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HUBO alguna oposición a este nuevo sistema social? Claro que sí. Y, como Eliza y yo habíamos predicho, la idea de ampliar las familias en forma artificial les produjo a mis enemigos tal furia que formaron su propia familia artificial políglota.
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También usaron botones durante la campaña, y siguieron llevándolos mucho tiempo después de que yo fuera elegido presidente. Era inevitable que esos botones dijeran literalmente:
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No pude dejar de reírme, incluso cuando mi propia esposa, de soltera Sophie Rothschild, comenzó a llevar uno de esos botones.
Hi ho.
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Sophie se puso furiosa cuando recibió una carta circular del presidente, que casualmente era yo, en la que se le informaba que dejaba de ser una Rothschild. Debía convertirse, en cambio, en un Cacahuete-3.
Lo siento, pero, repito, no pude dejar de reírme.
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Sophie hirvió de rabia durante varias semanas. Finalmente, una tarde en que la gravedad era particularmente pesada, llegó arrastrándose hasta mi despacho para decirme que me odiaba.
No me dolió.
Como ya he dicho, me daba perfecta cuenta de que no tengo la madera con la que se hacen los matrimonios felices.
—Francamente, nunca imaginé que fueras capaz de llegar a este extremo, Wilbur —me dijo—. Sabía que estabas loco, igual que tu hermana. Pero nunca pensé que irías tan lejos.
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Sophie no tenía que levantar la vista para mirarme. Yo también estaba en el suelo, boca abajo, con el mentón apoyado sobre una almohada. Leía un fascinante informe sobre algo ocurrido en Urbana, Illinois.
Como no le presté toda mi atención, me preguntó:
—¿Qué es eso que estás leyendo? Aparentemente lo encuentras mucho más interesante que yo.
—Bueno —contesté—, durante muchos años he sido el último norteamericano que habló con un chino. Eso ya ha dejado de ser cierto. Hace unas tres semanas, una delegación de chinos hizo una visita a la viuda de un físico, en Urbana.
Hi ho.
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—Desde luego no quiero hacerte perder tu valioso tiempo —me dijo—. Indudablemente siempre estuviste más cerca de los chinos que de mí.
En la Navidad yo le había regalado una silla de ruedas para que se trasladara por la Casa Blanca en los días de gravedad pesada. Le pregunté por qué no la utilizaba, y añadí:
—Me da mucha pena verte arrastrándote en cuatro patas.
—Ahora soy un Cacahuete —replicó—. Los Cacahuetes viven muy cerca de la tierra. Los Cacahuetes son famosos por lo rastreros. Son los más ordinarios y los más rastreros.
* * *
En esas primeras etapas del proceso, me pareció fundamental que no se permitiera a la gente cambiar el apellido que le había asignado el Gobierno. Fue un error mostrarse tan rígido en ese aspecto. Actualmente aquí, en la isla de la Muerte, y en casi todas partes, se realiza todo tipo de cambios de apellido. No veo que eso cause ningún daño. Pero me mostré duro con Sophie.
—Supongo que querrás ser un Águila o un Diamante —le dije.
—Quiero ser una Rothschild —replicó.
—Entonces quizás deberías trasladarte a Machu Picchu.
La mayoría de sus parientes se encontraban allí.
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—¿Tu sadismo llega realmente a tal punto —dijo— que para demostrar mi amor tendré que amparar a esos desconocidos que ahora empiezan a reptar de entre las rocas como si fueran lagartijas? ¿Como ciempiés? ¿Como babosas? ¿Como gusanos?
—No es para tanto —repliqué.
—¿Cuándo fue la última vez que te asomaste a ver el desfile de monstruos que tenemos frente a la casa? —preguntó.
Todo el perímetro de la Casa Blanca se veía diariamente infestado de gente que llegaba hasta la verja para afirmar que eran nuestros parientes artificiales.
Recuerdo haber visto dos enanos que sostenían un estandarte con la siguiente leyenda: «Las flores al poder».
También vi a una mujer que llevaba una chaqueta de campaña del ejército sobre un traje de noche color malva. Se había puesto un anticuado casco de aviador con gatas y todo, y portaba una pancarta que decía: «Mantequilla de cacahuete».
* * *
—Sophie —dije—, la que está ahí fuera no es gente común y corriente. No te equivocas al decir que han reptado de entre las rocas como lagartijas o babosas o gusanos. Nunca han tenido ni un amigo ni un pariente. Toda la vida se han visto obligados a decirse a si mismos que tal vez alguien se equivocó al enviarlos a este Universo; nadie nunca les ha dado la bienvenida ni les ha ofrecido algo que hacer.
—Les odio —dijo.
—Adelante —repliqué—, me parece que no es mucho el daño que puedes hacer con eso.
—No me imaginé que llegarías tan lejos, Wilbur. Pensé que te contentarías con ser presidente. No pensé que serías capaz de estos extremos.
—Pues bien, me alegro de haberlo hecho. Y me alegra tener que preocuparme de la gente que está ahí fuera, Sophie. Son ermitaños aterrados que se han atrevido a salir de entre las rocas porque se han promulgado leyes humanitarias. Aturdidos, buscan los hermanos y hermanas, los primos y primas que el presidente les ha proporcionado de pronto, sacados del tesoro social de la nación, hasta este momento sin explotar.
—Estás loco —dijo.
—Es muy probable —repliqué—. Pero cuando vea a esa gente ahí fuera encontrarse unos con otros no se tratará de una alucinación.
—Se merecen el uno al otro —comentó ella.
—Exactamente, y merecen también algo más que les va a ocurrir ahora que se atreven a hablar con desconocidos. Observa, Sophie. La simple experiencia de la compañía les permitirá subir por las gradas de la evolución en cuestión de horas o días, o semanas como máximo. No será una alucinación cuando les vea convertirse en seres humanos después de haber sido durante tantos años, como dices tú, Sophie, lagartijas, ciempiés, babosas y gusanos.
Hi ho.
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