acaban contigo, ¡ya puedes ir pensando en unirte a nosotros! No está nada mal lo de vivir en la Torre: buena comida, hasta hartarte, y pocas obligaciones.

—Suena bien —contestó Hook, distraído.

No podía dejar de pensar en el arco. Se había temido que aquellas semanas de tanto ajetreo le hubieran mermado fuerzas y debilitado su puntería, pero el caso es que tensaba bien la cuerda, la soltaba con suavidad y daba en el blanco. El único inconveniente es que le dolían un poco el hombro y la espalda, y tenía las yemas de los dos dedos en carne viva. Nada más. Pero se sentía feliz. Fue una sensación que lo dejó paralizado mientras, extasiado, contemplaba la diana. San Crispiniano había guiado sus pasos hasta un lugar soleado y había puesto en su camino a Melisenda pero, al recordar que no dejaba de ser un proscrito, poco le duró la felicidad que sentía. Si sir Martin o lord Slayton llegaban a enterarse de que Nicholas Hook seguía con vida y que estaba en Inglaterra, lo más probable es que lo reclamasen y lo ahorcasen.

—Vamos a ver cómo eres de rápido —le propuso Venables.

Hook dispuso otro puñado de flechas en el verde, y recordó la noche de humo y gritos cuando hombres revestidos de reluciente metal habían empezado a entrar por la brecha de Soissons, la noche en que él había lanzado flechas sin parar, sin pensar, sin apuntar, dejando que el arco cumpliese su cometido. El arco nuevo era más sólido, más letal, pero igual de rápido. Sin pararse a pensarlo, aflojó los dedos; se hacía con una nueva flecha, la colocaba en la madera, alzaba el arco, tensaba la cuerda y disparaba. Una tras otra, las doce flechas que había en la hierba dieron en el blanco. Si un hombre hubiera mantenido abierta la palma de la mano en el centro de la diana, todas las flechas habrían ido a parar allí.

—Doce —gritó una voz jubilosa, a sus espaldas—, una flecha por cada uno de los doce apóstoles.

Hook se volvió y se encontró con un cura que no le quitaba los ojos de encima; era un hombre de cara redonda y simpática, bajo unos mechones de cabellos blancos, que llevaba una enorme bolsa de cuero en una mano, mientras con la otra sujetaba con fuerza a Melisenda por el codo.

—Usted debe de ser maese Hook, ¿verdad? —dijo el cura—. Soy el padre Ralph. ¿Me permite? —depositó la bolsa en el suelo, soltó el brazo de la muchacha y le pidió que le dejase el arco—. Si no le importa —le rogó—, de joven me gustaba el tiro con arco.

Hook le tendió el arco, y se quedó mirando mientras el padre Ralph trataba de tensar la cuerda. El cura era un hombre fornido, aunque tirando a grueso gracias a la buena vida, pero sólo pudo estirar la cuerda un palmo antes de que la madera se estremeciese a causa del esfuerzo.

—¡Ya no estoy tan en forma! —exclamó, al tiempo que le devolvía el arco y observaba cómo Hook, sin esforzarse demasiado, lo doblaba y lo descordaba—. Ya es hora de que hablemos un rato. Buenos días tenga usted también, sargento Venables. ¿Cómo está?

—¡Muy bien, padre, estupendamente! —contestó Venables, con una sonrisa, afirmando con la cabeza y llevándose una mano a la frente—. A no ser que el viento sople del este, la pierna no me molesta mucho.

—En ese caso, roguemos a Dios para que nos envíe sólo vientos procedentes del oeste —repuso el padre Ralph, alegremente—, ¡sólo vientos del oeste! ¡Vamos maese Hook! ¡Ponga un poco de luz en las tinieblas en que estoy sumido! ¡Ilumíneme!

Tras hacerse de nuevo con la bolsa, el cura condujo a Hook y Melisenda hasta unas estancias levantadas junto al lienzo de la muralla. Eligió un reducido aposento, revestido de madera tallada, donde había una mesa y dos sillas. El padre Ralph se empeñó en ir en busca de otra silla.

—¡Acomódense ustedes, tomen asiento! —les dijo.

Quería que le pusiesen al corriente de todo lo que había sucedido en Soissons. De modo que, en inglés y francés, Hook y Melisenda relataron de nuevo los hechos. Con todo lujo de detalles, describieron el asalto, las violaciones y los asesinatos, mientras escuchaban el incesante rasgueo de la pluma del padre Ralph. En la bolsa, llevaba pergaminos, un tintero y plumas de ave y, aunque hacía alguna pregunta de vez en cuando, escribía sin parar. Melisenda fue la que más habló; exasperada, recordaba los horrores vividos aquella noche.

—Hábleme de las monjas —le rogó el padre Ralph, al tiempo que agitó las manos, como si hubiera dicho una tontería, para repetir la misma pregunta en francés. Melisenda se mostraba cada vez mas indignada, y se sorprendió cuando el cura le rogó que guardase silencio un momento mientras transcribía aquel torrente de palabras.

Desde el exterior, les llegó el golpeteo de unos cascos y, al poco, el estrépito metálico de entrechocar de espadas. Mientras Melisenda relataba los hechos, Hook miró por la ventana abierta y observó a unos soldados haciendo prácticas en el mismo sitio donde había lanzado las flechas. Todos llevaban armadura; y éstas producían un sonido sordo cada vez que una espada las alcanzaba. Uno de ellos, que se distinguía de los otros por el color negro de su armadura, se enfrentaba al ataque de dos caballeros. Parecía defenderse bastante bien, aunque Hook tuvo la sensación de que sus dos contrincantes no se empleaban demasiado a fondo. Un grupo de hombres jaleaba los ejercicios.

Et gladius diaboli —leyó pausadamente el padre Ralph en voz alta, mientras acababa de escribir una frase—repletus est sanguine. ¡Muy bien! ¡Así está perfecto!

—Eso que ha dicho, ¿era latín, padre? —preguntó Hook.

—¡Pues sí! ¡Claro que sí! ¡Latín, la lengua de Dios! ¿O hablará en hebreo? Me imagino que sí, lo que no debe poner las cosas fáciles en el cielo. ¿Tendremos que aprender hebreo? Tal vez, cuando lleguemos a los pastos celestiales, todos dominemos esa lengua a la perfección. En fin, lo que estaba escribiendo es que la espada del diablo se tiñó de sangre —dijo el padre Ralph, haciendo un gesto de asentimiento, antes de indicarle a Melisenda que podía continuar. Y siguió escribiendo: la pluma parecía volar por encima del pergamino. Desde el exterior, les llegaron las sonoras carcajadas de otros hombres. Otros dos caballeros estaban luchando y sus espadas refulgían a la luz del sol—. ¿Os preguntáis —comentó el padre Ralph cuando hubo terminado otra página— cuál es la razón de que transcriba en latín lo que me estáis contando?

—Sí, padre.

—¡Así toda la Cristiandad se enterará de lo que hacen los franceses, esos diablos sanguinarios! Cien veces copiaremos el contenido de este texto y lo haremos llegar a todos los obispos, abades, reyes y príncipes de la Cristiandad. ¡Que todo el mundo sepa de verdad lo que pasó en Soissons! ¡Que tengan conocimiento del trato que dan los franceses a sus compatriotas! ¡Que sepan que el diablo ha aposentado sus reales en Francia! —les aclaró, ufano.

—En efecto, allí está la morada de Satán, y habrá que desalojarlo como sea —increpó una voz áspera, que Hook escuchó a sus espaldas.

Se volvió en su asiento, y vio al hombre de la armadura negra en el umbral de la estancia. Se había quitado el yelmo y en sus cabellos castaños, apelmazados por el sudor, se advertía la marca del morrión. Era un hombre joven, cuyo rostro no le resultaba desconocido. Hook no acertaba a ponerle nombre, hasta que reparó en la profunda cicatriz junto a la nariz alargada y, a punto de derribar la silla, se precipitó a postrarse ante él. El corazón se le salía del pecho: tenía tanto miedo como cuando estaba pendiente de que comenzase el ataque en la brecha de Soissons. El rey. No podía pensar en nada más. Estaba en presencia del rey.

