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HASTA la víspera del día en que cumplíamos quince años, Eliza y yo nunca habíamos escuchado nada malo acerca de nosotros cuando espiábamos escondidos en los pasadizos secretos.
Los sirvientes estaban tan acostumbrados a nosotros que rara vez nos mencionaban, incluso en sus conversaciones más privadas. El doctor Mott escasamente hablaba de otra cosa que no fueran nuestros apetitos y nuestras deposiciones. Y nuestros padres sentían tal repugnancia ante nosotros que permanecían mudos cada vez que hacían su viaje anual a nuestro asteroide. Recuerdo que mi padre solía hablar con mi madre de forma más bien vacilante e indiferente sobre los acontecimientos mundiales que había leído en las revistas.
Nos traían juguetes de F. A. O. Schwartz, que según garantizaba ese emporio, eran educativos y para niños de tres años.
Hi ho.
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Así es, y ahora pienso en todos los secretos sobre la condición humana que oculto a Melody e Isadore, en beneficio de su propia paz de espíritu. Como el hecho de que la otra vida no es buena y cosas así.
Y una vez más vuelvo a asombrarme ante el perfecto secreto que se nos ocultó a Eliza y a mí durante tanto tiempo: Que nuestros padres deseaban que nos diéramos prisa y nos muriéramos de una vez.
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Perezosamente nos imaginábamos que el día que cumpliésemos quince años sería como los anteriores. Dimos el espectáculo que siempre habíamos dado. Nuestros padres llegaron a la hora de la cena, que era a las cuatro de la tarde. Recibíamos los regalos al día siguiente.
Nos tiramos la comida en nuestro comedor cubierto de azulejos. Yo le di a Eliza con un aguacate. Y ella me dio con un filet mignon. Los panecillos rebotaban en la sirvienta. Fingíamos no saber que nuestros padres nos observaban por la puerta entreabierta.
En efecto, y luego, sin haber saludado personalmente a nuestros padres todavía, nos bañaron y echaron talco y nos vistieron con nuestros pijamas, y nuestras batas y nuestras zapatillas. Nos acostábamos a las cinco de la tarde porque Eliza y yo fingíamos dormir dieciséis horas diarias.
Nuestras enfermeras, Oveta Cooper y Mary Selwyn Kirk, nos dijeron que había una maravillosa sorpresa esperándonos en la biblioteca.
Fingimos que ignorábamos totalmente en qué podía consistir esa sorpresa…
En ese entonces ya medíamos dos metros veinte.
Yo arrastraba un remolcador de goma que se suponía que era mi juguete favorito. Eliza llevaba una cinta de terciopelo rojo en ese nido de pájaros que era su pelo negro como el carbón.
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Como de costumbre, había una gran mesa para el café entre nosotros y nuestros padres. Como de costumbre, había una botella de coñac a su disposición. Como de costumbre, los troncos de pino y de jugoso manzano silbaban y crepitaban en la chimenea. Como de costumbre, un retrato al óleo del profesor Elihu Roosevelt Swain colocado sobre la repisa presidía la escena ritual.
Como de costumbre, nuestros padres se pusieron de pie, levantaron la vista hacia nosotros y sonrieron con una expresión que no supimos reconocer como agridulce terror.
Como siempre, fingimos que los encontrábamos adorables, pero que en el primer momento no sabíamos quiénes eran.
* * *
Como de costumbre, fue papá quien habló:
—¿Cómo estáis, Eliza y Wilbur? —dijo—. Tenéis muy buen aspecto. Nos alegramos de veros. ¿Recordáis quiénes somos?
Eliza y yo nos miramos con inquietud, babeando y balbuceando en griego clásico. Recuerdo que Eliza dijo en griego que no podía creer que estuviésemos emparentados con esas muñecas tan preciosas.
Papá nos ayudó. Nos dijo el nombre que le habíamos dado hacía años.
—Soy Blaz-la.
Eliza y yo fingimos que estábamos estupefactos. «Blaz-la» nos repetíamos el uno al otro. No podíamos creer en nuestra buena suerte.
—¡Blaz-la! ¡Blaz-la! —gritamos.
—Y ésta —añadió papá, señalando a mamá— es Mab-lab.
Para nosotros esta fue una noticia mucho más sensacional todavía.
—¡Mab-lab! ¡Mab-lab! —exclamamos.
Y en ese momento Eliza y yo dimos un gran salto intelectual, como de costumbre. Sin que nadie nos diera ninguna pista, llegábamos a la conclusión de que si nuestros padres estaban en la casa, entonces nuestro cumpleaños debía estar muy próximo. Entonamos nuestra palabra idiota para designar cumpleaños, y que era cucaño.
Como de costumbre, fingimos que nos sobreexcitábamos. Dábamos saltos. Ya éramos tan grandes que el suelo comenzaba a subir y a bajar como un trampolín.
Pero nos detuvimos de repente, fingiendo, como de costumbre, que habíamos quedado en estado catatónico pues tanta felicidad no era buena para nosotros.
Ese era siempre el final del espectáculo. Después de eso, nos sacaban de la habitación.
Hi ho.
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