Capítulo 7

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CUAN bonito habría sido, especialmente para Eliza, puesto que era una niña, si hubiese resultado que éramos patitos feos, y con el tiempo hubiésemos llegado a ser bellos. Pero la verdad es que cada día que pasaba nos poníamos más ridículos.

Ser un niño de más de dos metros tenía algunas ventajas. Era un respetado jugador de baloncesto en la escuela preparatoria y en la Universidad, aunque tenía los hombros muy estrechos y voz de flautín, y ni un solo indicio de barba o vello púbico. Así es, y años más tarde, cuando mi voz se había hecho más grave y me presentaba como candidato a senador por Vermont, pude decir desde mis pancartas, ignorando los dedos que me sobraban: «Se necesita un hombre grande para hacer grande a un país».

Pero Eliza, que tenía exactamente la misma altura que yo, no podía esperar ser bien recibida en ninguna parte. No había un rol femenino convencional que pudiese admitir de alguna manera a una semigenio neandertaloide de cuatro tetillas, doce dedos en las manos y doce en los pies, que medía dos metros veinte y pesaba un quintal.

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Incluso ya desde niños sabíamos que no íbamos a ganar ningún concurso de belleza.

A propósito, Eliza dijo una vez algo profético refiriéndose a eso. No tendría más de ocho años. Afirmó que quizá podría ganar un concurso de belleza en Marte.

Ella, por supuesto, estaba destinada a morir en Marte.

Para Eliza el premio de belleza allí sería un alud de pirita de hierro, más conocida como «el Oro de los Tontos».

Hi ho.

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De hecho, durante una época de nuestra infancia, estuvimos de acuerdo en que teníamos suerte al no ser hermosos. Gracias a todas las novelas románticas que yo había leído en voz alta con mi tono chillón, a menudo acompañándolas con gestos, sabía que la intimidad de la gente hermosa quedaba siempre destrozada por apasionados desconocidos.

No queríamos que eso nos ocurriera, puesto que los dos formábamos no ya una sola mente sino también un universo densamente poblado.

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No diré mucho más acerca de nuestro aspecto. Sólo que nuestra ropa era la mejor que se podía comprar. Nuestras asombrosas dimensiones, que cambiaban totalmente casi de un mes a otro, eran enviadas por correo regularmente, siguiendo las instrucciones de nuestros padres, a alguno de los mejores sastres, zapateros, modistas, fabricantes de camisas y tiendas de moda del mundo.

Aunque nunca íbamos a ninguna parte, la enfermera que nos vestía y desvestía experimentaba un placer infantil en disfrazarnos para imaginarias reuniones sociales de millonarios, para tés danzantes, exposiciones de caballos, vacaciones en la nieve, para asistir a clases en colegios caros, para ir al teatro una noche aquí en Manhattan y luego cenar fuera y beber abundante champaña.

Y todo eso.

Hi ho.

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Nos dábamos cuenta de toda la gracia que tenía esto. Pero, pese a lo inteligentes que éramos cuando juntábamos nuestras cabezas, no adivinamos hasta los quince años que también vivíamos una tragedia. Pensábamos que la fealdad resultaba simplemente divertida para la gente que vivía en el mundo exterior. No nos dábamos cuenta de que podíamos provocar náuseas al desconocido que se encontrara inesperadamente con nosotros.

Era tal nuestra inocencia respecto de la importancia de la belleza física que de hecho no le veíamos mucho sentido al cuento del patito feo, que un día leí en voz alta a Eliza en el mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain.

Es la historia, como se sabe, de un pajarito criado por unos patos que pensaban que ese era el pato más raro que habían visto en sus vidas. Pero al crecer resultó que se trataba de un cisne.

Recuerdo que Eliza comentó que hubiera sido mucho mejor si el pajarito se hubiese quedado en la orilla y se hubiese convertido en un rinoceronte.

Hi ho.

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