Con gesto atropellado, Enrique le hizo una seña para que se levantase, pero el arquero estaba demasiado conturbado como para acceder a sus deseos. El rey se fue hasta el hueco que quedaba entre la mesa y el muro, y echó una ojeada a lo que había escrito el padre Ralph.

—No es que sepa mucho latín —comentó el rey—, pero creo que el asunto está meridianamente claro.

—Corrobora todos los rumores que habíamos oído, majestad —contestó el cura.

—¿Sobre sir Roger Pallaire?

—Muerto a manos de este joven, majestad —añadió el clérigo, señalando a Hook.

—Era un traidor —dijo el rey, con frialdad—. Tenemos la confirmación de nuestros espías en Francia.

—Ya estará profiriendo alaridos en el infierno, majestad —continuó el padre Ralph—; sus lamentos no cesarán ni al final de los tiempos.

—Muy bien —repuso Enrique, cortante, mientras repasaba los pergaminos—. ¿Monjas? ¿No irá a decirme…?

—Así es, majestad —aseveró el clérigo—. Las esposas de Cristo, violadas y asesinadas. Apartadas por la fuerza de sus rezos y convertidas en objetos de placer. Ya teníamos noticias de tales desmanes, y no podíamos dar crédito a lo que nos contaban. Pero esta joven nos lo ha confirmado.

El rey se quedó mirando a Melisenda, quien, al igual que Hook, temblando de pies a cabeza, se puso de rodillas al instante.

—Ponte en pie —le dijo el rey, que volvió la vista al crucifijo que colgaba en la pared, con el ceño fruncido y mordiéndose el labio inferior—. ¿Cómo puede permitir Dios una cosa así, padre? —preguntó, con una voz que reflejaba tanto el dolor como la confusión que padecía—. ¡Unas pobres monjas! ¡Dios tendría que haberlas protegido, tendría que haber enviado a sus ángeles en su ayuda!

—Quizá Dios quería que su destino fuera un aviso para nosotros —aventuró el padre Ralph.

—¿Qué clase de señal?

—Una muestra de la iniquidad de los franceses, majestad, y de lo bien fundado de vuestras pretensiones a ceñir la corona de ese desdichado reino.

—Habré de ser yo, pues, quien vengue a esas monjas —concluyó Enrique.

—Innumerables son vuestras obligaciones, majestad —añadió el cura, con humildad—, pero, desde luego, ésta es una de ellas.

Tamborileando en la mesa con los dedos cubiertos por el guantelete, Enrique observó a Hook y a Melisenda. El arquero se atrevió a alzar los ojos y, para su sorpresa, tuvo ocasión de contemplar la angustia que revelaba el rostro alargado del rey. Siempre había pensado que un rey estaba por encima de las preocupaciones diarias, más allá del bien y del mal. Sin embargo, el rey estaba apesadumbrado: trataba de discernir la voluntad de Dios.

—¿Así que es cierto lo que dicen estos dos? —preguntó Enrique, sin apartar los ojos de ellos.

—Pondría la mano en el fuego, majestad —repuso el padre Ralph, con afecto.

Con gesto impasible, el rey miró de nuevo a Melisenda; luego, clavó su fría mirada en Hook.

—¿Por qué sólo habéis sobrevivido vosotros dos? —preguntó, de repente, con altivez.

—Yo no dejé de rezar, majestad —dijo Hook, con humildad.

—¿Acaso los demás no lo hacían? —replicó el rey, con acritud.

—Algunos sí, majestad.

—Pero Dios se dignó atender tus plegarias.

—Rezaba a san Crispiniano, majestad —dijo Hook, que titubeó un momento, antes de proseguir—: El santo me hablaba.

Se hizo el silencio de nuevo. En el exterior, graznaba un cuervo; del recinto de la Torre llegaba el tintineo de espadas que entrechocaban. En ese instante, el rey de Inglaterra tendió la mano envuelta en el guantelete y obligó a Hook a levantar la cara para mirarle directamente a los ojos.

—¿Dices que el santo hablaba contigo? —le preguntó.

El arquero vaciló un momento. Tenía el corazón en un puño. Pero prefirió decir toda la verdad, por sorprendente que pudiera parecer.

—San Crispiniano me hablaba, majestad —dijo—; oía su voz en mi cabeza.

El rey clavó los ojos en el arquero. El padre Ralph entreabrió la boca como si fuese a decir algo, pero el guantelete que cubría la mano regia le exigió silencio, mientras Enrique, rey de Inglaterra, le observaba de tal manera que Hook notó que el pánico le subía por la espina dorsal como una fría serpiente.

—Hace calor aquí —dijo el rey, de repente—. Ven, vamos a hablar afuera.

En un primer momento, Hook pensó que el rey se refería al padre Ralph. Pero no: el rey quería hablar con él. Y así fue cómo Nicholas Hook echó a andar al lado de su rey en aquella tarde soleada. La armadura de Enrique chirriaba levemente por el roce con el cuero lustrado que llevaba debajo. Nada más salir, se le acercaron los caballeros de su séquito, pero él los despidió con un gesto.

—Cuéntame cómo hablaba Crispiniano contigo —le espetó Enrique.

Hook le refirió cómo se le habían aparecido los dos santos y habían hablado con él, aunque más afable se había mostrado Crispiniano. Sintió vergüenza al relatar las conversaciones que había mantenido, pero Enrique le creyó a pies juntillas. Se detuvo y miró de frente a Hook. El arquero le sacaba media cabeza, así que el rey tuvo que alzar la vista para mirarle a la cara: lo que vio en ella reflejado le dejó más que satisfecho.

—Me gustaría que los santos hablasen conmigo —comentó, con cierta melancolía—. Tiene que haber alguna razón para que hayas salido con bien de ésta —concluyó.

—No soy más que un guardabosques, majestad —dijo Hook, apurado. A punto estuvo de decirle toda la verdad, que también era un proscrito; pero, por prudencia, se mordió la lengua.

—No; eres un arquero —replicó el rey—, que recibiste el auxilio de esos santos en nuestro reino de Francia. Eres un instrumento de Dios.

Sin saber qué responder, Hook calló la boca.

—Dios me otorgó los tronos de Inglaterra y Francia —continuó el rey, con aspereza— y, si tal es su voluntad, recuperaré el trono de Francia —apretando el puño derecho de repente—. Si tal fuera nuestra decisión —prosiguió—, me gustaría contar con hombres que gocen de la protección de los santos franceses. ¿Eres bueno como arquero?

—Creo que sí, majestad —repuso Hook, tímidamente.

—¡Venables! —gritó el rey; el sargento se acercó cojeando a toda prisa por el césped, y se arrodilló—. ¿Qué tal lo hace? —le preguntó Enrique.

—Es de lo mejor que he visto, majestad, tan bueno como el hombre que os clavó la flecha en la cara —contestó Venables, con gesto afable.

Al rey le caía bien Venables porque, al escuchar aquella pequeña insolencia, esbozó una sonrisa antes de llevarse un dedo enfundado en hierro a la honda cicatriz que tenía junto a la nariz.

—Si hubiese disparado más fuerte, Venables, ahora serías súbdito de otro rey.

—Dios hizo algo grande ese día, majestad, al manteneros con vida, y hemos de darle gracias por su misericordia.

—Amén —contestó Enrique, dirigiendo una fugaz sonrisa a Hook—. La flecha fue a estrellarse contra el yelmo, que amortiguó el golpe, pero aun así se clavó dentro —le explicó.

—Si hubierais tenido la visera calada, majestad… —le reconvino Venables.

—En la batalla, los soldados tienen que ver la cara de su príncipe —aseveró Enrique, para añadir, volviéndose a Hook—: Te asignaremos a un caballero.

—Soy un proscrito, señor, quiero decir, majestad —le espetó Hook, incapaz de ocultar la verdad por más tiempo.

—¿Proscrito? —inquirió el rey, de mal talante—. ¿Qué delito cometiste?

—Pegué a un cura, majestad —dijo Hook, postrado de nuevo.

