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ES media mañana aquí, en el Parque Nacional de los Rascacielos. La gravedad es muy ligera, pero Melody e Isadore no trabajarán hoy en la pirámide del bebé. En cambio vamos de merienda al techo del edificio. Los muchachos se muestran muy simpáticos porque sólo faltan dos días para mi cumpleaños. ¡Qué divertido!
¡No hay nada que les guste más que celebrar un cumpleaños!
Melody está desplumando el pollo que nos trajo esta mañana un esclavo de Vera Ardilla-5 Zappa. También nos trajo dos barras de pan y dos litros de espumante cerveza. Trató de mostrar mediante gestos lo alimenticio que nos estaba resultando. Apretó las bases de las botellas de cerveza contra sus tetillas como si tuviera pechos que daban cerveza.
Nos reímos. Batimos palmas.
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Melody lanza un enjambre de plumas al cielo. A causa de la baja gravedad se la tomaría por una bruja blanca. Cada vez que hace chasquear los dedos vuelan mariposas.
Tengo una erección. Isadore también. Todos los hombres la tienen.
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Isadore barre el vestíbulo con una escoba de ramas que él mismo se ha fabricado. Está cantando una de las dos únicas canciones que sabe. La otra es «Cumpleaños Feliz». Esa es la realidad, y además he de decir que no tiene oído, de modo que entona con monotonía.
Rema, remero,
por el estero.
Rema risueño
que la vida es sueño.
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En este momento recuerdo un día en el sueño de mi vida, deshaciendo mucho camino, en el que recibí una afectuosa carta del presidente de mi país, que casualmente era yo mismo. Como un ciudadano cualquiera, esperaba en ascuas que el ordenador me dijera cuál iba a ser mi nuevo apellido.
El presidente me felicitaba por mi nuevo apellido intermedio. Me pedía que lo utilizara al firmar y lo pusiera en el buzón de mi casa, en los membretes, en las guías telefónicas, etc. Me explicaba que el nombre había sido elegido por inmaculado azar y que no pretendía reflejar mi personalidad, ni mi aspecto ni mi pasado.
Me ofrecía ejemplos engañosamente simples y casi sin sentido de cómo ser útil a mis parientes artificiales: encargarme de regar las plantas mientras estaban fuera de casa, cuidar a sus bebés para que ellos pudieran salir durante una hora o dos, darles la dirección de un dentista verdaderamente indoloro, despachar una carta, acompañarles cuando tienen que ir al medico y se sienten asustados, visitarles en la cárcel o en el hospital, permanecer junto a ellos cuando ven una película de terror.
Hi ho.
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Yo estaba encantado con mi nuevo apellido. Ordené de inmediato que mi despacho de la Casa Blanca fuese pintado de color amarillo pálido para celebrar el hecho de que me había convertido en un Narciso.
Y mientras daba las instrucciones correspondientes a mi secretaria privada, la señorita Hortense Almizcle-13 McBundy, para que se cambiara el color de mi despacho, apareció uno de los friegaplatos de la cocina de la Casa Blanca. La timidez le impedía declarar su propósito. Se sentía tan avergonzado que cada vez que intentaba hablar se ahogaba.
Cuando finalmente logró articular palabra, lo abracé. Había surgido de las humeantes profundidades para decirme valientemente que él también era un Narciso-11.
—¡Hermano! —exclamé.
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