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MAMÁ murió dos semanas después.
La gravedad no volvería a causarnos problemas durante otros veinte años.
Y pasó el tiempo. El tiempo era ahora un pájaro borroso que se hacía cada vez más impreciso a causa de las crecientes dosis de tri-benzo-conductil que ingería.
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En algún momento de todo esto, cerré el hospital, abandoné completamente la medicina y fui elegido senador por el estado de Vermont.
Y siguió pasando el tiempo.
Un día me encontré como candidato a la presidencia. Mi ayuda de cámara me prendió el distintivo de la campaña en la solapa del frac. Era un botón en el que se leía la consigna que me haría ganar las elecciones:
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Durante la campaña me presenté sólo una vez aquí en Nueva York. Hablé desde las gradas de la Biblioteca Pública. En esa época esto era un adormilado lugar de veraneo. Nunca se había recuperado de esa brusca alteración de la gravedad que había arrancado los ascensores de los edificios, inundado sus túneles y derribado todos sus puentes con excepción del de Brooklyn.
La gravedad había comenzado nuevamente a hacer de las suyas, aunque no se producían cambios bruscos. Si los chinos estaban en realidad detrás de todo ello, habían aprendido a aumentarla o disminuirla en forma gradual, quizás con el deseo de reducir el número de heridos y los daños materiales. Ahora tenía la majestuosa gracia de las mareas.
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Cuando hablé desde las gradas de la biblioteca, teníamos gravedad pesada. De modo que decidí hacerlo sentado en una silla. Estaba completamente sobrio, pero permanecía repantigado con el aspecto de un borracho inglés de tiempos antiguos.
Mi público, compuesto principalmente por jubilados, permanecía recostado sobre la calzada y las aceras de la Quinta Avenida, que la policía se había encargado de cerrar al tráfico, aunque difícilmente hubiese habido tráfico alguno. En algún lugar, cerca de la avenida Madison quizás, se produjo una pequeña explosión. Estaban derribando los inútiles rascacielos de la ciudad para utilizar los escombros.
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Hablé de la soledad en los Estados Unidos. Era el único tema que necesitaba para conseguir la victoria, lo cual no dejaba de ser una suerte; era el único tema del que podía hablar.
Dije que era una pena que yo no hubiese aparecido antes en la historia de los Estados Unidos con mi simple y práctico plan contra la soledad. Afirmé que en el pasado todos los nocivos excesos de los ciudadanos habían sido motivados más por la soledad que por el amor al pecado.
Un anciano se arrastró hasta mí después del discurso y me contó que solía comprarse seguros de vida, electrodomésticos, automóviles y cosas por el estilo, no porque le gustaran o las necesitara, sino porque el vendedor parecía prometerle que se convertiría en pariente suyo.
—No tenía familiares y los necesitaba —explicó.
—Todo el mundo los necesita —dije.
Me confesó que durante un tiempo se había entregado a la bebida tratando de transformarse en pariente de la gente que encontraba en los bares.
—El barman se convertía en una especie de padre, comprende. Sólo que de pronto ya había llegado la hora de cerrar.
—Lo sé —dije. Le referí algo sobre mí mismo que era verdad a medias y que había tenido mucho éxito durante la campaña—: Solía sentirme tan solo que la única persona con la que podía compartir mis más íntimos pensamientos era un caballo llamado Estrella Dorada.
Y le conté cómo había muerto.
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Durante esta conversación me llevaba la mano a la boca una y otra vez como si quisiera ahogar una exclamación o algo así. En realidad me estaba echando a la boca pequeñas píldoras verdes. En ese tiempo habían sido prohibidas y ya no las fabricaban. Yo debía tener una tonelada en mi despacho del Senado.
Explicaban mi cortesía y mi optimismo infatigable y quizás también el hecho de que no envejeciera tan rápidamente como otros hombres. Había cumplido 64 años, pero tenía el vigor de un hombre de treinta.
Incluso tenía ahora una nueva y bella esposa, Sophie Rothschild Swain, de sólo veintitrés años.
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—Si le eligieran presidente y yo obtuviera todos esos parientes artificiales… —dijo el hombre, y tras una pausa añadió—: ¿Cuántos dijo que serían?
—Diez mil hermanos y hermanas —respondí—, más 190.000 primos y primas.
—¿No serán muchos?
—¿Pero no acabamos de ponernos de acuerdo en que necesitamos grandes cantidades en un país tan grande y desordenado como el nuestro? Si, por ejemplo, usted va a Wyoming, ¿no le resultará un consuelo saber que tiene muchos parientes allí?
Lo pensó un momento y luego dijo:
—Bueno, sí… supongo.
—Como manifesté en mi discurso —le dije—, su nuevo apellido intermedio sería un sustantivo, el nombre de una flor, una fruta, una verdura, una legumbre, un pájaro, un reptil, un pez, un molusco, una piedra preciosa, un mineral o un elemento químico, seguido de un guión y un número del uno al veinte.
Le pregunté cómo se llamaba en ese momento.
—Elmer Glenville Grasso —respondió.
—Bien —le dije—, usted podría convertirse en Elmer Uranio-3 Grasso, por ejemplo. Todas aquellas personas cuyo apellido intermedio fuera Uranio serían sus primos.
—Eso me lleva de nuevo a mi primera pregunta —replicó—. ¿Qué ocurre si me caen encima algunos parientes artificiales a los que no puedo soportar?
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—No hay nada extraordinario en el hecho de que una persona tenga un pariente que no puede soportar —afirmé—. ¿No le parece que ese tipo de cosas ha estado ocurriendo durante un millón de años, señor Grasso?
Y luego le dije algo muy obsceno. No tengo ninguna tendencia a proferir obscenidades, como este mismo libro lo demuestra. En todos los años de mi vida pública jamás le lancé una grosería al pueblo de los Estados Unidos.
De modo que cuando hablé en forma soez resultó tremendamente efectivo. Lo hice para destacar lo bien que mi nueva organización social se adaptaría a los seres humanos comunes y corrientes.
El señor Grasso no fue el primero que escuchó mis sorprendentes vulgaridades. Incluso las había empleado por la radio. Por ese entonces ya no existía la televisión.
—Señor Grasso —comencé—, personalmente me sentiré muy decepcionado si, después de mi elección, usted no le dice a los parientes artificiales que odia: Hermano o hermana o primo o prima, según sea el caso, ¿por qué no se fornica una rosquilla voladora? ¿Por qué no da un salto y se fornica la luuuuuuuuuuuuuna?
—¿Y sabe usted lo que harán esos parientes, señor Grasso? —continué—. ¡Se marcharán a casa a reflexionar sobre la manera de ser mejores parientes!
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—Imagínese además cómo mejora su situación, si se lleva a efecto la reforma, cuando se le acerca un mendigo a pedirle dinero.
—No entiendo —dijo el hombre.
—Es muy fácil. Usted simplemente le pregunta: ¿Cuál es su apellido intermedio? Y él le responderá Ostra-19 o Garbanzo-1 o Malva-13 o cualquier cosa por el estilo. Y usted le puede decir: Amigo, ocurre que yo soy un Uranio-3. Usted tiene 190.000 primos y primas y diez mil hermanos y hermanas. No se puede decir que esté solo en el mundo. Yo ya tengo suficiente con encargarme de mis propios parientes. De modo que, ¿por qué no se fornica una rosquilla voladora? ¿Por qué no da un salto y se fornica la luuuuuuuuuuuuuna?
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