El rey guardó silencio. Hook, temeroso del castigo que pudiera caerle encima, no se atrevía a levantar los ojos. De improviso, el rey se llevó la mano a la cabeza.

—Si te he entendido bien, san Crispiniano ya te ha concedido el perdón por tu lamentable error. ¿Quién soy yo, pues, para condenarte? En mi reino, un hombre es lo que yo decido que sea —continuó Enrique, alzando la voz—, y te digo que eres arquero y que entrarás al servicio de un caballero.

No dijo nada más. Fue al encuentro de su séquito, y Hook respiró hondo.

Torcido por el dolor que sentía en la pierna mala, el sargento Venables se acercó a él y le dijo:

—Habéis estado hablando un buen rato.

—Así es, sargento.

—Al contrario que su padre, disfruta de estos momentos. Su padre era un personaje siniestro, pero nuestro Hal nunca se cree tan superior como para no intercambiar un par de frases con gentuza del pueblo, como tú o como yo —añadió, con cariño—. Así que piensa ponerte a las órdenes de alguien…

—Eso ha dicho.

—Esperemos que no sea sir John.

—¿Sir John?

—Un hijo de puta que está loco y, por si fuera poco, es malo —le aseguró Venables—. ¡Sir John te habría quitado de en medio desde el primer momento! —afirmó, para indicarle con la mano las casas que se alzaban junto al lienzo de la muralla—. El padre Ralph te espera.

El cura le hacía señas desde la puerta. Hook regresó a su lado para acabar de contarle sus peripecias.

—¡Por el amor de Dios, ya está bien de aspavientos! ¡Pelea, pelea de verdad, no como una gallina clueca! —bramaba sir John Cornewaille a Hook.

La espada se le vino encima de nuevo y le pasó rozando la cintura; en esa ocasión, sin embargo, Hook se las arregló para parar el golpe con su arma pero, al hacerlo, se inclinó hacia delante para retroceder de inmediato gracias al puñetazo que, con la mano enfundada en el guantelete, le propinó sir John.

—¡Ven a por mí —le incitaba el caballero—, atácame, tírame al suelo y acaba conmigo!

En lugar de eso, Hook dio un paso atrás, y empuñó la espada, preparado para encajar la siguiente estocada de sir John.

—Pero, en nombre de Dios, ¿se puede saber qué te pasa? —gritaba el caballero, furioso—. ¿Te ha dejado sin fuerzas la puta francesa con la que te acuestas, esa sarnosa sin tetas, tan lisa como una tabla, ese saco de huesos? ¡Por el amor de Cristo, chaval, búscate una mujer como Dios manda! Goddington —gritó sir John a su centenar—, ¿por qué no despatarras a esa puta de piernas de palillo y compruebas si es posible tirársela?

Hook se encendió de ira, una nube roja de rabia lo cegó y atacó a sir John con denuedo, pero el caballero se echó a un lado con agilidad, hizo un molinete con la espada y alcanzó a Hook en la nuca con el canto de la hoja. Hook se volvió lanzando tajos a sir John, que paró todos con facilidad. Aunque llevaba armadura, el caballero se movía con la soltura de un bailarín, y arremetió contra Hook. Éste recordó lo que acababa de aprender, se echó a un lado y, recurriendo a su estatura y a su envergadura, se lanzó contra su adversario para hacerle perder el equilibrio, pensando que iba a tumbarlo en el suelo y machacarlo hasta destrozarlo. Pero lo que sintió fue un tremendo manotazo en la nuca, que le distorsionó la vista, como si el mundo rielase ante sus ojos; y un segundo testarazo de sir John, propinado con el pomo de la espada, lo arrojó de cara contra los primeros y desnudos rastrojos de aquel invierno.

Durante unos minutos, ni siquiera pudo escuchar con claridad lo que sir John le decía. La cabeza le daba vueltas y le dolía pero, a medida que volvía en sí, pudo oír algunas de las invectivas que le lanzaba.

—¡Puedes mostrarte bravo antes de la pelea, pero cuando luches, deja de lado tus malditos sentimientos, o la cólera acabará contigo! —vociferaba el caballero mientras le daba la vuelta—. En pie. Llevas la cota de malla sucia. Límpiala. La hoja de esa espada está herrumbrosa. Si antes de la puesta de sol de mañana sigue en las mismas condiciones, ordenaré que te azoten.

—No lo hará —le tranquilizó el centenar Goddington aquella noche—. Te golpeará, te hará algún rasguño, incluso te romperá los huesos, pero siempre se atendrá a las reglas del juego.

—Yo sí que voy a partirle los huesos —exclamó Hook, con ganas de tomarse la revancha.

—Un hombre, un hombre tan sólo ha sido capaz de estar a la altura de sir John en los últimos diez años —dijo Goddington, muerto de risa—. Ha ganado en todas las justas de Europa. No conseguirás tumbarlo, ni siquiera estarás en condiciones de hacerlo. Es un luchador nato.

—¡Es un hijo de puta! —respondió Hook.

Tenía sangre seca en la nuca. Melisenda bruñía la cota de malla, mientras él rascaba la hoja de la espada con una piedra para limpiar la herrumbre. Tanto la espada como la cota de malla se las había proporcionado sir John Cornewaille.

—Sólo trataba de sacarte de quicio, muchacho; no busques otras intenciones —le decía Goddington—. Insulta a todo el mundo, pero si eres de los suyos, y tú lo serás, ten por seguro que hará lo que sea por ti, y también por tu mujer.

Al día siguiente, Hook contempló cómo sir John derribaba al suelo a todos los arqueros, uno tras otro. Cuando le llegó el turno, se las compuso para asestar unas cuantas estocadas, antes de verse sorprendido, perder el equilibrio y caer al suelo. Sir John le volvió la espalda y se alejó de él, con un gesto de desdén en su rostro cubierto de cicatrices. Tanto desprecio llevó a Hook a ponerse en pie y a lanzar una salvaje y furiosa estocada, que sir John esquivó de nuevo antes de ponerle otra vez la zancadilla.

—Esa ira, Hook —rezongó el caballero—. Como no aprendas a controlarla, acabará contigo, y de nada me vale un arquero muerto. Lucha con frialdad, con entereza y con dureza, muchacho. ¡Usa la cabeza! —para sorpresa de Hook le tendió la mano y le ayudó a levantarse—. ¡Eres rápido, Hook! ¡Muy rápido! —añadió—. Es una ventaja.

Aunque sir John aparentaba unos cuarenta años, en la lucha, seguía siendo el contendiente más temido de Europa. Era un hombre fornido, de pecho formidable y piernas estevadas, de tantos años a caballo. Tenía los ojos más azules que Hook había visto en su vida, mientras que su cara ancha, con la nariz rota, conservaba las cicatrices de todas las reyertas en que había participado, ya fuera contra rebeldes o franceses, pendencieros de taberna a rivales en torneos y justas. Previendo la posibilidad de entrar en guerra con Francia, reclutaba una compañía de arqueros y soldados aunque, a sus ojos, en bien poco se diferenciaban.

—¡Somos una compañía! —gritaba a los arqueros—. ¡Arqueros y soldados juntos, codo con codo! ¡Nadie que hiera a uno de los nuestros se irá de rositas! —para volverse y, clavándole a Hook en el pecho un dedo enfundado en metal, añadir—: Ya eres de los nuestros, Hook. Dale un capote, Goddington.

Peter Goddington le proporcionó una sobrevesta de lino blanco con las armas de sir John, un león rojo rampante, con una estrella dorada en la cruz y una corona, también dorada, sobre su fiero rostro.

—Bienvenido a la compañía —dijo sir John—, y a tus nuevas obligaciones. ¿Qué tienes que hacer, Hook?

—Ponerme a vuestro servicio, sir John.

—No; ya tengo criados para tales menesteres. Tu tarea, Hook, consiste en sacar de este mundo a todo aquél que me incomode. ¿En qué consisten tus obligaciones, Hook?

—En sacar de este mundo a todo aquél que os incomode, sir John.

