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FEDOR Mijailovich Dostoievski, el novelista ruso, dijo una vez que «un sagrado recuerdo de la infancia es quizás la mejor educación». Se me ocurre otra manera rápida de educar a un niño; a su modo, quizás resulte igualmente saludable: encontrarse con un ser humano que goza de un enorme respeto en el mundo de los adultos, y darse cuenta de que esa persona es en realidad un demente rencoroso.
Esa fue nuestra experiencia con la doctora Cordelia Swain Cordiner, generalmente considerada la mejor especialista del mundo en tests psicológicos, con la posible excepción de China. Ya nadie sabía qué estaba ocurriendo en China.
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Tengo un ejemplar de la Enciclopedia Británica aquí, en el vestíbulo del Empire State, lo cual explica que haya mencionado el segundo nombre de Dostoievski.
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La doctora Cordelia Swain Cordiner aparecía invariablemente distinguida y cortés cuando se hallaba en presencia de adultos. Siempre la vimos cuidadosamente vestida en la mansión: zapatos de tacón alto, vestidos elegantes y joyas.
Una vez la escuchamos cuando decía a nuestros padres:
—El solo hecho de que una mujer tenga tres doctorados y dirija un instituto de diagnóstico que produce tres millones de dólares al año, no quiere decir que no pueda ser femenina.
Pero cuando se encontraba a solas con Eliza y conmigo le rezumaba la paranoia.
—Se acabaron los trucos —solía decirnos—, no me vengáis con esas historias de niños ricos presumidos.
Y Eliza y yo no habíamos hecho nada malo.
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La enfurecían tanto el dinero y el poder que tenía nuestra familia, la ponían tan enferma, que tengo la impresión de que nunca se dio cuenta de lo altos y feos que éramos. Ella sólo nos veía como otro par de niños ricos malcriados.
—Yo no nací en cuna de oro —nos dijo no sólo una sino muchas veces—. Había días en los que no sabíamos de dónde íbamos a sacar para comer. ¿Tenéis vosotros idea de lo que es eso?
—No —respondió Eliza.
—Por supuesto que no —recalcó la doctora Cordiner.
Y cosas parecidas.
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Como era paranoica, resultaba especialmente lamentable que su segundo nombre fuese igual que nuestro apellido.
—No soy vuestra dulce tía Cordelia —solía decirnos—. No necesitáis devanaros vuestros aristocráticos sesos. Cuando mi abuelo llegó de Polonia cambió su apellido Stankowitz por Swain —sus ojos echaban chispas—. Decid «Stankowitz».
Lo dijimos.
—Ahora decid «Swain».
Lo hicimos.
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Y finalmente uno de nosotros le preguntó por qué estaba tan enfadada.
Esto la tranquilizó de inmediato.
—No estoy enfadada —dijo—. Sería muy poco profesional de mi parte enfadarme por algo. Sin embargo, permitidme deciros que pedir a una persona de mí categoría que haga un largo viaje hasta este inhóspito lugar para administrar personalmente unos tests a sólo dos niños es como pedirle a Mozart que afine un piano, o como pedirle a Albert Einstein que encuentre el error en un talonario de cheques. ¿Me entienden señorita Eliza y señorito Wilbur, como tengo entendido que se llaman?
—¿Y entonces por qué vino? —le pregunté.
Su furia se hizo patente una vez más. Me respondió esto con todo el rencor imaginable:
—Porque el dinero manda, pequeño Lord Fauntleroy.
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Sufrimos un sobresalto mayor aún cuando nos enteramos de que se proponía administrarnos los tests por separado. Inocentemente le explicamos que obtendríamos muchas más respuestas correctas si nos permitían juntar nuestras cabezas.
Adoptó una actitud de suprema ironía.
—Vaya, por supuesto que sí, señorita y señorito —contestó—. ¿Y no os gustaría tener también una enciclopedia en el cuarto y quizás el profesorado de la Universidad de Harvard, para que os digan las respuestas cuando no estéis seguros?
—Eso no estaría mal —respondimos.
—Por si acaso nadie os lo ha dicho —explicó—, estamos en los Estados Unidos de Norteamérica, donde nadie tiene derecho a depender de nadie, donde todo el mundo aprende a abrirse su propio camino.
»Yo he venido aquí para haceros algunos tests —dijo—, pero hay una regla básica para la vida que me gustaría enseñaros. Os aseguro que en el futuro me lo agradeceréis.
