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ACCEDÍ a llevar a Fu Manchú al mausoleo. Me lo metí en el bolsillo de la camisa.
Me sentía muy inferior a él. Estaba seguro de que, pequeño como era, tenía poder sobre mi vida y mi muerte. Y que, además, sabía mucho más que yo, incluso acerca de la práctica de la medicina, quizás incluso acerca de mí mismo. También me hacía sentir inmoral. Mi estatura me pareció una forma de gula. Mi cena de esa noche podría haber alimentado a mil hombres de su tamaño.
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Las cerraduras de las puertas exteriores del mausoleo habían sido soldadas. De modo que Fu Manchú y yo tuvimos que introducirnos a través de los pasadizos secretos, el universo optativo de mi infancia, y salir por la escotilla del suelo del mausoleo.
Mientras nos abríamos paso entre las telarañas, le pregunté por el empleo de gongs en el tratamiento del cáncer.
—Ya lo hemos superado —contestó.
—Quizás sea algo que nosotros todavía podemos utilizar aquí —insinué.
—Lo siento —me dijo, desde el bolsillo—, pero su presunta civilización es demasiado primitiva. Jamás lo entenderían.
—Vaya —comenté.
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Respondió a todas mis preguntas de la misma manera: afirmando, de hecho, que yo era demasiado estúpido para comprender nada.
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Cuando llegamos a la parte inferior de la trampa de piedra que daba acceso al mausoleo, tuve dificultades para levantarla.
—Empújela con el hombro y luego introduzca un ladrillo —me dijo.
Su consejo me pareció tan ingenuo que llegué a la conclusión de que en esa época los chinos sabían muy poco más que yo respecto de la gravedad.
Hi ho.
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La trampa finalmente se abrió y subimos al mausoleo. Mi aspecto debía resultar mucho más espantoso que lo habitual. Estaba envuelto en telarañas de la cabeza a los pies.
Saqué a Fu Manchú del bolsillo y, accediendo a su petición, le deposité sobre el ataúd de plomo del profesor Elihu Roosevelt Swain.
Yo sólo disponía de una vela, pero en ese momento Fu Manchú activó una pequeña caja. Llenó el lugar con una luz tan brillante como la bengala que había iluminado mi encuentro con Eliza hacía ya tantos años.
Me pidió que sacara los papeles de la urna, lo cual hice en seguida. Se habían conservado perfectamente.
—Esto seguramente no vale nada —dije.
—Quizás para usted, no —me respondió. Me pidió que estirara los papeles y los extendiera sobre el ataúd.
—¿Cómo es posible que cuando niños hayamos sabido cosas que los chinos desconocen hasta el día de hoy? —pregunté.
—Cuestión de suerte —me respondió.
Comenzó a pasearse por encima de los papeles. Llevaba unas pequeñas botas negras de baloncesto. Se detenía aquí y allá para fotografiar algo que había leído. Pareció especialmente interesado en lo que Eliza y yo habíamos escrito sobre la gravedad, o por lo menos así me lo parece ahora con la perspectiva que da el tiempo.
* * *
Finalmente se mostró satisfecho. Me agradeció la cooperación que le había prestado y me informó que procedería a desmaterializarse y regresar a China.
—¿Encontró algo que tuviera algún valor? —le pregunté.
Sonrió y dijo:
—Un billete para Marte para una dama blanca que vive en el Perú.
Hi ho.
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