Capítulo 5

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MIENTRAS tanto, incansablemente, día tras día, el joven y extraño doctor Stewart Rawlings Mott nos pesaba, nos medía, escudriñaba nuestros orificios y nos tomaba muestras de orina.

—¿Cómo estamos hoy? —solía decir.

Le contestábamos «bú» y «dú» y cosas así. Le llamábamos «fisgaculos».

Y nosotros mismos hacíamos todo lo posible para que cada día fuese exactamente igual al anterior. Cada vez que Fisgaculos nos felicitaba por nuestro saludable apetito y la regularidad de nuestros movimientos intestinales, por ejemplo, yo invariablemente me metía los pulgares en las orejas y movía los dedos, y Eliza se levantaba la falda y hacía sonar el elástico de sus pantis sobre el vientre.

Eliza y yo creíamos entonces lo que yo todavía creo ahora: Que la vida puede ser indolora si existe la tranquilidad suficiente para que una docena de rituales puedan ser repetidos interminablemente.

Creo que idealmente la vida debería ser como el minué o la polca, algo que se puede aprender fácilmente en una escuela de danza.

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Incluso hasta este momento persiste en mí la duda. No sé si el doctor Mott nos amaba y sabía lo inteligentes que éramos y deseaba protegernos de la crueldad del mundo exterior, o si estaba mal de la cabeza.

Después de la muerte de mi madre, descubrí que el armario de la ropa blanca que se encontraba a los pies de su cama estaba repleto de paquetes que contenían los informes que el doctor Mott presentaba dos veces por semana. Mencionaba las cantidades cada vez mayores de comida que consumíamos y luego excretábamos. Hacía notar también nuestro incansable buen humor y nuestra resistencia natural a las enfermedades comunes de la infancia.

Las cosas que mencionaba eran, de hecho, los mismos fenómenos que el ayudante de un carpintero no podría haber dejado de notar, como por ejemplo que a los nueve años Eliza y yo medíamos más de un metro ochenta.

Sin embargo, por mucho que aumentara nuestro volumen, había unos números que permanecían constantes en sus informes: nuestra edad mental oscilaba entre los dos y los tres años.

Hi ho.

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Fisgaculos, junto con mi hermana, por supuesto, es una de las pocas personas que ansío ver en la otra vida.

Me muero de ganas de preguntarle qué pensaba realmente de nosotros cuando éramos niños, qué sospechaba, cuánto sabía en realidad.

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Eliza y yo debimos darle miles de pistas respecto de nuestra inteligencia. No éramos unos embusteros muy astutos. Después de todo sólo éramos niños.

Me parece muy probable que cuando balbuceábamos en su presencia, utilizáramos palabras tomadas de algún idioma extranjero que él pudiese reconocer. También es posible que visitara la biblioteca de la mansión, que no despertaba ningún interés entre la servidumbre, y encontrara los libros algo desordenados.

Quizá descubrió por accidente los pasadizos secretos. Con frecuencia solía vagar por la casa después de cumplir sus obligaciones, lo recuerdo, y explicaba a los sirvientes que su padre había sido arquitecto. Puede que llegara a introducirse en alguno de los pasillos secretos y encontrara los libros que leíamos allí, y quizás advirtió que el suelo estaba salpicado de cera de vela.

Quién sabe.

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También me hubiese gustado saber cuál era su secreto pesar. Cuando Eliza y yo éramos jóvenes nos hallábamos tan absortos el uno en el otro que rara vez advertíamos el estado de ánimo de los demás. Pero estábamos realmente impresionados por la tristeza del doctor Mott. De modo que debía ser profunda.

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Una vez le pregunté a su nieto Stewart Oropéndola-2 Mott, el rey de Michigan, si tenía idea de por qué el doctor Mott había encontrado que la vida era algo tan abrumador.

—La gravedad no había comenzado a hacer de las suyas —le dije—. El color del cielo no había pasado definitivamente del azul al amarillo. Todavía no se habían agotado los recursos naturales del planeta. El país no había sido despoblado por la influenza albana y La Muerte Verde.

»Su abuelo tenía un coche, una casa, un consultorio, una esposa y un hijo —continué diciendo al rey— y, sin embargo, siempre se le veía abatido.

A propósito, mi entrevista con el rey tuvo lugar en su palacio del lago Maxinkuckee, al norte de Indiana, donde una vez estuvo situada la Academia Militar Culver. Nominalmente yo seguía siendo el presidente de los Estados Unidos, pero había perdido todo tipo de control sobre las cosas. Ya no había congreso, ni tribunales federales, ni tesoro ni ejército ni nada de eso.

Lo más probable es que no quedasen más de ochocientas personas en la ciudad de Washington. Mi personal se había reducido a un empleado cuando presenté mis respetos al rey.

Hi ho.

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Me preguntó si le consideraba un enemigo, y le contesté:

—¡Cielos, no, Majestad! Estoy encantado de que alguien de su valer haya traído la ley y el orden al Medio-Oeste.

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Se impacientó cuando le insistí en que me hablara más de su abuelo el doctor Mott.

—¡Santo Dios! —exclamó—, ¿qué norteamericano sabe algo acerca de sus abuelos?

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En esos días era un joven santo-soldado, ascético, flaco y flexible. Melody, mi nieta, llegaría a conocerle mucho después cuando se convirtió en un viejo obsceno, un gordo voluptuoso cuyas túnicas estaban incrustadas en piedras preciosas.

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Cuando lo vi, llevaba una simple túnica de soldado sin ninguna de las insignias de su rango.

En cuanto a mi vestimenta, era apropiadamente circense: sombrero de copa, frac, pantalones a rayas, un chaleco gris perla, polainas del mismo color, una sucia camisa blanca con cuello alto y corbata. La parte delantera de mi chaleco estaba adornada con una cadena de oro que había pertenecido a John D. Rockefeller, el antepasado mío que fundó la Standard Oil. De la cadena colgaba mi llave Phi Beta Kappa de Harvard y un narciso de plástico en miniatura. Por ese entonces mi segundo nombre había sido cambiado legalmente de Rockefeller a Narciso-11.

—Hasta donde yo sé —continuó el rey—, en la rama de la familia a la que pertenecía el doctor Mott no hubo asesinatos ni malversaciones ni suicidios ni problemas con la bebida o las drogas.

Él tenía treinta años, yo setenta y nueve.

—Quizá el abuelo fuese una de esas personas que nacieron infelices —añadió—. ¿Se le ha ocurrido alguna vez pensar en eso?

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