La regla era la siguiente: Ráscate con tus propias uñas.
—¿Podéis repetirlo y grabarlo en vuestras mentes? —preguntó.
No sólo pude repetirlo sino que lo recuerdo hasta el día de hoy: Ráscate con tus propias uñas.
Hi ho.
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Así que no nos quedó otra alternativa que rascarnos con nuestras propias uñas. Nos hicieron tests individuales sentados ante la mesa de acero inoxidable en el comedor de azulejos. Cuando uno de nosotros se hallaba allí dentro con la doctora Cordiner, con la «tía Cordelia», como la llamábamos entre nosotros, el otro era llevado al lugar más apartado posible, al salón de baile en la cima de la torre, en el ala norte de la mansión.
Ancas Potrancas tenía la misión de vigilar al que se encontrara en el salón de baile. Fue elegido para ese trabajo a causa de que en un tiempo había sido soldado. Escuchamos las instrucciones que le impartió la «tía Cordelia». Le pidió que se mostrara muy atento al menor síntoma que pudiera hacer pensar que nos estábamos comunicando telepáticamente.
La ciencia occidental, más algunas pistas proporcionadas por los chinos, había aceptado finalmente que algunas personas se podían comunicar sin signos visibles ni auditivos. El aparato transmisor y receptor de estos extraños mensajes estaba situado en la superficie de los senos nasales y por lo tanto esas cavidades tenían que estar en buena salud y libres de obstrucciones.
La pista más importante que los chinos proporcionaron a Occidente fue esta enigmática frase, pronunciada en inglés, que pudo ser descifrada sólo después de muchos años: Me siento muy solo cuando estoy acatarrado.
Hi ho.
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Pues bien, la telepatía no nos servía de nada a distancias superiores a los tres metros. Con uno de nosotros en el comedor y otro en el salón de baile era como si nuestros cuerpos estuvieran en distintos planetas, que es de hecho lo que ocurre en este momento.
Yo, por supuesto, podía realizar exámenes escritos, pero Eliza no. Cuando la «tía Cordelia» examinaba a Eliza, tenía que leerle en voz alta las preguntas y luego poner por escrito sus respuestas.
Y nos parecía que no acertábamos con ninguna de las preguntas. Pero debimos responder a algunas correctamente porque la doctora Cordiner informó a nuestros padres que nuestra inteligencia «… era normal baja para su edad».
Sin saber que estábamos escuchando, agregó que probablemente Eliza nunca aprendería a leer ni a escribir y por lo tanto no podría votar ni obtener un permiso de conducir. Trató de suavizar esto comentando que Eliza era «una parlanchína encantadora».
Dijo que yo era «… un chico bueno, serio, a quien fácilmente distraía su atolondrada hermana. Sabe leer y escribir pero su comprensión del significado de las palabras es mínimo. Todo hace pensar que si se le separara de su hermana podría llegar a ser empleado de una gasolinera o portero de una escuela de provincias. Sus perspectivas de llevar una vida útil y feliz en una zona rural son razonables».
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En ese mismo momento la República Popular China creaba literalmente millones de millones de genios mediante el sencillo procedimiento de enseñar a pares o a pequeños grupos de especialistas compatibles la forma de pensar como una sola mente. Y esas mentes reunidas estaban a la altura de la de Newton o la de Shakespeare, por ejemplo.
Sí, claro que lo recuerdo, y mucho antes de que yo llegara a ser presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, los chinos habían comenzado a combinar esas mentes sintéticas y a convertirlas en intelectos tan increíbles que el mismo Universo parecía estar diciéndoles: Espero sus instrucciones. Ustedes pueden llegar a ser lo que quieran. Yo puedo convertirme en lo que ustedes quieran.
Hi ho.
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Me enteré de este ardid chino mucho después de la muerte de Eliza y mucho después de que perdiera toda mi autoridad como presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Para entonces ya no había nada que yo pudiera hacer con esa información.
En todo caso hubo algo que me resultó divertido. Me dijeron que la vieja y pobre civilización occidental había proporcionado a los chinos la idea de juntar estos genios sintéticos. Se inspiraron en los científicos norteamericanos y europeos que durante la Segunda Guerra Mundial juntaron sus cabezas con la resuelta intención de idear una bomba atómica.
Hi ho.
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