Por lo visto, la mayor parte de este mundo era objeto de tamaña empresa. Sir John Cornewaille veneraba a su rey; adoraba a su esposa, mayor que él y tía del rey; idolatraba a las mujeres, tenía un montón de hijos bastardos, y defendía a sus hombres a capa y espada; el resto de la humanidad era pura escoria que sólo merecía la muerte. Toleraba a sus paisanos ingleses, aunque, en su opinión, los galeses eran unos enanos tontos del culo; los escoceses, unos rastreros lameculos, y los franceses, una mierda pinchada en un palo.

—¿Sabes lo que tienes que hacer con esos mierdas?

—Matarlos, sir John.

—Acercarte a ellos y matarlos —le corrigió el caballero—, que huelan tu aliento mientras mueren, que vean cómo sonríes mientras los destripas. Primero, los malhieres, Hook; luego, los matas. ¿No le parece un buen método, padre?

—Vuestras palabras suenan a música celestial, sir John —dijo el padre Christopher, con dulzura. Era el confesor de sir John y, al igual que los arqueros allí reunidos, vestía cota de malla, calzaba botas altas y portaba un casco ajustado; nada indicaba que fuese cura: de habérsele notado, no estaría a las órdenes de sir John, que sólo quería soldados a su alrededor.

—No sois arqueros —bufaba sir John ante los arqueros agrupados en el campo invernal—. Dispararéis vuestras flechas hasta que esos malditos hijos de puta se os echen encima. En ese momento, los mataréis como si fuerais soldados. Si sólo sabéis lanzar flechas, para mí estáis de sobra. Quiero que estéis tan cerca de ellos que oláis los pedos que se tiren al morir. Hook, ¿has matado alguna vez a un hombre a quien tuvieras tan cerca que podrías haberle dado un beso?

—Sí, sir John.

—Cuéntame cómo fue la última vez, cómo lo hiciste —le pidió el caballero, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Con un cuchillo, sir John.

—He dicho cómo, no con qué; quiero saber cómo lo hiciste.

—Le rajé la barriga, sir John —respondió Hook—, de abajo arriba.

—¿Te manchaste la mano, Hook?

—La saqué empapada, sir John.

—¿De sangre francesa, eh?

—Era un caballero inglés, sir John.

—¡Malditos sean tus cojones, Hook, pero eres adorable! —exclamó sir John—. ¡Eso es lo que tenéis que hacer! —les gritó a los arqueros—. Les rajáis la barriga, les claváis dagas en los ojos, les rebanáis el cuello, les cortáis los cojones, les metéis las espadas por el culo hasta que les salgan por la garganta, les partís el hígado en dos y les ensartáis por los riñones, lo que sea, con tal de que acabéis con ellos. ¿Da usted su beneplácito, padre Christopher?

—Ni siquiera nuestro señor y salvador nuestro lo habría expresado con elocuencia tan florida, sir John.

—¡Es posible que el año que viene entremos en guerra! —añadió vibrante, sin apartar los ojos de los arqueros—. Nuestro rey, que Dios le bendiga, es el legítimo rey de Francia, pero los franceses no reconocen su derecho a acceder al trono y, si Dios acata sus propios designios, ¡invadiremos Francia! Cuando tal acontecimiento se produzca, ¡estaremos preparados!

Nadie sabía a ciencia cierta si habría guerra o no. Los franceses enviaron embajadores al rey Enrique, quien, a su vez, despachó emisarios a Francia. En Inglaterra, todo eran rumores, tan persistentes como las lluvias invernales que arrastra el viento del oeste. Sir John, no obstante, confiaba en que habría guerra y, al igual que muchos otros nobles, firmó un compromiso con el rey, por el que se obligaba a prestar ayuda al monarca con treinta jinetes y noventa arqueros durante doce meses; en contrapartida, el rey se haría cargo de la soldada de sir John y su mesnada durante ese período de tiempo. El contrato quedó rubricado en Londres, y Hook formaba parte del séquito de diez hombres que acompañaron al caballero hasta Westminster, donde sir John extendió su firma y estampó el león de su sello en una gota de lacre. Un funcionario aguardó a que la cera se solidificase y, con mucho cuidado, rasgó a la larga y al buen tuntún el documento con un puñal, dividiéndolo en dos trozos desiguales; guardó uno de ellos en una bolsa de tela blanca, y el otro se lo entregó a sir John. De este modo, si alguien ponía en duda la validez del documento, podrían unirse de nuevo los dos trozos, de forma que ninguna de las dos partes firmantes pudiera falsificarlo sin que semejante amaño no saltase a la vista.

—El tesorero os adelantará algún dinero, sir John —le explicó el funcionario.

El rey estaba reuniendo cuanto podía mediante exacciones, empréstitos y hasta empeñando sus joyas.

Sir John recibió un talego de monedas, y otro que contenía diversas joyas, un broche de oro y una caja de plata maciza. Como la cantidad no alcanzaba para reclutar más hombres y comprar las armas y caballos que necesitaba, apalabró un préstamo con un banquero italiano de Londres.

Había que comprar hombres, caballos, armaduras y armas. Sólo los pajes, escuderos y criados de sir John necesitaban más de cincuenta caballerías. Se daba por sentado que cada jinete dispusiese de tres corceles cuando menos, incluido uno especialmente adiestrado para la guerra. Pero sir John quería que los arqueros también tuviesen su propia montura. También hacía falta heno, y había que comprarlo hasta que las lluvias primaverales verdearan los campos. Los caballeros habían de disponer de armas y armadura propias y, además, sir John también encargó un centenar de lanzas cortas para los soldados de a pie. Por otra parte, procuró a sus noventa arqueros cotas de malla, cascos, buenas botas y armas de las que servirse en las distancias cortas, cuando los arcos ya no resultaran de utilidad.

—Vuestros enemigos llevarán armadura de hierro, y de poco os valdrán las espadas. ¡Echad mano de los hachones y tumbadlos en el suelo! ¡Ponedles la rodilla encima a esos cabrones, levantadles la visera y clavadles un cuchillo entre los jodidos ojos!

—A menos que penséis que son ricos —concluyó el padre Christopher, con voz melosa. El cura, el hombre de más edad de la compañía, con más de cuarenta años a sus espaldas, era un hombre de cara redonda y alegre, sonrisa equívoca, cabellos grises y una mirada tan curiosa como maliciosa.

—Eso es; a menos que esa mierda de lameculos sea rico —convino sir John—, en ese caso, lo haréis prisionero, ¡y yo me haré rico a mi vez!

El caballero principal encargó un centenar de hachones para los arqueros. Hook, que sabía trabajar la madera, ayudó a tallar los largos mangos de fresno, mientras los herreros ponían a punto las cabezas metálicas. A un lado, las cabezas llevaban una pesada maza, reforzada con plomo, lo bastante fuerte como para abollar una armadura de metal o, cuando menos, hacer que un jinete perdiese el equilibrio. El lado opuesto era un hacha que, en manos de un arquero, podía partir en dos un yelmo, como si de un pergamino se tratase, y que culminaba en un pincho fino, capaz de atravesar las ranuras de la visera. El extremo superior estaba revestido de hierro para que los enemigos no pudiesen cortar el mango.

—Magníficas —dijo sir John, cuando le presentaron las primeras armas, mientras acariciaba el mango recubierto de hierro como si de femeninas curvas se tratase—, simplemente magníficas.

A finales de la primavera, Dios acató sus propios designios y convenció al rey Enrique de que había que invadir Francia. Por caminos bordeados del blanco esplendor de espinos en flor, la compañía de sir John se dirigió al sur. Sir John estaba encantado, exultante, ante la perspectiva de ir a la guerra. Seguido por sus pajes, un escudero y el portaestandarte, que cargaba con la banderola del león rojo con la corona y la estrella doradas, marchaba al frente de la comitiva. Tras los hombres, tres carromatos, cargados de provisiones, lanzas cortas, armaduras, arcos de repuesto y haces de flechas, cerraban la comitiva. La senda que habían emprendido discurría flanqueada de bosques henchidos de farolillos y campos donde el primer heno del año acababa de ser segado y puesto a secar en largas hileras. En los prados, los corderitos recién nacidos, tan diminutos, parecían indefensos. Por el camino, se les unieron otras mesnadas comandadas por caballeros que lucían desconocidas libreas. Todos se dirigían al sur, donde el rey había convocado a los gentilhombres que habían rubricado los documentos cortados de forma irregular. Hook se percató de que la mayoría de los jinetes eran arqueros, tantos que triplicaban a los caballeros en número. Cada uno cargaba con su propio arco largo embutido en una funda de piel.

