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UN mutuo terror nos mantuvo separados después de la orgía. Norman Mushari, que era nuestro enlace, me dijo que Eliza se hallaba en peor estado que yo a causa de todo lo sucedido.
—Casi tuve que internarla de nuevo —me explicó—. Y esta vez por una buena razón.
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Machu Picchu, la antigua capital inca situada en la cumbre de los Andes peruanos, se estaba convirtiendo entonces en un refugio para la gente rica y sus parásitos, gente que huía de las reformas sociales y el desastre económico, y que provenía no sólo de los Estados Unidos, sino de todos los rincones del mundo. Incluso había algunos chinos de tamaño natural que se habían negado a permitir que sus hijos fueran miniaturizados.
Y Eliza se trasladó a un condominio allí para estar lo más lejos posible de mí.
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Cuando Mushari vino a mi casa a contarme lo del probable traslado de Eliza a Perú, una semana después de la orgía, me confesó que se había sentido totalmente confundido mientras se hallaba atado a la silla del comedor.
—Tuve la impresión de que se convertían en algo progresivamente monstruoso, como una especie de hermanos Frankenstein —me dijo—. Me convencí de que en algún lugar de la casa había un conmutador que los controlaba. Incluso llegué a descubrir cuál podría ser. Apenas me desaté corrí y lo saqué de cuajo.
Era Mushari quien había arrancado el termostato de la pared.
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Para demostrarme lo cambiado que estaba, reconoció que sus motivaciones para obtener la libertad de Eliza habían sido totalmente egoístas.
—Yo era un cazador de comisiones. Me dedicaba a buscar a la gente rica que había sido injustamente encerrada en hospitales psiquiátricos y obtenía su libertad. Dejaba que los pobres se pudrieran en sus mazmorras.
—De todos modos prestaba un servicio útil —comenté.
—No, no lo creo —replicó—. Prácticamente todas las personas cuerdas que saqué del hospital se volvieron locas casi inmediatamente después.
—De pronto me siento muy viejo —dije—. Ya no soporto más.
Hi ho.
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De hecho, Mushari quedó tan afectado por la orgía que traspasó la responsabilidad de todos los asuntos legales y financieros de Eliza a la misma gente que se encargaba de los de mamá y los míos.
Sólo una vez volví a saber de él, unos dos años más tarde, más o menos en la época en que me gradué en la Facultad de Medicina —a propósito, obtuve las peores calificaciones de mi promoción—. Mushari había patentado un invento. Una fotografía de él y una descripción de su invento aparecían en una de las páginas económicas de The New York Times.
En ese tiempo el zapateo se había convertido en una obsesión nacional. Mushari había inventado pasos de baile que podían ser adheridos a las suelas de los zapatos y luego quitados. La persona, según Mushari, podía llevar estos pasos en una pequeña bolsa de plástico en el bolsillo o en el bolso, y ponérselos solo cuando fuese el momento de zapatear.
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