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RESULTÓ que el joven rey tenía un documento histórico que deseaba que yo firmara. Era muy breve. Yo reconocía que como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica ya no ejercía ningún poder sobre esa parte del continente vendida por Napoleón Bonaparte a mi país, en 1803, hecho generalmente conocido como «la compra de Luisiana».
Según el documento, yo se la vendía por un dólar a Stewart Oropéndola-2 Mott, rey de Michigan.
Puse una firma lo más pequeña que me fue posible. Parecía una hormiga recién nacida.
—¡Que tenga salud para disfrutarla! —dije.
El territorio que le había vendido estaba en gran parte ocupado por el duque de Illinois y, sin duda, por otros potentados y mandamases que yo desconocía.
Después de eso, hablamos brevemente de su abuelo.
Luego el capitán O’Hare y yo despegamos en dirección a Urbana, Illinois, para celebrar una reunión electrónica con mi hermana, fallecida hacía ya tanto tiempo.
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Así son las cosas, y en este momento me duele la cabeza y escribo con una mano semiparalizada porque anoche celebré mi cumpleaños y bebí demasiado.
Vera Ardilla-5 Zappa, transportada a través de la selva de ailantos en una silla de manos y acompañada por un séquito de catorce esclavos, apareció cuajada de diamantes. Me trajo vino y cerveza, con los cuales me emborraché. Pero el más embriagador de todos los regalos fueron las mil velas que ella y sus esclavos habían hecho en un molde colonial. Las colocamos en las vacías bocas de mis mil palmatorias y las esparcimos sobre el suelo del vestíbulo.
Las encendimos todas.
De pie en medio de todas esas pequeñas y temblorosas luces, me sentí como si fuese Dios metido hasta las rodillas en la Vía Láctea.
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