Hook estaba encantado de formar parte de la mesnada de sir John. Peter Goddington, el centenar, era un hombre justo: exigente con los mediocres, pero volcado con quienes compartían su sueño de formar la mejor compañía de arqueros del reino. Su segundo, Thomas Evelgold, era tan mayor como el propio Goddington: casi llegaba a los treinta, un hombre hosco, más timorato que el centenar, pero que ayudaba cuanto podía a los arqueros más jóvenes. Hook había hecho buenas migas con algunos de ellos, como los gemelos Thomas y Matthew Scarlet, un año más jóvenes que Hook, y Will of the Dale, quien, con sus imitaciones de sir John, conseguía que toda la compañía se desternillase. Los cuatro bebían juntos, comían juntos, se divertían juntos y se entrenaban juntos, aunque todos los arqueros reconocían que Nicholas Hook era el mejor. Se habían ejercitado con las armas durante todo el invierno, iban camino de Francia y Dios estaba de su parte. Al menos, eso les había asegurado el padre Christopher durante el sermón que les endilgó el día antes de ponerse en camino.

—El litigio que enfrenta a nuestro señor el rey con los franceses es justo —les dijo, en un tono mucho más serio de lo habitual—, y Dios se pondrá de su lado. Vamos a enmendar un entuerto, ¡y las legiones celestiales estarán con nosotros!

Hook no entendía nada de tamaña ofensa, salvo que en el antiguo linaje del que descendía el rey había habido un matrimonio que le otorgaba a Enrique el derecho a ocupar el trono francés. Que fuera rey de pleno derecho o no, no le preocupaba lo más mínimo. Estaba encantado de lucir la sobrevesta con el león y la estrella de Cornewaille.

Igual que estaba feliz de que Melisenda figurase entre las mujeres elegidas para ir con la compañía. Montaba una yegua pequeña, de patas finas, que había pertenecido a la esposa de sir John, hermana del rey anterior, y cabalgaba bien.

—Ha de haber mujeres entre nosotros —les había encarecido sir John.

—Loado sea Dios en su misericordia —musitó el padre Christopher.

—¡No sabemos lavar, ni coser, ni cocinar! —les aseguraba sir John—. Hemos de llevar mujeres con nosotros: son objetos muy útiles. ¡No vamos a ser como esos franceses, follándose entre ellos, cuando no encuentran una oveja a mano! ¡Así que las mujeres vendrán con nosotros!

El noble disfrutaba de la compañía de Melisenda mientras cabalgaban. Charlaban en francés y la hacía reír.

—Lo cierto es que no odia a los franceses —le comentó Melisenda a Hook la noche en que llegaron a las proximidades de una ciudad donde se alzaba una enorme abadía.

La campana del convento llamaba a los fieles a la oración, pero Hook no se movió de donde estaba. Se había sentado junto a Melisenda a orillas de un riachuelo que discurría plácidamente entre lozanos prados. Al otro lado del río, dos campos más allá, otra compañía de jinetes y arqueros plantaba el campamento. Ya estaban prendidas las hogueras de la mesnada de sir John, esparciendo el humo entre los árboles, hasta la lejana torre de la abadía.

—Lo que le encanta es decir barbaridades de los franceses —acabó por decir Melisenda.

—Y de todo el mundo.

—En el fondo, es buena gente —continuó Melisenda, reclinándose para apoyar la cabeza en el pecho del muchacho. De pie, apenas le llegaba a los hombros. A Hook le encantaba su aspecto tan frágil, pero sabía que sólo lo era en apariencia: había comprendido que tenía la recia flexibilidad de una albura, y que, como el arco que obedece a la cuerda y permanece curvado aunque no dispare la flecha, defendía su forma de ver las cosas hasta el final. Le encantaba esa manera de ser de ella, y temía las consecuencias que pudiera acarrearle.

—A lo mejor, no tenías que haber venido —comentó Hook.

—¿Por qué? ¿Porque es una empresa peligrosa?

—Sí.

—Creo que más vale ser francesa en Francia que inglesa —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Si capturan a Alice o a Matilda —sus mejores amigas—, las violarán.

—¿Y a ti no? —se interesó Hook.

Melisenda guardó silencio durante un rato; quizá pensaba en Soissons.

—Quiero ir —dijo, al fin.

—¿Por qué?

—Para estar a tu lado —replicó, como si su respuesta no necesitase de mayores explicaciones—. ¿Qué hace un centenar?

—¿Te refieres a un hombre como Peter Goddington? Es quien está al frente de los arqueros.

—¿Y un ventenar?

—Un centenar es el jefe de todos los arqueros, un centenar de hombres quizá. Un ventenar es quien está al frente de un pelotón, de unos veinte arqueros. Los dos tienen el grado de sargento.

Melisenda se quedo pensativa un instante, y dijo:

—Tú deberías ser ventenar, Nick.

Hook esbozó una sonrisa, pero no dijo nada. El río parecía de cristal; discurría sobre un lecho arenoso en donde, plácidamente, se mecían ranúnculos y mastuerzos. Revoloteaban ya las primeras moscas y, de vez en cuando, un chapoteo delataba la presencia de una trucha que se cebaba. Dos cisnes con cuatro crías se deslizaban por la otra orilla y, mientras Hook los miraba, observó una sombra que se agitaba no lejos de la superficie.

—No te muevas —le advirtió a Melisenda, mientras con sigilo descolgaba del hombro el arco enfundado.

—Sir John conoce a mi padre —comentó la joven de repente.

—¿De veras? —repuso Hook, poniendo voz de sorpresa, mientras desataba la funda y, en silencio, sacaba el arco.

—Ghillebert —Melisenda pronunció su nombre lentamente, como si no le resultase familiar—. El Seigneur de Lanferelle.

En Francia, el padre Michel le había dicho que el padre de Melisenda era el Seigneur d'Enfer, y pensó que le habría entendido mal en aquella ocasión.

—Así que es un caballero principal —comentó.

—Los señores tienen muchos hijos —dijo Melisenda—, et je suis une bâtarde.

Hook no dijo nada. Apoyó el arco contra el tronco de un fresno, y curvó la madera de tejo para sujetar la cuerda al extremo superior.

—Soy una bastarda —continuó Melisenda, con tristeza—; por eso me llevaron al convento.

—Para ocultarte.

—Y para ponerme a salvo, creo. Le dio dinero a la abadesa, a cambio de un lecho y que me diesen de comer. Dijo que allí no correría peligro.

—¿Así que estarías segura a cambio de convertirte en criada?

—Mi madre era una sirvienta, ¿por qué no habría de serlo yo? Algún día sería monja.

—No eres una fregona —replicó Hook—, eres la hija de un gentilhombre.

Sacó una flecha de la aljaba, eligiendo una cuya cabeza terminase en una punta afilada, larga y pesada. Sostuvo el arco en horizontal en el regazo, colocó la flecha en la albura y ajustó las plumas del extremo posterior en la cuerda. La sombra se agitó de nuevo.

—¿Hasta qué punto llegaste a conocer a tu padre? —le preguntó Hook.

—Sólo llegué a verlo un par de veces en mi vida —dijo Melisenda—. La primera cuando era pequeña, y no me acuerdo muy bien; la última, antes de entrar en el convento. Me caía bien. —Hizo una pausa para encontrar las palabras más adecuadas en inglés—. Al principio, me caía bien.

—¿Y tú a él? —le preguntó Hook, pensando en otra cosa, más interesado en aquella sombra que en lo que le contaba Melisenda. Estaba tensando el arco, manteniéndolo en horizontal, sin decidirse a ponerlo en vertical por miedo de que el movimiento hiciese huir a la sombra río arriba.

