Capítulo 39

* * * * *

PERO entonces, precisamente en el momento en que todo iba tan bien, cuando todo el mundo era más feliz que nunca, aunque el país estaba en bancarrota y cayéndose a pedazos, la gente comenzó a morir por millones víctima de la Influenza Albana, en la mayoría de los sitios, y aquí en Manhattan a causa de la Muerte Verde.

Y ese fue el fin de la nación. Quedó reducida a algunas familias y nada más.

Hi ho.

* * *

Se formaron reinos y ducados y tonterías así, se organizaron ejércitos y se construyeron fuertes, pero hubo poca gente que los admirara. Las familias ya tenían bastante con el mal tiempo y la mala gravedad.

Y en medio de todo esto, una noche de mala gravedad se desmoronaron los cimientos de Machu Picchu. Los condominios, las boutiques, los bancos, los ladrillos de oro, las joyas, las colecciones de arte precolombino, el teatro de la ópera, las iglesias, todo rodó por las laderas de los Andes y se precipitó al mar.

Lloré.

* * *

Y las familias pintaban por todos lados retratos de Jesucristo Secuestrado.

* * *

Durante un tiempo la gente siguió enviando noticias a la Casa Blanca. Yo veía la muerte por todos lados y esperaba morir.

La higiene personal se descuidó rápidamente. Dejamos de bañarnos y de cepillarnos los dientes con regularidad. Los hombres se dejaron barba y el pelo les llegaba a los hombros.

Empezamos a destruir la Casa Blanca casi sin pensarlo. Para abrigarnos, quemábamos muebles, barandillas, paneles, marcos de pinturas, etc., en la chimenea.

Hortensia Almizcle-13 McBundy, mi secretaria, murió de influenza. Mi ayuda de cámara, Eduardo Fresa-4 Kleindienst, murió de influenza. La vice presidente, Mildred Helio-20 Theodorides, murió de influenza.

Mi consejero científico, el doctor Alberto Aguamarina-1 Piatigorsky, expiró en mis brazos en el suelo de mi despacho.

Era casi tan alto como yo. Debemos de haber sido todo un espectáculo ahí en el suelo.

—¿Cuál es el sentido de todo esto? —me repetía una y otra vez.

—No lo sé, Alberto —respondí—. E incluso quizás me sienta feliz de no saberlo.

—¡Pregúntaselo a un chino! —exclamó y comenzó su descanso eterno, como suele decirse.

* * *

De vez en cuando sonaba el teléfono. Ocurría en tan escasas ocasiones que comencé a contestarlo personalmente.

«Habla el presidente», comenzaba. Y a lo mejor, a través de una comunicación débil y llena de ruidos, me encontraba hablando con alguna especie de criatura mitológica: El rey de Michigan, quizás, el gobernador de Florida para Casos de Urgencia, o el alcalde suplente de Birmingham, o gente parecida.

Pero a medida que pasaban las semanas disminuían las comunicaciones.

Finalmente se interrumpieron totalmente.

Me olvidaron.

Así terminó mi mandato como presidente, cuando ya habían transcurrido tres cuartas partes de mi segundo período presidencial.

Y había algo muy importante que se me estaba agotando casi con la misma rapidez: mi irreemplazable provisión de tri-benzo-conductil.

Hi ho.

* * *

No me atreví a contar las píldoras que me quedaban hasta que fueron tan pocas que ya no pude evitarlo. Dependía en tal forma de ellas, les estaba tan agradecido, que me parecía que mi vida iba a terminar con la última de las pastillas.

También me estaba quedando sin personal. Muy pronto me vi sólo con un servidor. Todos los demás o habían muerto o se habían marchado debido a que ya no se recibían comunicaciones.

Mi hermano, el fiel Carlos Narciso-11 Villavicencio, el friegaplatos al que había abrazado el día en que me convertí en Narciso, fue el único que permaneció junto a mí.

* * *