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ASÍ Eliza y yo destruimos nuestro paraíso, nuestra nación de dos.
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A la mañana siguiente nos levantamos antes que nuestros padres, antes de que los sirvientes vinieran a vestirnos. No presentíamos ningún peligro. Mientras nos vestíamos nosotros mismos pensábamos que todavía nos encontrábamos en el Paraíso.
Recuerdo que decidí ponerme un traje azul a rayas, con chaleco, muy tradicional. Eliza llevaba un jersey de cachemira, una falda de tweed y perlas.
Estuvimos de acuerdo en que Eliza sería la que hablaría por los dos al comienzo, ya que tenía una sonora voz de contralto. Mi voz no tenía la autoridad necesaria para anunciar en forma tranquila pero convincente que el mundo acaba de ponerse patas arriba.
Recuerden, por favor, que hasta entonces prácticamente lo único que se nos había escuchado decir era «Bú» y «Dú».
En ese momento nos encontramos con Oveta Cooper, nuestra enfermera, en el vestíbulo de mármol verde y columnas. Se alarmó al vernos levantados y vestidos.
Pero antes de que pudiese hacer algún comentario al respecto, Eliza y yo inclinamos nuestras cabezas y establecimos contacto un poco más arriba de las orejas. El genio que formábamos de esta manera habló entonces a Oveta a través de la caja de voz de Eliza, que era tan hermosa como el sonido de una viola.
Esto fue lo que dijo la caja de voz:
—Buenos días, Oveta. Una nueva vida comienza hoy para todos nosotros. Como puede ver y oír, Wilbur y yo ya no somos subnormales. Anoche ocurrió un milagro. Los sueños de nuestros padres se han hecho realidad. Estamos curados.
»Pero usted Oveta, conservará su apartamento y su televisor en color y quizás incluso reciba un aumento de sueldo, como un premio por todo lo que ha hecho para que este milagro pudiese ocurrir. No se hará ningún cambio en relación con el personal, con excepción del siguiente: la vida aquí se hará aún más fácil y agradable que antes.
Oveta, una regordeta poco afable, quedó hipnotizada como un conejo que se encuentra frente a una serpiente de cascabel. Pero Eliza y yo no éramos una serpiente de cascabel. Con nuestras cabezas unidas formábamos uno de los genios más amables que ha conocido el mundo.
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—Ya no usaremos el comedor de azulejos —dijo la caja de voz de Eliza—. Tenemos modales refinados, como podrá comprobar. Por favor haga que nos sirvan el desayuno en el solarium y avísenos cuando nuestra Mater y nuestro Pater se hayan levantado. Resultaría muy simpático si en lo sucesivo se dirigiera a mi hermano y a mí como «señorito Wilbur» y «señorita Eliza». Ya puede retirarse e ir a contar el milagro a los demás.
Oveta siguió paralizada y finalmente tuve que hacer chasquear los dedos ante sus narices para despertarla.
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Mientras nos instalábamos en el solarium, el resto del personal apareció de uno en uno, humildemente, para mirar al joven señorito y a la joven señorita en que nos habíamos convertido.
Les saludamos por sus nombres completos. Les hicimos preguntas amistosas que indicaban que poseíamos un detallado conocimiento de sus vidas. Pedimos disculpas por haber quizás impresionado a alguno de ellos al cambiar tan rápidamente.
—En realidad, no nos dimos cuenta —dijo Eliza— de que alguien quería que fuésemos inteligentes.
Empezábamos ya a controlar tan bien la situación que yo también me atreví a hablar sobre asuntos de importancia. Mi aguda voz ya no parecía tonta.
—Con la cooperación de ustedes —dije—, haremos que esta mansión sea famosa por la inteligencia que cobija, así como en el pasado fue conocida por la idiotez de sus moradores. Que caigan las cercas.
—¿Alguna pregunta? —intervino Eliza.
No hubo preguntas.
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Alguien llamó al doctor Mott.
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Nuestra madre no bajó a desayunar. Permaneció en cama… petrificada.
Papá bajó solo. Vestía la ropa de dormir y no se había afeitado. A pesar de lo joven que era tenía el aspecto cansado de un paralítico.
Eliza y yo nos quedamos perplejos al ver que no parecía feliz. Le saludamos con grandes voces no sólo en inglés sino también en varios otros idiomas que sabíamos.
Finalmente contestó a uno de esos saludos en lengua extranjera.
—Bon jour.
—¡Sentaos! ¡Sentaos! —dijo Eliza alegremente.
El pobre hombre se sentó.
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Evidentemente estaba abrumado por la sensación de culpa que le embargaba al haber permitido que seres humanos inteligentes, sus propios hijos, hubiesen sido tratados como imbéciles durante tanto tiempo.
Peor aún: su conciencia y sus consejeros le habían dicho antes que estaba bien que no pudiese amarnos, ya que nosotros éramos incapaces de experimentar sentimientos profundos y que, objetivamente, no había nada en nosotros que alguien en sus cabales pudiese amar. Pero ahora tenía el deber de amarnos y no creía que iba a poder hacerlo.
Quedó horrorizado al descubrir lo que mi madre sabía que descubriría si bajaba: que la inteligencia y la sensibilidad en cuerpos monstruosos como los nuestros simplemente nos hacían más repulsivos.
Ni papá ni mamá tenían la culpa. No era culpa de nadie. Para los seres humanos, para todas las criaturas de sangre caliente en realidad, desear una muerte rápida para los monstruos resultaba tan natural como la respiración. Era algo instintivo.
Y en ese momento Eliza y yo habíamos exacerbado ese instinto hasta límites trágicos e intolerables.
Sin saber qué hacíamos, Eliza y yo estábamos poniendo la tradicional maldición de los monstruos sobre criaturas normales. Estábamos pidiendo respeto.
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