—Era tan… —se calló de nuevo, en busca de la palabra adecuada— beau. Era alto, y lucía una preciosa divisa, un sol amarillo del que salían rayos dorados; encima del sol, la cabeza de…

—Un águila —le interrumpió Hook.

Un fauçon —le corrigió Melisenda.

—Sea, un halcón —replicó Hook, acordándose del hombre de largos cabellos que había contemplado cómo asesinaban a los arqueros en la explanada de Saint-Antoine-le-Petit—. Estaba en Soissons —añadió, con aspereza. Había dejado el arco a medio tensar. La sombra vagaba sin rumbo por la superficie del agua, y pensó que desaparecería río abajo; luego, sacudió la cola y apareció en la orilla opuesta.

—¿Que estaba en la ciudadela? —dijo Melisenda, mirando a Hook.

—Largos cabellos negros —repuso el arquero.

—¡No lo vi!

—Tenías la cabeza apoyada en mi hombro casi todo el tiempo —añadió Hook—, no querías verlo: torturaban a los hombres, les sacaban los ojos, los castraban.

Melisenda se quedó callada durante un buen rato. Hook alzó levemente el arco.

—A mi padre también le llamaban le Seigneur d'Enfer —dijo la muchacha, en voz baja.

—Eso me habían dicho —contestó Hook.

Le Seigneur d'Enfer, el Señor del Infierno —continuó Melisenda—, porque Lanferelle suena parecido a l'enfer, que significa infierno, o quizá sea por la ferocidad de que da muestras en combate. Desde luego, son muchos los hombres que ha mandado al infierno, y al cielo también, supongo.

Por encima del río, unas golondrinas surcaron rápidamente el aire. Con el rabillo del ojo, Hook observó el reluciente chapoteo azulado de un martín pescador. Tensó más la cuerda, aunque no hasta el final porque se lo impedía el liviano cuerpo de Melisenda. Incluso a la mitad de su potencia, un arco largo de guerra era un arma pavorosa.

—No es un mal hombre —comentó Melisenda, como si tratase de convencerse a sí misma de lo que decía.

—No pareces muy segura —repuso Hook.

—Es mi padre.

—El mismo que te encerró en el convento.

—¡No quería ir! —replicó con firmeza—. ¡Se lo dije! ¡No quiero, no quiero!

—¿Así que no querías ser monja? —contestó Hook, con una sonrisa.

—Conocía a las hermanas. Iba con mi madre, y les llevábamos —se detuvo para pensar los términos adecuados en inglés, pero no los sabía, así que, encogiéndose de hombros, continuó en francés— les prunes de damas, abricots et coings. No sé cómo se dice en inglés. ¿Fruta? Eso es, les llevábamos fruta, pero siempre se mostraban rudas y poco cariñosas con nosotras.

—Pero tu padre te metió en el convento —insistió Hook.

—Me explicó que así rezaría por él, como era mi obligación. Pero, ¿sabes cuáles eran mis plegarias? Imploraba que llegase el día en que, a lomos de su enorme montura, apareciese a las puertas del convento y me sacase de allí —afirmó con un deje de melancolía.

—¿Ésa es la razón de que quieras ir a Francia?

—No —negó con la cabeza—; es que quiero estar a tu lado.

—Seguro que a tu padre no le voy a caer bien.

—¿Por qué habría de volver a cruzarse en nuestro camino? —repuso la joven, encogiendo los hombros.

Hook apuntó justo por debajo de la sombra, sin fijarse en el objetivo. Sólo podía pensar en el hombre alto, de largos cabellos negros, que no había hecho nada para poner fin a aquel suplicio, a tanta agonía. Sólo pensaba en el Señor del Infierno.

—¡Ahí va la cena! —exclamó de improviso, soltando la cuerda.

Con sus blancas plumas relucientes al sol del atardecer, la flecha se separó de la cuerda, se hundió en el agua y se oyó un repentino revuelo, un torbellino agitado que sacó la presa a la superficie. Cuando Hook se metió en el agua, el pez seguía debatiéndose.

Un lucio estaba ensartado en la flecha, que había ido a clavarse en la otra orilla del río. Hook tuvo que dar un buen tirón para liberar el astil. Volvió con el pescado, que se retorcía tratando de morderle en la mano. Una vez al otro lado del río, le propinó un fuerte golpe con la empuñadura del cuchillo y el enorme pez murió al instante. Era casi tan largo como su arco, un enorme y oscuro depredador, con unos dientes que infundían pavor.

¡Un brochet!—gritó Melisenda, encantada.

—Un lucio, un pez de excelente carne —dijo Hook. Se lo comieron allí mismo, en la orilla, y arrojaron los restos al río.

Al día siguiente, sir John envió al oeste un contingente de jinetes y arqueros para que comprasen cereal, guisantes secos y carne ahumada, y encargó a Hook el más sencillo de los cometidos: quedarse en una aldea a los pies de las colinas y vigilar los costales y los toneles que, apilados en una carreta, habían dejado frente a una taberna llamada El Ratón y el Queso. Soltaron los dos caballos de tiro en el prado comunal. En el exterior, sobre una mesa, reposaban el arco de Hook, descordado, y una jarra de cerveza que el tabernero le había sacado. Encaramado en la carreta, el arquero golpeaba la harina de un tonel. Con camisola, calzas y botas, el padre Christopher, distraído, daba vueltas por allí, haciendo caricias a los gatos y bromeando con las mujeres que lavaban ropa en la acequia que bordeaba la única calle de la aldea. Al cabo de un rato, regresó a la taberna y dejó una bolsa pequeña de monedas de plata encima de la mesa. En eso consistía su trabajo, en pagar las provisiones que cualquier campesino o aldeano quisiese venderles.

—¿Por qué das esos golpes a la harina, joven Hook? —le preguntó el cura.

—Para que quede bien prieta, padre. ¡Sal, avellanas y harina!

—¿Estás mezclando la sal con la harina? —quiso saber el padre Christopher, con evidente gesto de disgusto.

—En el fondo del tonel —le explicó Hook—, hay una capa de sal para que la harina se mantenga seca; añado las varas de avellano para que no se apelmace —mientras le mostraba unas cuantas que había cortado de un seto, ya deshojadas.

—¿Y da resultado?

—¡Claro que sí! ¿Nunca ha ido a buscar harina a un molino?

—Hook, soy un hombre al servicio de Dios —replicó, para añadir entre risas—: ¡Nosotros no nos dedicamos a esos menesteres!

Hook introdujo otro par de varas de avellano en el tonel, dio un paso atrás y se sacudió las manos.

—No ha quedado nada mal, no señor —dijo muy convencido, sin apartar los ojos de la harina.

El padre Christopher esbozó una sonrisa bonachona, se recostó en la silla y contempló los bosques bañados por el sol que, colina arriba, se alzaban sobre las techumbres de paja.

—¡Dios mío, adoro Inglaterra! ¿Por qué diablos le habrá dado al joven Hal por Francia?

—Porque es rey de Francia —contestó Hook.

—Eso reclama, muchacho, como muchos otros —respondió el padre Christopher, encogiéndose de hombros—. Si yo fuera rey de Inglaterra, jamás abandonaría esta tierra. ¿Es tuya esta cerveza?

—Sí, padre.

—En ese caso —dijo el cura—, sé un buen cristiano y permíteme que la comparta contigo —añadió alzando la jarra hacia Hook y dando un trago—. Lo único cierto es que vamos a Francia, ¡y venceremos!

—¿Seguro?

—Sólo Dios tiene respuesta para eso, Hook —dijo, pensativo, el padre Christopher—. Hay un montón de señores principales franceses. ¿Qué pasaría si, dejando aparte sus querellas, se uniesen para hacernos frente? Menos mal que contamos con artilugios como éste —comentó acariciando el arco de Hook—, y ellos no.

—¿Puedo hacerle una pregunta, padre? —dijo Hook, bajándose de la carreta y sentándose al lado del cura.

—Por Dios bendito, no me digas que quieres saber de qué lado está Dios.

—¡Fue usted quien nos dijo que estaba de nuestra parte!

