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POR supuesto que ni mi madre ni yo pusimos ningún tipo de dificultades a Eliza y su abogado, de modo que ella pudo fácilmente recuperar el control de su fortuna. Y prácticamente lo primero que hizo fue comprar la mitad de las acciones del equipo de fútbol profesional Los patriotas de Nueva Inglaterra.
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El resultado de esta compra fue que su caso recibió aún más publicidad. Eliza todavía se resistía a salir del confesionario para enfrentar las cámaras, pero Mushari aseguró al mundo que Eliza no llevaba el jersey azul y dorado del equipo mientras estaba sentada en su interior.
En esta misma entrevista se le preguntó si se mantenía al tanto de lo que ocurría en el mundo, a lo cual replicó:
—Desde luego, comprendo perfectamente que los chinos se hayan vuelto a su país.
Eso estaba relacionado con el hecho de que la República Popular China había retirado a su embajador en Washington. En ese entonces la miniaturización de seres humanos había progresado hasta tal punto que el embajador sólo medía 60 cm. Su despedida fue cortés y amistosa. Explicó que su país suspendía las relaciones diplomáticas simplemente porque en los Estados Unidos ya no estaba ocurriendo nada que pudiera interesar a los chinos.
Se le preguntó a Eliza en qué sentido comprendía tan perfectamente esta situación.
—¿Qué país civilizado podría estar interesado en un infierno como los Estados Unidos —respondió—, donde todo el mundo tiene una forma asquerosa de tratar a sus parientes?
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Y luego, un día se la vio en compañía de Mushari ir a pie de Cambridge a Boston cruzando el puente de la Avenida Massachusetts. Era un día tibio y soleado. Eliza llevaba un quitasol y el jersey de su equipo.
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¡Dios mío, había que ver en qué se había convertido la pobre!
Estaba tan encorvada que su rostro llegaba a la misma altura del de Mushari —y Mushari tenía más o menos la estatura de Napoleón—. Fumaba un cigarrillo tras otro y tosía como si estuviese tratando de arrancarse la cabeza.
Mushari llevaba un traje blanco y un bastón. Y lucía un clavel rojo en la solapa.
El abogado y su cliente se vieron pronto rodeados por una amistosa multitud y por fotógrafos y equipos de la televisión.
Y mi madre y yo veíamos todo esto por la televisión en medio del más completo horror porque la multitud se acercaba cada vez más a mi casa de Beacon Hill.
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—Oh, Wilbur, Wilbur, Wilbur —decía mi madre mientras veíamos todo eso—, ¿es ésa realmente tu hermana?
Hice un chiste amargo, sin sonreír.
—Hay dos posibilidades, mamá. O es tu hija única o es el tipo de oso hormiguero que llaman aardvark.
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