Capítulo 29

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HACIA el final de sus días, mamá hablaba con frecuencia sobre lo mucho que odiaba las cosas artificiales: los sabores y las fibras sintéticas, las cosas de plástico, etc. Le gustaba la seda y el algodón, el lino y la lana y el cuero, decía ella, y la arcilla y el vidrio y la piedra. Añadía que también le gustaban los caballos y los botes de vela.

—Todo eso está volviendo, mamá —le decía yo. Y era verdad.

En esa época ya había veinte caballos en mi hospital, además de los carros, carretillas, carruajes y trineos.

Yo tenía mi propia yegua, una gran Clydesdale. Crines rubias ocultaban sus cascos. Se llamaba «Estrella Dorada».

Y según me habían dicho, en las bahías de Nueva York, de Boston y San Francisco había aparecido nuevamente un bosque de mástiles. Hacía mucho tiempo que no veía embarcaciones.

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Y así me encontré con que, a medida que desaparecían las máquinas y la comunicación desde el mundo exterior se hacía cada vez más vaga, aumentaba agradablemente la hospitalidad con que mi mente recibía a la fantasía.

De modo que no me sorprendí cuando una noche, después de haber arropado a mi madre en la cama, entré en mi habitación con una vela encendida y me encontré con un chino del tamaño de mi pulgar, sentado sobre la repisa de la chimenea. Llevaba una chaqueta azul, acolchada, pantalones y una gorra.

Como pude corroborar posteriormente, se trataba del primer enviado oficial de la República Popular China a los Estados Unidos de Norteamérica en más de veinticinco años.

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Hasta donde yo sé, ninguno de los extranjeros que se introdujo en la China durante este período volvió a salir nunca.

De modo que «irse a la China» se convirtió en un generalizado eufemismo de suicidarse.

Hi ho.

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Mi pequeño visitante me indicó con un gesto que me acercara para no tener que gritar. Le presenté una oreja. Debe de haber sido algo horrible de ver, ese túnel con todos esos pelos y restos de cerumen.

Me explicó que era un embajador volante y que había sido elegido para ese trabajo a causa de su visibilidad para los extranjeros. Me aseguró que era mucho, pero mucho más grande que el chino corriente.

—Tenía la impresión de que su pueblo ya no se interesaba por nosotros —dije.

Sonrió y replicó:

—Fue una torpeza de nuestra parte decir eso, doctor Swain. Pedimos disculpas.

—¿Me está diciendo que sabemos cosas que ustedes ignoran? —pregunté.

—No exactamente —respondió—. Quiero decir que en otro tiempo ustedes sabían cosas que nosotros actualmente ignoramos.

—Soy incapaz de imaginar qué conocimientos pueden haber sido esos.

—Por supuesto. Le daré una pista: le traigo saludos de su hermana gemela desde Machu Picchu, doctor Swain.

—La pista no me dice mucho —comenté.

—Pues, tengo enormes deseos de ver los papeles que hace tantos años usted y su hermana ocultaron en la urna funeraria del mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain —replicó.

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Resultó que los chinos habían enviado una expedición a Machu Picchu para recuperar, si era posible, algunos secretos perdidos de los incas. Como mi visitante, los expedicionarios tenían una estatura superior a la normal.

En efecto, y ocurrió que Eliza se acercó a ellos con una proposición. Les dijo que sabía dónde encontrar secretos que eran tan buenos o mejores que los que habían poseído los incas.

—Si lo que digo resulta cierto —les dijo—, quiero que me premien con un viaje a la colonia que ustedes tienen en Marte.

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Me dijo que se llamaba Fu Manchú.

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Le pregunté cómo había llegado hasta la repisa de mi chimenea.

—De la misma forma que llegamos a Marte —respondió.

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