Capítulo 41

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ME sentí profundamente conmovido, a pesar del tri-benzo-conductil.

Por la ventana contemplé el sudoroso caballo del pionero, que pastaba en el crecido césped de la Casa Blanca. Luego me volví hacia el mensajero.

—¿Cómo llegó a sus manos esta carta? —pregunté.

Me contó que sin querer había matado a un hombre en la frontera entre Tennessee y Virginia Occidental. Aparentemente se trataba del amigo de Wilma Pachysandra-17 von Peterswald, el Berilio, a quien había confundido con un enemigo ancestral.

—Creí que era Newton McCoy —explicó.

Cuidó a su víctima con la esperanza de que se recuperara de sus heridas, pero murió de gangrena. Sin embargo, antes de su muerte el Berilio le hizo prometer como cristiano que entregaría la carta al presidente de los Estados Unidos.

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Le pregunté cómo se llamaba.

—Byron Hatfield —contestó.

—¿Cuál es el apellido que le proporcionó el Gobierno?

—Nunca hicimos mucho caso de eso.

Resultó que pertenecía a una de las pocas auténticas familias de parientes consanguíneos extendida por el país, la cual además había estado en guerra permanente con otra familia igual desde 1882.

—Nunca nos gustaron mucho esos apellidos modernos —explicó.

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El pionero y yo estábamos sentados en sillones dorados de respaldo alto que, según se decía, Jacqueline Kennedy había elegido para la Casa Blanca. El piloto, instalado en otro de los sillones, esperaba alerta su turno para hablar.

Miré la placa que llevaba sobre el bolsillo de la camisa. Decía lo siguiente:

C A P I T Á N   B E R N A R D   O’ H A R E

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—Capitán —dije—, usted es otro de esos que no se interesan por los apellidos modernos.

También advertí que era demasiado entrado en años para ser sólo un capitán, incluso si todavía existiera una cosa así. En realidad, andaba por los sesenta.

Llegué a la conclusión de que era un loco que había encontrado el uniforme en alguna parte. Supuse que su nuevo aspecto le había producido tal mezcla de regocijo y vanidad que no había podido menos que exhibirse ante su presidente.

La verdad es que se trataba de una persona totalmente cuerda. Durante los últimos once años había estado apostado en el fondo de un secreto silo subterráneo en el parque Rock Creek. No había oído nunca hablar de ese silo.

Pero en su interior se ocultaba un helicóptero presidencial junto con miles de galones de gasolina que verdaderamente no tenían precio.

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Finalmente se había decidido a emerger, violando sus instrucciones, según dijo, para averiguar «qué diablos pasaba».

No pude dejar de reírme.

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—¿El helicóptero está listo para volar? —pregunté.

—Sí, señor, por supuesto —contestó.

En los últimos dos años se había quedado solo a cargo de su mantenimiento. Los mecánicos habían ido desapareciendo uno tras otro.

—Joven —dije—, le voy a condecorar por esto.

Cogí un botón de mi andrajosa solapa y lo coloque en su pecho.

Decía, por supuesto, lo siguiente:

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