Capítulo 32

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ESTE primer feroz aumento de la gravedad duró menos de un minuto, pero el mundo ya no volvería a ser el mismo.

Cuando hubo pasado y todavía sintiéndome aturdido, subí al portal de la oficina de correos y reuní mis cartas.

Estrella Dorada había muerto. Se le desprendieron las tripas al intentar permanecer de pie.

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Debo de haber sufrido una especie de parálisis emocional. La gente del caserío pedía ayuda a gritos y yo era el único médico. Pero me alejé simplemente.

Recuerdo el momento en que pasé bajo los manzanos de la familia.

Recuerdo que me detuve ante el cementerio familiar y tristemente abrí un sobre de la Eli Lilly Company, una empresa farmacéutica. Contenía una docena de muestras de píldoras de color y tamaño de una lenteja.

El prospecto que incluían, el cual leí con gran atención, explicaba que el nombre comercial de las píldoras era «tri-benzo-conductil». Las sílabas «conduct» eran una referencia a buena conducta, a un comportamiento aceptable en sociedad.

Estas píldoras proporcionaban un tratamiento para los descomedidos síntomas del «mal de Tourette», cuyas víctimas involuntariamente proferían obscenidades y hacían gestos groseros, sin importarles dónde se encontraran.

Dado mi confuso estado mental, me pareció imprescindible tomar dos píldoras de inmediato, y así lo hice.

Pasaron dos minutos y luego sentí que todo mi ser se llenaba de una satisfacción y una confianza como nunca había experimentado antes en la vida.

Comenzó así una toxicomanía que iba a durar casi treinta años.

Hi ho.

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Fue un milagro que nadie muriera en el hospital. Las camas y las sillas de ruedas de algunos de los niños más pesados se habían roto. Una enfermera se estrelló violentamente al atravesar la puerta de una escotilla que había estado antes oculta por la cama de Eliza. Se fracturó ambas piernas.

Mi madre, gracias a Dios, lo pasó durmiendo.

Cuando despertó, yo me encontraba a los pies de su cama. Me repitió lo mucho que odiaba las cosas que no eran naturales.

—Lo sé, mamá —dije—. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Volvamos a la naturaleza.

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Hasta el día de hoy ignoro si ese horrible aumento de gravedad fue natural o si se trataba de un experimento de los chinos.

En ese momento pensé que había una relación entre ese fenómeno y las fotografías que obtuvo Fu Manchú del ensayo sobre la gravedad que habíamos escrito Eliza y yo.

Entonces, totalmente drogado por el tri-benzo-conductil, saqué todos nuestros papeles del mausoleo.

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El ensayo sobre la gravedad me resultaba incomprensible. Eliza y yo éramos quizás diez mil veces más inteligentes cuando juntábamos nuestras cabezas que cuando pensábamos en forma independiente.

Sin embargo, nuestro plan utópico, para organizar los Estados Unidos en miles de familias ampliadas artificialmente estaba muy claro. A propósito, Fu Manchú lo había encontrado ridículo.

—Verdaderamente obra de mentes infantiles —había comentado.

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A mí me pareció fascinante. Decía que eso de las familias ampliadas artificialmente no era nuevo en los Estados Unidos. Los médicos se sentían emparentados con otros médicos, los abogados con los abogados, los escritores con los escritores, los atletas con los atletas, los políticos con los políticos y así sucesivamente.

Sin embargo, Eliza y yo afirmábamos que este tipo de ampliación de las familias no era bueno porque excluía a los niños, los ancianos, las dueñas de casa y todo tipo de fracasados en general. Además, sus intereses eran habitualmente tan especializados y particulares que para el que venía de fuera parecían cosa de locos.

«El ideal de familia ampliada», habíamos escrito Eliza y yo hacía tanto tiempo, «debería dar una representación proporcional a todos los ciudadanos, según el número de habitantes. La creación de diez mil familias de este tipo, por ejemplo, daría al país diez mil parlamentos, por decirlo así, que discutirían en forma sincera y experta sobre un tema que actualmente discuten con pasión sólo unos pocos hipócritas, esto es, el bienestar de toda la Humanidad».

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Mi lectura fue interrumpida por la enfermera jefe quien entró a comunicarme que nuestros atemorizados pequeños pacientes finalmente se habían quedado dormidos.

Le agradecí la buena noticia. Y luego me escuché decirle despreocupadamente:

—Oh… quiero que escriba a la Eli Lilly Company, en Indianápolis, y pida dos mil dosis de un nuevo medicamento llamado tri-benzo-conductil.

Hi ho.

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