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PERMÍTANME que les diga una cosa: he sido recibido como multimillonario, como pediatra, como senador y como presidente. Pero nada supera la sinceridad de la bienvenida que me dieron en Indianápolis, Indiana, cuando me presenté como Narciso.
Allí la gente era pobre y había sufrido la pérdida de muchos seres queridos, todos los servicios públicos habían dejado de funcionar y todos estaban preocupados por las batallas que se empeñaban no lejos de allí. Pero organizaron fiestas y desfiles en mi honor, y en el de Carlos Narciso-11 Villavicencio también, por supuesto, que hubiesen deslumbrado a la antigua Ponía.
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El capitán Bernard Águila-1 O’Hare me dijo:
—¡Caramba, señor presidente, de haber sabido esto, le hubiese pedido que me convirtiera en Narciso!
Así que le dije:
—Yo te nombro Narciso.
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Pero la cosa más satisfactoria y educativa que vi allí fue la reunión semanal de los Narcisos.
Incluso voté en la asamblea, como también lo hicieron el piloto, Carlos, hombres y mujeres, y los niños mayores de nueve años.
Con un poco de suerte, podría haber resultado elegido presidente, aunque llevaba en la ciudad menos de 24 horas. El presidente era elegido por sorteo entre los asistentes. El ganador de esa noche fue una chica negra de once años llamada Dorothy Narciso-7 Garland.
Estaba perfectamente preparada para presidir la reunión y supongo que lo mismo ocurría con cada uno de los asistentes.
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Se dirigió hacia el atril, que era casi tan alto como ella.
Esa pequeña prima mía se subió a una silla sin sentirse ridícula ni pedir disculpas. Dio un golpe con un martillo amarillo para imponer orden y comunicó a sus callados y respetuosos parientes:
—Como sabe la mayoría de ustedes, se encuentra entre nosotros el presidente de los Estados Unidos. Si ustedes me lo permiten, le pediré que nos diga unas palabras al término de la reunión. ¿Tendría alguien la bondad de presentar esto en forma de moción?
—Propongo que se pida al primo Wilbur que nos dirija la palabra al término de la reunión —dijo un anciano que estaba sentado junto a mí.
La moción fue apoyada y se procedió a votar de viva voz.
Con excepción de unos cuantos aparentemente sinceros, y totalmente serios, «No», hubo aprobación.
Hi ho.
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El asunto más urgente se refería a la selección de cuatro reemplazantes para los cuatro Narcisos caídos en el servicio del rey de Michigan, que estaba en guerra simultáneamente con los piratas de los Grandes Lagos y con el duque de Oklahoma.
Recuerdo que había un muchacho fornido, un herrero, en realidad, quien se dirigió a la asamblea diciendo:
—Mándenme a mí. Nada me gustaría más que matar a algunos «madrugadores», siempre que no fuesen Narcisos, por supuesto.
Con gran sorpresa mía, varios oradores atacaron su fervor militar. Se le dijo que se suponía que la guerra no era divertida, que de hecho no lo era, que se estaba hablando de una tragedia y que sería bueno que fuese poniendo cara trágica porque de lo contrario sería expulsado de la reunión.
Los «madrugadores» eran la gente de Oklahoma y, por extensión, cualquiera que estuviese al servicio del duque de Oklahoma, lo cual incluía a los «faroleros» de Missouri, los «peatones» de Kansas y los «gavilanes» de Iowa y muchos más.
Se le dijo que los «madrugadores» eran también seres humanos, ni mejores ni peores que los «catetos»; que eran los habitantes de Indiana.
Y el anciano que propuso que se me permitiera hablar más adelante, se levantó y dijo esto:
—Muchacho, si puedes matar con alegría, no eres mejor que la Influenza Albana o la Muerte Verde.
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Yo estaba impresionado. Me daba cuenta de que las naciones no podrían admitir nunca que sus guerras eran verdaderas tragedias, en cambio las familias no sólo podían hacerlo, sino que estaban obligadas a ello.
¡Bravo!
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Sin embargo, la razón principal por la que no se permitió al herrero ir a la guerra fue que hasta ese momento tenía tres hijos ilegítimos de tres mujeres diferentes «… y dos más en el horno», como dijo alguien.
No le iban a permitir que se fuera y abandonara a todos esos niños.