Capítulo 27

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NUNCA volví a ver el rostro de Eliza después de la orgía. Sólo escuché su voz en dos ocasiones: cuando recibí mi título de médico, y luego cuando era presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y ya hacía largo, largo tiempo que ella había muerto.

Hi ho.

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Cuando con motivo de mi graduación mi madre organizó una fiesta en Boston, en el Ritz, ni ella ni yo nos imaginamos que Eliza llegaría a enterarse y que viajaría desde el Perú.

Mi hermana gemela nunca escribió ni telefoneó. Los rumores que nos llegaban acerca de ella eran tan imprecisos como los que provenían de la China. Bebía en exceso, comentó alguien. Había comenzado a jugar al golf.

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Estaba disfrutando de mi fiesta cuando un botones se me acercó para decirme que alguien quería verme; no me esperaba en el vestíbulo, sino afuera, en medio de la fragante noche de luna. Eliza no podía estar más lejos de mis pensamientos.

Mientras seguía al botones, me imaginaba que el Rolls Royce de mi madre estaría estacionado ahí fuera.

Me tranquilizaban el uniforme y los modales serviles de mi guía. También me sentía un poco mareado a causa del champán. No vacilé en seguirlo cuando cruzó la calle Arlington y luego penetró en el parque encantado, en el jardín botánico.

Se trataba de un impostor. No era en absoluto un botones.

* * *

Nos internamos en el bosque y en cada uno de los claros que aparecían yo esperaba ver el Rolls Royce de mi madre.

En cambio, el guía me llevó hasta una estatua que representaba una antigua figura de un médico, vestido en un estilo muy parecido al que me gustaba exhibir a mí. De aspecto melancólico pero orgulloso, sostenía en los brazos a un joven dormido.

Según pude leer a la luz de la luna, la inscripción explicaba que era un monumento erigido al primer empleo de la anestesia en cirugía en los Estados Unidos, el cual tuvo lugar en Boston.

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Había advertido que de algún lugar de la ciudad, quizás de la avenida Commonwealth, provenía un fuerte zumbido. No me imaginé que pudiese tratarse de un helicóptero.

Pero entonces el falso botones —en realidad un servidor inca de Eliza—, disparó una bengala.

Todo lo que tocó el imprevisto resplandor adquirió el aspecto de una estatua: algo inerte, digno de ejemplo, y que pesaba toneladas.

El helicóptero se materializó sobre nosotros convertido en una alegoría, transformado en un terrible ángel mecánico por efecto del resplandor del fogonazo.

Eliza estaba allí arriba con un megáfono.

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No descarté la posibilidad de que me disparara o me golpeara con una bolsa de excrementos. Había venido desde el Perú para recitar la mitad de un soneto de Shakespeare.

—¡Escuchen! —dijo—. ¡Escuchen! —Y luego agregó una vez más—: ¡Escuchen!

El resplandor empezaba a apagarse. El paracaídas de la bengala había quedado cogido en la copa de un árbol cercano.

He aquí lo que Eliza me dijo a mí y a la gente que se encontraba en los alrededores:

¡Oh! ¿Cómo puedo cantar tus méritos

cuando eres la mejor parte de mí misma?

¿De qué me servirá alabarme?

¿Y qué hago cuando te alabo sino cantar mi propia alabanza?

Por esto vivamos separados

y que nuestro caro amor deje de ser una sola cosa

y que por esta separación pueda darte

lo que te es debido, lo que tú solo mereces.

* * *

Formé bocina con las manos y la llamé, y luego agregué algo audaz, algo que sentía auténticamente por primera vez en mi vida:

—¡Eliza! ¡Te amo! —grité.

La oscuridad era completa en ese momento.

—¿Me has oído, Eliza? ¡Te amo! ¡Te amo de verdad!

—Te he oído —respondió—. Nadie debería nunca decir eso a otra persona.

—Lo digo en serio.

—Entonces yo a mi vez también te diré algo, hermano mío, mi gemelo.

—¿Qué?

Sus palabras, que resonaron en la oscuridad, fueron las siguientes:

—Que Dios guíe la mano y la mente del doctor Wilbur Rockefeller Swain.

* * *

Y el helicóptero se alejó.

Hi ho.

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