Capítulo 15

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POR supuesto que ni a Eliza ni a mí se nos permitió volver al consuelo de la idiotez. Recibíamos severas reprimendas cuando lo intentábamos. Nuestros padres y la servidumbre encontraron un subproducto de nuestra metamorfosis positivamente delicioso: de pronto tenían derecho a reprendernos violentamente.

¡Ay! Qué broncas recibíamos de vez en cuando.

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El doctor Mott fue despedido y llevaron a todo tipo de expertos. Durante un tiempo resultó divertido. Los primeros en llegar fueron especialistas del corazón, pulmones, riñones y cosas así. Cuando nos hubieron estudiado órgano por órgano y humor por humor, descubrieron que éramos obras maestras de salud.

Eran simpáticos, todos empleados de la familia en cierto sentido. Se trataba de investigadores financiados por la Fundación Swain de Nueva York. Por eso resultó tan fácil reunirlos y llevarlos a Galen. La familia les había ayudado, ahora ellos a su vez ayudarían a la familia.

Nos tomaban el pelo con frecuencia. Recuerdo que una vez uno me dijo que debía ser muy divertido tener mi estatura. «¿Cómo está el tiempo allá arriba?» —me preguntó, y cosas así.

Sus bromas tenían para nosotros un efecto tranquilizante. Nos daban la impresión equivocada de que ni importaba lo feos que fuésemos. Todavía recuerdo lo que dijo un otorrinolaringólogo cuando examinó las enormes cavidades nasales de Eliza con una linterna: «¡Dios mío, enfermera —exclamó—, llame a la National Geographic Society! ¡Acabamos de descubrir una nueva entrada para la cueva del mamut!»

Eliza se rió. La enfermera se rió. Yo me reí, todos nos reímos.

Nuestros padres se encontraban en otra parte de la mansión. Ellos se mantenían alejados de la diversión.

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Incluso en esas primeras etapas de la situación habíamos experimentado la inquietante sensación de estar separados. Algunos de los exámenes exigían que nos halláramos a varias habitaciones de distancia. A medida que aumentaba el espacio entre Eliza y yo, sentía que la cabeza se me estaba solidificando.

Me convertía en un ser estúpido e inseguro.

Cuando volvía a unirme con Eliza, ella me decía que había sentido una cosa muy parecida: «Como si me estuviesen llenando el cráneo de mercurio», decía.

Valientemente tratamos de que esos niños apáticos en los que nos convertíamos, no nos resultaran aterradores sino más bien divertidos. Fingíamos que no tenían nada que ver con nosotros e inventamos nombres para ellos. Les llamamos «Betty y Bobby Brown».

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Y ahora creo que este es un momento tan bueno como cualquiera para decir que cuando leímos el testamento de Eliza, después de que perdiera la vida a causa del alud marciano, nos enteramos de que deseaba ser enterrada en el mismo lugar de su muerte. Su tumba debía estar señalada por una lápida muy simple, grabada con los siguientes datos y nada más:

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Como iba diciendo, fue la última especialista que nos examinó, la doctora Cordelia Swain Cordiner, una psicóloga, la que decretó que Eliza y yo deberíamos permanecer separados en forma permanente, que deberíamos, por decirlo así, convertirnos para siempre en Betty y Bobby Brown.

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