Capítulo 21

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REFIRIÉNDOSE al centro donde internamos a Eliza, mamá me explicó más tarde:

—No era un hospital barato, sabes. Nos costaba 200 dólares diarios. Y los doctores nos dijeron expresamente que no la visitáramos, ¿no es verdad, Wilbur?

—Creo que sí, mamá —repliqué y luego dije la verdad—: En realidad, lo he olvidado.

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En ese entonces yo no sólo me había convertido en un Bobby Brown estúpido, sino también vanidoso. Aunque no era más que un estudiante de primer año de medicina y tenía los genitales de un ratón recién nacido, era dueño de una gran casa en Beacon Hill. Llegaba a la Universidad en un Jaguar conducido por un chofer y ya había comenzado a vestirme como lo haría cuando fuese presidente de los Estados Unidos, como un anticuado saltimbanqui de la Medicina.

Daba fiestas casi todas las noches. Habitualmente yo sólo aparecía durante unos minutos, fumando hachís en una pipa de espuma de mar y luciendo una bata de finísima seda verde esmeralda.

En una de esas fiestas se me acercó una atractiva muchacha y me dijo:

—Eres tan feo que resultas el ser más sexy que he visto en mi vida.

—Lo sé —repliqué—, lo sé, lo sé.

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Mi madre me visitaba a menudo en Beacon Hill, donde había hecho construir especialmente una suite para ella, y yo iba con frecuencia a verla a la Bahía de las Tortugas. Así que, después de que Norman Mushari consiguió que Eliza saliera del hospital, los periodistas se precipitaron a hacernos preguntas.

La noticia causó sensación.

Los multimillonarios que maltratan a sus parientes siempre causan sensación.

Hi ho.

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Resultaba muy violento, y no podía haber sido de otra manera, por supuesto.

Todavía no habíamos visto a Eliza y no habíamos conseguido comunicarnos con ella por teléfono. Mientras tanto casi todos los días aparecían en la prensa cosas insultantes que ella con toda justicia decía de nosotros.

Lo único que nosotros podíamos mostrar a los periodistas era un telegrama que habíamos enviado a Eliza por intermedio de su abogado, y la respuesta que habíamos recibido…

Nuestro telegrama decía: TE RECORDAMOS CON CARIÑO. TU MADRE Y TU HERMANO.

El telegrama de Eliza decía: YO TAMBIÉN. ELIZA.

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Eliza no permitía que se la fotografiase. Había hecho que su abogado le comprara un confesionario en una iglesia que estaban derribando. Ella se instalaba en el interior del confesionario cada vez que concedía entrevistas para la televisión.

Mamá y yo veíamos esas entrevistas tomados de la mano y sufriendo horrores.

Además, la potente voz de contralto de Eliza nos resultaba tan desconocida que llegamos a pensar que quizás hubiese un impostor en el interior del confesionario; pero no, era Eliza.

Recuerdo que un reportero le preguntó:

—¿Cómo empleaba su tiempo en el hospital, señorita Swain?

—Cantando —contestó ella.

—¿Cantando algo en especial?

—La misma canción una y otra vez —contestó ella.

—¿Qué canción era ésa?

Un día vendrá mi príncipe azul.

—¿Y había pensado usted en algún príncipe determinado para que la salvara?

—Mi hermano gemelo —respondió—. Pero es un cerdo, por supuesto. Jamás apareció por allí.

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