—No te falta razón, Hook, lo hice. ¡Igual que hay millares de curas diciéndoles lo mismo a los franceses! —añadió el padre Christopher con una sonrisa—. Pero acepta un consejo clerical, Hook: confía más en la madera de tejo de tu arco que en lo que pueda decirte cualquier cura.

El arquero acarició el arco, sintiendo el untuoso sebo con que había embadurnado la madera.

—¿Qué me puede decir de san Crispiniano, padre?

—¡Vaya, vaya! Nos adentramos en cuestiones teológicas —repuso el padre Christopher, que se bebió lo que quedaba de la cerveza de Hook, y golpeó la jarra contra la mesa, dando a entender que quería un poco más—. No lo recuerdo muy bien. En Oxford, no fui un estudiante sobresaliente: me gustaban demasiado las mozas —dijo, con una sonrisa de oreja a oreja—. Había un lupanar donde todas las muchachas iban vestidas de monja. ¡Estaba abarrotado de curas y no era fácil hacerse hueco! Allí me encontré con el obispo de Oxford en no menos de seis ocasiones. ¡Qué tiempos aquellos! —suspiró y esbozó una sonrisa—. Sólo sé que Crispiniano tenía un hermano, llamado Crispín, aunque en ningún sitio se dice que fueran hermanos. Hay quien asegura que eran nobles, y quienes dicen que no. Aunque, al parecer, eran zapateros, y ésa no es una ocupación demasiado noble, ¿verdad? Lo único que sabemos a ciencia cierta, Hook, es que eran romanos, que vivieron hace unos mil años y que sufrieron martirio.

—O sea, que Crispiniano está en el cielo —comentó el arquero.

—Desde luego, él y su hermano se sientan a la diestra de Dios —le aseguró el padre Christopher—, ¡donde espero que disfruten de un servicio más rápido que nosotros aquí, en la tierra! —golpeó la mesa de nuevo y, en la puerta de la taberna, apareció una muchacha, cuya presencia el cura aceptó con benevolencia—. Más cerveza, preciosa mía —dijo el padre Christopher, mientras echaba a rodar una de las monedas de sir John por la mesa—. Que sean dos jarras, cariño —añadió sonriente, mientras emitía un suspiro al desaparecer la chica—. ¡Ya me gustaría volver a ser joven!

—Pero si es joven todavía, padre…

—¿Joven yo? ¡Ya tengo cuarenta y tres años! ¡Estoy a las puertas de la muerte! No tardaré en estar tan tieso como Crispiniano, y eso que él fue un hombre duro de matar.

—¿De veras?

—Vamos a ver si me acuerdo —dijo el padre Christopher, concentrándose—. Crispín y él fueron torturados porque eran cristianos. Les dieron tormento, les introdujeron clavos en las uñas y les cortaron tiras de carne, ¡pero eso no acabó con su vida! ¡Seguían cantando alabanzas al creador! No creo que yo hubiera tenido tantos arrestos —se santiguó, sonrió a la joven que llevaba las cervezas y se quedó con el cambio que dejó—. De modo que mantuvieron la misma presencia de ánimo, hasta que, harto de tantos cánticos, el verdugo que los torturaba decidió acabar con ellos cuanto antes; les colgó, pues, unas ruedas de molino al cuello y los arrojó al río. ¡Pero no hubo nada que hacer, porque las piedras salieron a flote! Al verlo, el sayón los sacó del río y los ató al palo de una hoguera. ¡Tampoco consiguió nada! El fuego no osaba tocarlos siquiera. A tal extremo llegaron las cosas que Dios indujo el alma del verdugo a la desesperación, y el pobre desgraciado se arrojó a la hoguera en vez de los reos, donde ardió, mientras los dos santos seguían con vida.

En un extremo de la única calle del pueblo, apareció un grupo de hombres a caballo. Hook los observó con atención, reparó en que ninguno llevaba la librea de sir John Cornewaille, y volvió a prestar atención al cura.

—Dios no sólo libró a los hermanos del suplicio, sino que veló para que no pereciesen ahogados ni quemados —continuó el cura—. Sin embargo, por alguna razón, permitió que al final los mataran. El emperador ordenó que les cortasen la cabeza, y así dejaron de cantar, como es de suponer.

—De todos modos, fue un milagro —comentó Hook, asombrado.

—Lo milagroso fue que sobreviviesen a tantos tormentos —convino el padre Christopher—. ¿Por qué estás tan interesado en Crispiniano? En realidad, se trata de un santo francés, no es uno de los nuestros. Su hermano y él se establecieron en Francia, y cumplieron una misión.

Hook dudaba si confesarle al cura que un santo decapitado hablaba con él, cuando una voz en son de sorna gritó:

—¡Por todos los diablos! ¡Miren quién anda por estos parajes! ¡Maese Nicholas Hook!

El arquero alzó los ojos y se encontró con sir Martin, que lo miraba con gesto desdeñoso desde lo alto de su montura. Era un grupo de ocho jinetes. Todos, menos sir Martin, lucían la librea de la luna y las estrellas de lord Slayton. Entre ellos estaban Thomas Perrill y su hermano Robert, así como el centenar del noble, William Snoball. Hook los reconoció a todos.

—¿Son amigos tuyos? —le preguntó el padre Christopher.

—Pensé que habías muerto, Hook —dijo sir Martin, que llevaba la sotana arremangada por encima de sus escuálidas piernas para montar con más facilidad y, aunque los clérigos no podían portar armas de filo, ceñía una espada que era toda una antigualla, con una gran cruz en la empuñadura—, y ojalá lo estuvieras —añadió—, condenado, maldito y muerto —al tiempo que, en su alargado rostro, se dibujaba una mueca a modo de sonrisa.

—Pues estoy vivo —repuso Hook, desafiante.

—Y llevando la librea de otro por lo que veo, Hook —continuó sir Martin—, lo que no está nada bien, Hook, pero nada bien. Va en contra de la ley y de las escrituras. A lord Slayton no le va a hacer ninguna gracia. ¿Es tuyo eso que llevas ahí? —preguntó, señalando a la carreta.

—Es nuestro —contestó el padre Christopher, de buenas maneras.

Sir Martin pareció darse cuenta de la presencia del padre Christopher en aquel mismo instante. Clavó su mirada en aquel hombre de pelo gris durante unos segundos y meneó la cabeza.

—No le conozco, ni falta que me hace. Lo que necesito es comida. Para eso estamos aquí, y ahí veo comida —dijo, indicando el carromato con un dedo huesudo—. Es el maná, que nos ha llovido del cielo. Igual que Dios envió cuervos para alimentar a Elías, el tesbita, así nos ha enviado a Hook —concluyó, riendo su particular ocurrencia; pero en sus risotadas se advertía un atisbo de locura.

—Ya; pero esa comida es nuestra —advirtió el padre Christopher, como si estuviese hablando con un niño pequeño.

—Pero él, él, ése, ése… —se mofó sir Martin, señalando a Hook, apuntándole con el dedo cada vez que repetía las mismas palabras—, esa mierda que está a su lado es un siervo de lord Slayton, un proscrito, por más señas.

Sorprendido, el padre Christopher se volvió y miró a Hook.

—¿Es eso cierto? —le preguntó.

Sin decir palabra, Hook asintió con la cabeza.

—Bien, bien —afirmó el cura, para no empeorar las cosas.

—Según rezan las escrituras, un proscrito no puede ser dueño de nada —añadió sir Martin, con aspereza—, así que nos quedamos con esa comida.

—No creo que eso sea posible —repuso el padre Christopher, muy tranquilo, con una sonrisa en los labios.

—Puede decir lo que guste —añadió sir Martin, acalorándose de repente—, porque nos la llevaremos de todos modos, y también a él —señalando a Hook.

—¿Reconoce esta librea? —preguntó amablemente el padre Christopher, indicando la sobrevesta que lucía el arquero.

—Un proscrito no es digno de llevar ninguna librea —replicó sir Martin; que parecía disfrutar de antemano de la muerte de Hook—. Tom —dijo al mayor de los Perrill, tras volverse en la silla—, despójale de esa sobrevesta, átale las manos y aprésalo.

