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PERDIMOS los estribos. Sólo la gracia de Dios impidió que saliéramos dando tumbos de la casa para caer en medio de la multitud que llenaba la calle Beacon. Algunas partes de nosotros, de las que yo ya había perdido conciencia y de las que Eliza había estado durante todo aquel lapso atrozmente consciente, habían planeado este reencuentro durante largo, largo tiempo.
Ya no sabía dónde terminaba yo y dónde comenzaba Eliza. O dónde terminábamos Eliza y yo y dónde comenzaba el resto del mundo. Era maravilloso y horrible a la vez. Espero que el siguiente dato sirva para medir la cantidad de energía implicada: La orgía se prolongó durante cinco días con sus noches.
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Después de eso, Eliza y yo dormimos tres días seguidos. Cuando desperté finalmente, me hallaba en mi cama. Pero me estaban dando alimentación intravenosa.
Eliza, según me enteré más tarde, había sido trasladada a su casa en una ambulancia privada.
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Y si se preguntan por qué nadie nos separó ni pidió ayuda, la explicación es la siguiente: Eliza y yo capturamos a Norman Mushari, a la pobre mamá y a los sirvientes, uno por uno.
No recuerdo haber hecho eso.
Aparentemente los atamos a unas sillas de madera, los amordazamos y luego los colocamos ordenadamente alrededor de la mesa del comedor.
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Gracias a Dios, les dimos agua y comida, de lo contrario nos habríamos convertido en asesinos. Sin embargo no les permitíamos ir al lavabo y sólo les dábamos mantequilla de cacahuete y sándwiches de gelatina. Parece que salí varias veces de la casa en busca de pan, gelatina y mantequilla de cacahuete.
Y a continuación la orgía volvía a comenzar.
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Recuerdo que le leí a Eliza párrafos de los libros sobre pediatría, psicología infantil, sociología y antropología que yo tenía. Nunca había tirado un libro de ninguno de los cursos que había seguido.
Recuerdo unos retorcidos abrazos que alternaban con períodos en que permanecía sentado ante la máquina de escribir con Eliza junto a mí. Yo estaba escribiendo algo a una velocidad sobrehumana.
Hi ho.
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Cuando salí del estado de coma, Mushari y mis propios abogados ya habían pagado generosamente a los sirvientes por la agonía que habían sufrido sentados a la mesa y por su silencio respecto de las espantosas cosas que habían presenciado.
Mamá ya había sido dada de alta en el Hospital General de Massachusetts y estaba de vuelta en cama en su casa de la Bahía de las Tortugas.
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Físicamente, yo había sufrido un agotamiento y nada más.
Sin embargo, cuando se me permitió levantarme me sentía tan afectado psicológicamente que pensé que todo me iba a resultar desconocido. Si ese día hubiésemos tenido gravedad variable, como de hecho ocurrió muchos años más tarde, si hubiese tenido que arrastrarme a gatas por la casa, como lo hago a menudo ahora, todo eso me hubiera parecido la reacción adecuada del Universo ante todo lo que yo había sufrido.
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Pero las cosas habían cambiado muy poco. La casa estaba perfectamente ordenada.
Los libros nuevamente en los estantes, un termostato destrozado sustituido, tres sillas del comedor enviadas a un taller de reparaciones, sólo la alfombra se veía algo diferente, unas zonas más pálidas indicaban el lugar donde habían estado las manchas.
La única prueba de que algo extraordinario había ocurrido era en sí misma un modelo de pulcritud: un manuscrito depositado sobre una mesita del salón, sobre la que yo había tecleado tan furiosamente durante mi pesadilla.
Eliza y yo habíamos escrito, sin que yo supiera cómo, un manual sobre cómo criar a los hijos.
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¿Tenía algún valor? En realidad, no. Sólo sirvió para que llegara a convertirse, después de la Biblia y El placer de cocinar, en el libro de más éxito de todos los tiempos.
Hi ho.
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Lo encontré tan útil cuando empecé a practicar la pediatría en Vermont que lo hice publicar bajo el seudónimo de Eli W. Rockmell, médico, una especie de amalgama del nombre de Eliza y el mío.
Fue el editor quien le puso título. Se llamó Así que se decidieron a tener un niño.
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Pero durante nuestra orgía Eliza y yo dimos al libro un título y una paternidad literaria muy diferentes. Fueron los siguientes:
EL GRITO DEL NOCTURNO CHOTACABRAS
por
BETTY Y BOBBY BROWN
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