Capítulo 28

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CAMINO de regreso al Ritz, reía y lloraba, un neandertaloide de dos metros con una camisa de volantes y un esmoquin de terciopelo color azul huevo de petirrojo.

Se había reunido una multitud de gente que no podía contener su curiosidad ante la breve supernova del este y la voz que desde el cielo había hablado de la separación y el amor. Me abrí paso hasta el salón de baile y dejé que los detectives privados apostados en la puerta se encargaran de interceptar a la multitud que me seguía.

Sólo en ese momento empezaron a circular rumores entre los invitados de que algo maravilloso había ocurrido cerca de allí. Me dirigí hacia donde estaba mi madre para referirle lo que había hecho Eliza. Me quedé perplejo al encontrarla conversando con un indescriptible desconocido, ya de cierta edad, que llevaba, como los detectives, un traje de ejecutivo de mala calidad.

Mamá me lo presentó como «el doctor Mott». Se trataba, por supuesto, del médico que durante tanto tiempo nos había cuidado a Eliza y a mí en Vermont. Se encontraba en Boston por negocios y, así lo quiso la suerte, se alojaba en el Ritz.

Pero yo estaba tan intoxicado por el champán y por las noticias que traía, que no lo reconocí ni me importó quién pudiera ser. Después de haber referido a mi madre mi encuentro con Eliza, le dije al doctor Mott que había sido un placer conocerlo y me dirigí apresuradamente a otros puntos del salón.

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Cuando volví a encontrarme con mi madre, alrededor de una hora después, el doctor Mott ya se había ido. Me dijo nuevamente quién era. Sólo por cortesía expresé mis sentimientos de pesar por no haber pasado más tiempo con él. Mi madre me entregó una nota que había dejado para mí y que era su regalo de graduación.

Estaba escrita en papel con membrete del Ritz y decía simplemente lo siguiente:

Si no puedes hacer el bien, por lo menos no hagas daño.

Hipócrates

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En efecto, y cuando convertí la mansión de Vermont en una clínica y un pequeño hospital para niños, y también en mi hogar permanente, hice que esas palabras fueran grabadas en piedra sobre la puerta principal. Pero su sentido preocupaba de tal modo a mis pacientes y a sus padres que tuve que hacerla borrar. A ellos les parecía una confesión de debilidad e indecisión, les hacía pensar que podrían muy bien haberse quedado en casa.

Sin embargo conservé las palabras en mi mente y, de hecho, hice poco daño. Y el centro de gravedad intelectual de mi labor profesional fue un volumen que todas las noches guardaba con llave en una caja de caudales, el manuscrito encuadernado del manual para educar a los hijos que Eliza y yo habíamos escrito durante nuestra orgía en Beacon Hill.

No sé muy bien cómo, pero allí estaba todo.

Y pasaron los años.

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En algún momento de todo esto me casé con una mujer tan rica como yo, en realidad una prima en tercer grado que de soltera se llamaba Rose Aldrich Ford. Era muy desgraciada porque yo no la amaba y porque nunca la llevaba a ninguna parte. Nunca he sido bueno para amar. Tuvimos un hijo, Carter Paley Swain, a quien tampoco pude amar. Carter era normal y sin ningún interés para mí. En cierto modo parecía una sandía en la mata, jugoso y sin rasgos, dedicado sólo a crecer.

Después de nuestro divorcio, él y su madre adquirieron un condominio en el mismo edificio que Eliza, en Machu Picchu. Nunca volví a saber de ellos, ni siquiera cuando me eligieron presidente de los Estados Unidos.

Y pasó el tiempo.

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¡Y de pronto una mañana me desperté y me encontré con que ya casi había cumplido los cincuenta! Mamá se había trasladado a vivir conmigo en Vermont. Había vendido su casa de la Bahía de las Tortugas. Se sentía débil y asustada.

Pasaba mucho tiempo hablándome del cielo.

En esa época yo no sabía nada sobre el tema. Suponía que cuando la gente se moría, se moría.

—Sé que tu padre me está esperando con los brazos abiertos —afirmó—, y también mis padres.

Y no se equivocaba. Esperar es prácticamente todo lo que puede hacer la gente que está en el cielo.

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Por la manera cómo ella describía el cielo, hacía pensar en un campo de golf en Hawai, con cuidados prados y senderos que bajaban hacia un tibio océano.

Yo le hacía pequeñas bromas sobre el tema.

—Parece un lugar en que la gente toma mucha limonada —comenté.

—Me encanta la limonada —replicó.

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