Capítulo 24

* * * * *

SUPUSE que en este ataque a mi dignidad Eliza había utilizado todas sus armas, y que de algún modo yo había sobrevivido.

Sin orgullo, con una especie de interés clínico y cínico a la vez, advertí que yo poseía un carácter férreo, aparentemente capaz de repeler cualquier ataque incluso si decidía no levantar ningún tipo de defensas.

¡Cómo me equivocaba al pensar que Eliza había agotado su furia!

Sus ataques iniciales sólo habían tenido el propósito de dejar al descubierto la corteza de mi carácter. Se había limitado a enviar patrullas ligeras para cortar los árboles y arbustos que crecían ante ella, para arrancarle sus vides, por decirlo así.

Y en ese momento, sin que yo me diera cuenta de ello, el caparazón de mi carácter estaba ya ante sus ocultos obuses, casi a quemarropa, tan frágil y desnudo como una probeta.

Hi ho.

* * *

Se produjo un momento de calma. Eliza se paseó por la sala examinando los libros, que no podía leer por supuesto. Luego se volvió hacia mí, ladeó la cabeza y preguntó:

—¿La gente ingresa en la Facultad de Medicina de Harvard porque sabe leer y escribir?

—Trabajé intensamente, Eliza —dije—. No fue fácil para mí en un comienzo. Tampoco lo es ahora.

—Si Bobby Brown obtiene el título de doctor —comentó—, quiere decir que hay alguien que cree en las curaciones milagrosas.

—No seré el mejor médico del mundo —repliqué—, tampoco seré el peor.

—Podrías tener mucho éxito con un gong —dijo. Hacía referencia a recientes rumores en el sentido de que los chinos habrían tenido un notable éxito en el tratamiento del cáncer de mama mediante el empleo de la música de antiguos gongs—. Tienes todo el aspecto de un hombre capaz de hacer sonar un gong.

—Gracias.

—Tócame —dijo.

—¿Qué?

—Soy carne de tu carne, soy tu hermana, tócame —pidió.

—Sí, por supuesto —respondí. Pero mis brazos parecían misteriosamente paralizados.

* * *

—No corre prisa —dijo Eliza.

—Bueno… —dije—, como me tienes tanto odio, yo…

—Odio a Bobby Brown —contestó.

—Como odias a Bobby Brown…

—Y a Betty Brown —interrumpió.

—Ya hace tanto tiempo de eso.

—Tócame —insistió.

—Eliza, ¡por favor! —exclamé. Mis brazos seguían sin obedecerme.

—Te tocaré yo —dijo ella.

—Lo que tú digas —contesté. Yo estaba muerto de miedo.

—¿No estarás enfermo del corazón, verdad, Wilbur?

—No —aseguré.

—Si te toco, ¿me prometes que no morirás?

—Lo prometo.

—Tal vez me muera yo —dijo Eliza.

—Espero que no.

—El hecho de que yo dé la impresión de que sé lo que va a ocurrir no quiere decir que lo sepa en realidad. Quizás no suceda nada.

—Quizás.

—Nunca te he visto tan asustado —dijo.

—Soy humano —repliqué.

—¿Quieres decirle a Normie de qué tienes miedo? —me preguntó.

—No —respondí.

* * *

Con las puntas de los dedos casi rozándome la mejilla, Eliza repitió una frase de un chiste sucio que Ancas Potrancas le había contado a uno de los sirvientes cuando éramos niños. Lo habíamos escuchado a través de una pared. Se refería a una mujer que era ferozmente activa en la relación sexual. En el chiste, la mujer hacía una advertencia a un desconocido que empezaba a hacerle el amor.

Eliza me transmitió la provocativa advertencia:

—No te quites el sombrero, chico, porque no sabemos dónde vamos a ir a parar.

* * *

Luego me tocó.

Volvimos a convertirnos en un genio único.

* * *