* * * * *
NUESTROS pobres padres habían creído en un principio que éramos idiotas. Intentaron adaptarse a esa idea. Luego creyeron que éramos genios. Trataron de adaptarse a eso. Finalmente les informaron que éramos normales y corrientes, y estaban intentando adaptarse a esto último.
Les observábamos a través de las mirillas cuando hicieron una ciega y lastimosa súplica. Preguntaron a la doctora Cordelia Swain Cordiner cómo podían hacer compatible nuestra torpeza con el hecho de que podíamos conversar en forma erudita sobre tan diversos temas y en tantos idiomas.
Con penetrante agudeza, la doctora Cordiner les aclaró ese punto.
—El mundo está lleno de gente que tiene una gran capacidad para parecer más inteligente de lo que es en realidad —dijo—. Nos deslumbran con hechos, citas, palabras extranjeras y cosas por el estilo, y la verdad es que prácticamente no saben nada que sirva para la vida tal como se vive. Mi objetivo es descubrir a esa gente para que la sociedad pueda protegerse de ella, para que ella pueda protegerse de sí misma.
»Eliza es un ejemplo perfecto —continuó—. Me ha hablado extensamente sobre economía, astronomía, música y todos los temas imaginables, y sin embargo no sabe leer ni escribir, y nunca aprenderá a hacerlo.
* * *
Agregó que nuestro caso no era especialmente triste ya que no aspirábamos a desempeñar cargos importantes.
—Casi no tienen ninguna ambición —dijo—, de modo que el mundo no puede decepcionarles. Sólo desean que la vida siga siendo la misma que han conocido hasta el momento, lo cual es imposible, por supuesto.
Papá asintió tristemente.
—¿Y el niño es el más inteligente de los dos? —preguntó.
—Sí, en el sentido de que puede leer y escribir —replicó la doctora Cordiner—. No es en absoluto tan extrovertido como su hermana. Cuando está separado de ella se queda tan callado como una tumba. Sugiero que se le envíe a una escuela especial, que no sea demasiado exigente desde el punto de vista académico ni demasiado amenazadora en el aspecto social, un lugar donde pueda aprender a rascarse con sus propias uñas.
—¿Aprender qué? —preguntó papá.
La doctora Cordiner le repitió:
—A rascarse con sus propias uñas.
* * *
En ese momento Eliza y yo deberíamos haber atravesado la pared a puntapiés, deberíamos haber entrado en la biblioteca furibundos, en medio de una explosión de trozos de yeso y de madera.
Pero teníamos el buen sentido de darnos cuenta de que la posibilidad de escuchar a hurtadillas era una de nuestras pocas ventajas.
De modo que volvimos sigilosamente a nuestros dormitorios y luego nos precipitamos al corredor, bajamos corriendo las escaleras, cruzamos el vestíbulo y entramos en la biblioteca, haciendo todo ese tiempo algo que nunca habíamos hecho antes: estábamos sollozando.
Anunciamos que si alguien intentaba separarnos nos suicidaríamos.
* * *
La doctora, Cordiner se rió. Afirmó a nuestros padres que varias de las preguntas de los tests estaban destinadas a descubrir tendencias suicidas.
—Les garantizo totalmente —afirmó— que la última cosa que éstos harían es suicidarse.
Decir esto último tan alegremente fue un error táctico de su parte porque hizo que algo se activara en mi madre. La atmósfera de la habitación se cargó de electricidad cuando mi madre dejó de ser una muñeca débil, crédula y cortés.
No dijo nada al comienzo. Pero se había convertido claramente en un ser subhumano, en el mejor sentido. Era una pantera al acecho, repentinamente dispuesta a arrancarle la garganta a no importa qué número de pedagogos, en defensa de sus cachorros.
Fue la única vez en su vida en que se sintió irracionalmente comprometida con su papel de madre de Eliza y mía.
* * *
Eliza y yo percibimos telepáticamente esta repentina alianza animal, me parece. En todo caso, recuerdo que sentía las húmedas paredes de mis senos nasales hormiguear de excitación.
Dejamos de llorar, tampoco sabíamos hacerlo muy bien. Y claramente exigimos algo que podían concedernos de inmediato. Pedimos que se repitieran los tests de inteligencia, pero que esta vez se nos permitiera responder a ellos juntos.
—Queremos mostrarles —dije— lo maravillosos que somos cuando trabajamos juntos para que nunca nadie vuelva a mencionar la posibilidad de separarnos.
Hablamos con cautela. Les expliqué quiénes eran Betty y Bobby Brown. Estuve de acuerdo en que eran estúpidos. Dije que no sabíamos lo que era odiar, y que habíamos tenido dificultades para comprender esa actividad humana en particular cada vez que encontrábamos en los libros una referencia a ella.
—Pero ya estamos dando nuestros primeros pasos —intervino Eliza—. En este mundo, nuestro odio se limita sólo a dos personas: a Betty y Bobby Brown.
* * *
Resultó que, entre otras cosas, la doctora Cordiner era una mujer muy cobarde y, como muchos cobardes, eligió el momento menos indicado para tratar de intimidarnos. Se burló de nuestra petición.
—¿En qué mundo creen que viven? —dijo, y luego añadió otras cosas parecidas.
Así que mi madre se levantó y se le acercó, sin tocarla ni mirarla a los ojos. Mamá le habló dirigiéndose a su garganta, y en un tono entre ronroneo y gruñido dijo a la doctora Cordiner que era un pedo de pájaro mal vestido.
* * *