William Snoball tenía una flecha dispuesta en la cuerda. El resto de los arqueros que iban con sir Martin siguieron su ejemplo, de modo que media docena de flechas apuntaban a Hook, mientras Tom Perrill echaba pie a tierra.

—Cómo anhelaba que llegase este momento —dijo Perrill, con su rostro, de larga nariz y mandíbula cuadrada, que, como el de sir Martin, se había iluminado con una sonrisa—. ¿Vamos a ahorcarlo aquí mismo, sir Martin?

—Eso le evitaría a lord Slayton el engorro de tener que celebrar un juicio —contestó el cura—, y cerraría la puerta a toda tentación de clemencia por parte de su señoría, ¿no te parece? —añadió, con la misma risa de enajenado.

El padre Christopher alzó su delicada mano para que se detuviera, pero Tom Perrill prefirió no darse por enterado. Dio un rodeo para evitar la mesa y, a punto estaba de llegar al lado de Hook, cuando se quedó parado al escuchar el sonido que hace una espada al ser desenvainada.

Sir Martin se volvió.

Desde uno de los extremos del villorrio, un único jinete contemplaba la escena. Le seguían más hombres a caballo que, sin duda, habían recibido la orden de detenerse.

—En su lugar, yo dejaría de apuntar con esas flechas ya dispuestas —dijo el padre Christopher, con voz apacible.

Los arqueros hicieron caso omiso de la advertencia. Nerviosos, no apartaban los ojos de sir Martin, pero éste parecía no saber qué hacer. En ésas estaban, cuando el jinete solitario espoleó los flancos de su corcel.

—¿Qué hacemos sir Martin? —gritó William Snoball, a la espera de recibir órdenes.

El cura guardó silencio, contemplando cómo el caballero se abalanzaba sobre ellos entre las nubes de polvo que levantaban los cascos de su montura a medio galope, cómo el jinete enarbolaba la espada y la dejaba caer, una sola vez, tras dejarlos atrás.

Robert Perrill recibió un fuerte testarazo, propinado con el canto de la hoja. El arquero, que podía haber sido él como cualquier otro de sus compañeros, resbaló lentamente de la silla del caballo y fue a dar con sus huesos en el suelo. La mano inerte del soldado soltó la cuerda, y la flecha fue a estamparse contra el muro de la taberna, perforándolo a medias, a escasos centímetros de donde se encontraba Hook. Tom Perrill acudió en ayuda de su hermano que, turulato, se agitaba en el suelo, mientras sir John Cornewaille volvía grupas. Picó espuelas de nuevo y, al verlo, los arqueros de sir Martin se apresuraron a desmontar las flechas. Sir John retuvo el corcel hasta refrenarlo.

—Bienvenido, sir John —dijo el padre Christopher, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el ricohombre, iracundo.

Tambaleándose y con el lado derecho de la cabeza cubierto de sangre, Robert Perrill consiguió ponerse en pie. Paralizado, Tom Perrill no apartaba la vista de la espada que le había hecho aquel desaguisado a su hermano.

El padre Christopher bebió un trago de cerveza y se relamió los labios.

—Estos hombres —dijo, señalando a sir Martin y los arqueros que lo acompañaban— estaban dispuestos a llevarse nuestra comida. Les advertí que sería mejor que no lo hicieran, pero insistieron en que era suya porque estaba al cuidado del joven Hook, aquí presente; según este buen cura, Hook es un proscrito.

—Así es —se arrancó sir Martin—, lo es según la ley y debe ser castigado.

—Ya lo sé —repuso sir John con toda claridad—, lo mismo que lo sabía el rey cuando dispuso que Hook entrase a mi servicio. ¿Insinuáis que el rey se ha equivocado?

Sorprendido, sir Martin se quedó mirando a Hook, pero siguió en sus trece.

—Es un proscrito —repitió—, un siervo de lord Slayton.

—Es uno de mis hombres —dijo sir John.

—Es… —comenzó a decir sir Martin titubeante al observar la mirada del caballero.

—Uno de mis hombres —recalcó sir John, con voz amenazante— está a mis órdenes, lo que quiere decir que lo defenderé. ¿Sabéis con quién estáis hablando? —añadió el noble, a la espera de que sir Martin lo reconociera, pero el cura tenía la mirada perdida, los ojos puestos en el cielo, como si estuviera en comunicación con los ángeles—. Decidle a su señoría —añadió sir John— que estaré encantado de explicarle el asunto.

—Así lo haremos, mi señor, como ordenéis —repuso William Snoball tras echar una mirada a sir Martin.

—Elías, el tesbita, se alimentó de pan y carne junto al arroyo de Querit. ¿Estabais al tanto de eso? —le preguntó muy serio a sir John, que no daba crédito a lo que oía—. El arroyo de Querit —prosiguió sir Martin, como si fuera a desvelar un trascendental secreto— es el mejor lugar donde un hombre puede ocultarse.

—¡Por las lágrimas de Cristo! —dijo sir John.

—Como es natural —añadió el padre Christopher, dando un suspiro; con delicadeza, se hizo con el arco de Hook y lo dejó caer con estrépito sobre la mesa; al oír el ruido, los caballos se espantaron y sir Martin recuperó la normalidad—. Antes, se me olvidó comentarle —le dijo con una sonrisa seráfica a sir Martin— que yo también soy cura. Así que les daré mi bendición.

Sacó un crucifijo de oro que llevaba debajo de la camisola y lo alzó ante los hombres de lord Slayton.

—Que la paz y el amor de Nuestro Señor Jesucristo —proclamó— os reconforten y os acompañen mientras alejáis de nosotros vuestras pestilentes bocas y nos libráis de la mierda de vuestra maloliente presencia —concluyó al tiempo que impartía una desmayada bendición a los jinetes—. Id con Dios.

Tom Perrill se quedó mirando a Hook. Por un momento, dio la impresión de que la ira acabaría por imponerse a la cautela, pero se dio media vuelta y ayudó a su hermano a subirse al caballo. Con el rostro alelado de nuevo, sir Martin no opuso resistencia a que William Snoball lo apartase de allí; el resto de los hombres fue tras ellos.

Sir John descabalgó, se hizo con la cerveza de Hook y se la tomó de un trago.

—Refréscame la memoria, Hook. ¿Por qué te declararon proscrito?

—Porque pegué a un cura, sir John —admitió el joven.

—¿No sería ése el cura en cuestión, verdad? —le preguntó el caballero, señalando con el pulgar a los jinetes que se alejaban.

—Sí, sir John.

El noble meneó la cabeza.

—Eso estuvo mal, Hook, muy mal. No deberías haberle zurrado.

—Ya lo sé, sir John —repuso el muchacho, con humildad.

—Tenías que haberle rajado la putrefacta barriga a ese maldito cabrón y sacarle el corazón por su hediondo culo —aseveró sir John, mirando al padre Christopher con la esperanza que tales palabras le resultasen malsonantes; pero el cura se limitó a sonreír—. ¿Está loco ese hijo de puta? —le preguntó el caballero.

—Sin duda —contestó el clérigo—, pero no más que la mitad de los santos y la mayoría de los profetas. No creo, sir John, que seáis de los que se lamentan como Jeremías, ¿o me equivoco?

—Al cuerno Jeremías, y al cuerno Londres —dijo sir John—. Me han convocado otra vez, por expreso deseo del rey.

—Que Dios os acompañe tanto a la ida como a la vuelta, sir John.

—Si el rey Harry no sella la paz, en menos que canta un gallo estaré de regreso, no tardaré ni un periquete —afirmó sir John.

—No habrá paz —apuntó el padre Christopher, muy seguro—. El arco está tensado y la flecha anhela por surcar el aire.

—Más vale que sea así. Necesito todo el dinero que una guerra como Dios manda me pueda reportar.

—Pues rezaré para que haya guerra —replicó el cura, con el rostro iluminado.

—Hace meses que no pido otra cosa —repuso sir John.

Y ahora, pensó Hook, las plegarias de sir John serán escuchadas. Porque pronto, muy pronto se embarcarían para ir a la guerra, para participar en tan diabólico juego. Pondrían rumbo a Francia; se disponían a guerrear.