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ALLÍ, en la escalinata de la casa, la vieja Vera y yo hicimos recuerdos de la batalla del lago Maxincuckee, en Indiana septentrional. La había visto desde un helicóptero en viaje a Urbana. Vera había estado en el fragor del combate junto a su marido alcohólico, Lee Navaja-13 Zappa. Eran cocineros de una de las cocinas de campaña del rey de Michigan.
—Todos parecían hormigas ahí abajo —dije—, o bacterias bajo el microscopio. No nos atrevimos a acercarnos mucho por temor a que nos derribaran.
—Eso era lo que nosotros teníamos ganas de hacer —comentó.
—Si te hubiera conocido entonces, habría intentado rescatarte.
—Eso hubiera sido como tratar de rescatar un microbio entre un millón de microbios, Wilbur.
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Vera no solo tenía que soportar el ruido de las balas y los obuses que pasaban silbando por encima de la tienda donde estaba instalada la cocina, también tenía que defenderse de su marido borracho. Solía golpearla en medio de las batallas.
Le puso los ojos morados, le fracturó la mandíbula y la arrojó fuera de la tienda. Aterrizó de espaldas en el barro. Luego salió de la tienda para explicarle cómo podía evitar palizas semejantes en el futuro.
Salió justo a tiempo para que le atravesara con su lanza un soldado de caballería.
—¿Y cuál crees tú que es la moraleja de esta historia? —le pregunté.
—Wilbur —me dijo, poniendo su callosa mano sobre mi rodilla—, nunca te cases.
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También hablamos de Indianápolis, que yo había visitado en el mismo viaje. Ella y su marido habían trabajado allí en un Club de los Trece, ella como camarera y él de barman, antes de que se unieran al ejército del rey de Michigan.
Le pregunté cómo era el club por dentro.
—Oh, ya sabes —me dijo—, tenían gatos negros disecados, fuegos fatuos, ases de picas clavados con dagas y todo eso. Yo solía llevar medias de malla, tacones afilados, una máscara, etc. Las camareras, los barmans y el encargado de echar a los alborotadores lucíamos colmillos de vampiros.
—Vaya —dije.
—Nuestras hamburguesas se llamaban Vampburguesas.
—Vaya, vaya —repetí.
—Y el zumo de tomate con un chorrito de ginebra era un elíxir de Drácula.
—Muy apropiado —comenté.
—Era como todos los clubs de los Trece. Pero nunca llegó a imponerse. Indianápolis simplemente no era la ciudad indicada, aunque había muchos Treces allí. Era una ciudad de Narcisos. Allí, si no eras un Narciso no eras nadie.
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