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EN medio de toda la excitación Eliza y yo permitimos que nuestras cabezas se separaran varios centímetros, de modo que dejamos de pensar en forma genial.
Llegamos a ponernos tan estúpidos que creímos que papá sólo tenía sueño, de modo que le hicimos beber café y tratamos de despertarle con canciones y adivinanzas que sabíamos.
Recuerdo que le pregunté si sabía por qué la crema es mucho más cara que la leche.
Replicó entre dientes que no sabía la respuesta.
Eliza se la dio:
—Porque a las vacas les revienta tener que ponerse en cuclillas para llenar esas botellas tan pequeñas.
Nos reímos, nos revolcamos por el suelo. Luego Eliza se levantó y se plantó frente a él, con las manos en las caderas, y lo regañó afectuosamente como si fuera un niño pequeño.
—¡Oh, qué cabeza tan soñolienta! —exclamó—. ¡Oh, qué cabeza tan soñolienta!
En ese momento llegó el doctor Stewart Rawlings Mott.
* * *
Aunque el doctor Mott había sido informado por teléfono de nuestra repentina metamorfosis, aparentemente para él se trataba de un día como los demás. Dijo lo que siempre decía al llegar a la mansión:
—¿Cómo estamos hoy?
En ese momento pronuncié la primera frase inteligente que el doctor Mott me escucharía decir:
—Papá no quiere despertar.
—Vaya, vaya —replicó.
Premió la perfección de mi frase con una sonrisa imperceptible.
El doctor era tan increíblemente considerado, en verdad, que se apartó de nosotros para conversar con Oveta Cooper, la enfermera. Al parecer, su madre había estado enferma en el caserío.
—Oveta —dijo—, te alegrará saber que la temperatura de tu madre es casi normal.
Papá se sintió molesto ante la poca importancia que el doctor daba al asunto y sin duda se alegró de encontrar a alguien con quien enfadarse abiertamente.
—¿Durante cuánto tiempo ha estado sucediendo esto, doctor? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo hace que sabe que son inteligentes?
El doctor Mott consultó su reloj.
—Hace 42 minutos —respondió.
—No parece sorprendido en lo más mínimo —dijo papá.
El doctor Mott consideró esta idea un momento y luego se encogió de hombros.
—La verdad es que me alegro mucho por todos —replicó.
Creo que el hecho de que el doctor Mott no pareciera nada de alegre cuando dijo esto hizo que Eliza y yo volviésemos a juntar nuestras cabezas. Estaba ocurriendo algo muy raro y sentíamos una tremenda necesidad de comprender.
* * *
Nuestra genialidad no falló. Nos permitió entender la verdad de la situación, es decir, que de algún modo resultábamos más patéticos que nunca.
Pero nuestra genialidad, como la de todos los genios, sufría periódicos ataques de ingenuidad. Eso fue lo que ocurrió en ese momento. Nos dijo que lo único que teníamos que hacer para que todo volviese a la normalidad era convertirnos en imbéciles.
—Buh —dijo Eliza.
—Duh —dije yo.
Me tiré un pedo.
Eliza comenzó a babear.
Cogí un panecillo con mantequilla y se lo arrojé a la cabeza a Oveta Cooper.
Eliza se volvió hacia mi padre.
—Blaz-la —dijo.
—Cucaño —grité.
Mi padre lloraba.
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